domingo, 28 de febrero de 2016

Literatura: Soneteando (cuento)

Por: Leonardo Gutiérrez


     Me la pasé sentado como pendejo toda la fiesta, dizque checando mi Whatsapp, sin tener datos en mi chafAndroid.
Miraba con detenimiento cómo Martín besaba a Lucía, agarrándole las nalgas discretamente, con la arraigadísima convicción de cogérsela en breve.
Aturdido por los pavoneos de mis ex compañeros: que si ya los habían ascendido del godinazgo, que si ya se habían comprado un carro menos jodido que el mío, que si tenían una casa que no era del Infonavit. No me sentí tan ojete gracias al efecto de las Kloster, mis fieles acompañantes desde los tiempos en la secundaria (oh alcohol, consuelo de los afligidos y los solitarios), cuando empecé a fumar mota, preparándome para las cátedras autodidactas en el jardín de la facultad.
El problema es que me gusta sufrir, sabía que asistir a la reunión de mi generación de la preparatoria iba a ser un calvario; ver a los cabrones que me echaron carrilla por mis bubis de vieja, provocadas por mi obesidad, e incomodarme al reafirmar que la mujer que me dejó como habitante perpetuo de la Friendzone ─desde antes de que tal neologismo fuera acuñado─ seguía siendo igual de zorra. Esos culeros lograron hacerme sentir mal, tenían trabajo fijo, vieja, hasta mocosos que de seguro no planearon, pero que a fin de cuentas los hacían felices.
Estando ahí sentado, pensando en los doscientos pesos que me quedaban de la quincena; recordé las palabras de mi mamá, creo que sí la cagué estudiando una ciencia social, ni la CONACULTA me quiere dar chamba. Estaba güey, no sé; vivía ilusionado con titularme y escribir un análisis chingón de la cadena de influencia entre los filósofos nihilistas europeos y, paralelamente, publicando un libro de cuentos igual de chingón en el que  demostrara la dependencia mutua a la que estamos sometidos todos los humanos por culpa del Arché. Recordé que trabajé mucho en crear un personaje femenino que protagonizaría una novela: una mujer de actitud quedita, promedio, particularmente mística; lo suficientemente atractiva y fea como para pasar toda la vida a su lado. Era una trama lacrimosa, de las que le gustan a la editorial Penguin. Tenía todo para consagrarme como escritor para el público general y los pretenciosos, la historia me la había contado mi abuelo y los personajes estaban basados en mis familiares, la cuidad donde viven hace alusión a mi infancia, etc. La mujer era contrastante con Lucía. Lucía: extrovertida, exhalando pasión por la retina, bellísima… putísima. Recordé también que por leer a Nietzsche quise estudiar filosofía, y por estudiar filosofía me fue igual a que a él. Sin la sífilis, al menos.
Y seguía sentado, viéndolos.

*

Mi teléfono vibró en el fondo del bolsillo de mi pantalón. Como siempre, era uno de los mensajes de UNONOTICIAS, los únicos que recibía. Palpé unas pastillitas cuando saqué el aparato. Había olvidado que antes de entrar a la fiesta, el Tyson, un morrito de secundaria, me ofreció unas tachas; estaban baratas y de todas formas le iba a comprar algunas a su papá, así que no tardé en aceptar.
Sin intentar disimular, sostuve una en la punta de mi dedo índice, a contraluz, esa inconfundible tonalidad morada. Desconocía y desconoceré todas las porquerías que me inyecto, me fumo, aspiro, bebo… Aunque, esa mierda definitivamente no era MDMA.
Me la chingué en el acto.
Comencé a sentir los dedos ligeros. Tenía ganas de gritar, saltar con todos en la pista, lucían amigables, sus conversaciones me parecieron interesantes hasta cierto punto. Ya no me caía tan mal el DJ que tocó canciones de los Rolling Stones toda la noche. Tenía ganas de levantarme y decirle a Lucía lo perra que era y después tirármela en el hotel al otro lado de la calle. Sentir que los labios que tocaba no eran mi almohada, hacerla gemir tan fuerte que Martín nos escuchara.
Me sentí bien. Me eché las otras tres.
Permanecí rígido, mirando la pared. Se confundieron con mi conciencia los sonidos que llenaban el casino, parecía que le daban un mensaje a cada una de mis neuronas; alteraron mis percepciones, la paz que sentía. Fui al baño y bastó mirarme al espejo para darme cuenta del avión en el que me acababa de subir. Volví a sentarme. Se habían robado la pared, en cambio había un lienzo lleno de relámpagos momentáneos, estruendos pupilares. Mejor cerré los ojos. Las vibraciones de la voz de un narrador azotaron la cubierta interna de mi cráneo, era la mía. Mi voz, al menos en mi mente, no era un redactor mediocre. Imaginé en mi córnea a la pared blanca que me habían hurtado.
La dibujé ahí. Era ella.
Comencé narrar un cuento con su imagen.
No, un soneto.
Era realista-mágico.
No, era surrealista.
No, era dadaísta.
Era la mezcla de la desesperación esbozada en mis párpados.

*

─¿Saúl? Güey, ¿cuánto tomaste?... Ay, no jodas. Hey, cabrones, ¡vengan a ver cómo se puso éste pendejo! Ja, jay.
─¡Shhh! Todavía me falta un verso.

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