Por: Leonardo Gutiérrez
Me
la pasé sentado como pendejo toda la fiesta, dizque checando mi Whatsapp, sin
tener datos en mi chafAndroid.
Miraba
con detenimiento cómo Martín besaba a Lucía, agarrándole las nalgas
discretamente, con la arraigadísima convicción de cogérsela en breve.
Aturdido
por los pavoneos de mis ex compañeros: que si ya los habían ascendido del
godinazgo, que si ya se habían comprado un carro menos jodido que el mío, que
si tenían una casa que no era del Infonavit. No me sentí tan ojete gracias al
efecto de las Kloster, mis fieles acompañantes desde los tiempos en la
secundaria (oh alcohol, consuelo de los afligidos y los solitarios), cuando
empecé a fumar mota, preparándome para las cátedras autodidactas en el jardín de la facultad.
El
problema es que me gusta sufrir, sabía que asistir a la reunión de mi
generación de la preparatoria iba a ser un calvario; ver a los cabrones que me
echaron carrilla por mis bubis de
vieja, provocadas por mi obesidad, e incomodarme al reafirmar que la mujer que
me dejó como habitante perpetuo de la Friendzone ─desde antes de que tal
neologismo fuera acuñado─ seguía siendo
igual de zorra. Esos culeros lograron hacerme sentir mal, tenían trabajo fijo,
vieja, hasta mocosos que de seguro no planearon, pero que a fin de cuentas los
hacían felices.
Estando
ahí sentado, pensando en los doscientos pesos que me quedaban de la quincena; recordé las palabras de mi mamá, creo que sí
la cagué estudiando una ciencia social, ni la CONACULTA me quiere dar chamba.
Estaba güey, no sé; vivía ilusionado con titularme y escribir un análisis
chingón de la cadena de influencia entre los filósofos nihilistas europeos y,
paralelamente, publicando un libro de cuentos igual de chingón en el que demostrara la dependencia mutua a la que
estamos sometidos todos los humanos por culpa del Arché. Recordé que trabajé
mucho en crear un personaje femenino que protagonizaría una novela: una mujer
de actitud quedita, promedio, particularmente mística; lo suficientemente
atractiva y fea como para pasar toda la vida a su lado. Era una trama
lacrimosa, de las que le gustan a la editorial Penguin. Tenía todo para
consagrarme como escritor para el público general y los pretenciosos, la
historia me la había contado mi abuelo y los personajes estaban basados en mis
familiares, la cuidad donde viven hace alusión a mi infancia, etc. La mujer era
contrastante con Lucía. Lucía: extrovertida, exhalando pasión por la retina,
bellísima… putísima. Recordé también que por leer a Nietzsche quise estudiar
filosofía, y por estudiar filosofía me fue igual a que a él. Sin la sífilis, al
menos.
Y
seguía sentado, viéndolos.
*
Mi
teléfono vibró en el fondo del bolsillo de mi pantalón. Como siempre, era uno
de los mensajes de UNONOTICIAS, los únicos que recibía. Palpé unas pastillitas
cuando saqué el aparato. Había olvidado que antes de entrar a la fiesta, el
Tyson, un morrito de secundaria, me ofreció unas tachas; estaban baratas y de
todas formas le iba a comprar algunas a su papá, así que no tardé en aceptar.
Sin
intentar disimular, sostuve una en la punta de mi dedo índice, a contraluz, esa
inconfundible tonalidad morada. Desconocía y desconoceré todas las porquerías
que me inyecto, me fumo, aspiro, bebo… Aunque,
esa mierda definitivamente no era MDMA.
Me
la chingué en el acto.
Comencé
a sentir los dedos ligeros. Tenía ganas de gritar, saltar con todos en la pista, lucían amigables, sus conversaciones me parecieron interesantes hasta cierto
punto. Ya no me caía tan mal el DJ que
tocó canciones de los Rolling Stones toda la noche. Tenía ganas de levantarme y
decirle a Lucía lo perra que era y después tirármela en el hotel al otro lado
de la calle. Sentir que los labios que tocaba no eran mi almohada, hacerla
gemir tan fuerte que Martín nos escuchara.
Me
sentí bien. Me
eché las otras tres.
Permanecí
rígido, mirando la pared. Se confundieron con mi conciencia los sonidos que
llenaban el casino, parecía que le daban un mensaje a cada una de mis neuronas; alteraron mis percepciones, la paz que sentía. Fui al baño y bastó mirarme al
espejo para darme cuenta del avión en el que me acababa de subir. Volví a
sentarme. Se habían robado la pared, en cambio había un lienzo lleno de
relámpagos momentáneos, estruendos pupilares. Mejor cerré los ojos. Las
vibraciones de la voz de un narrador azotaron la cubierta interna de mi cráneo,
era la mía. Mi voz, al menos en mi mente, no era un redactor mediocre. Imaginé
en mi córnea a la pared blanca que me habían hurtado.
La
dibujé ahí. Era ella.
Comencé
narrar un cuento con su imagen.
No,
un soneto.
Era
realista-mágico.
No,
era surrealista.
No,
era dadaísta.
Era
la mezcla de la desesperación esbozada en mis párpados.
*
─¿Saúl? Güey, ¿cuánto tomaste?... Ay, no jodas. Hey, cabrones, ¡vengan a ver
cómo se puso éste pendejo! Ja, jay.
─¡Shhh! Todavía me falta un verso.
Muy bueno. Fresco, contemporáneo... Felicidades Leonardo!
ResponderBorrarQue buen relato sin duda. Agradecido estoy.
ResponderBorrarUyyyy, que buen cuento!!!
ResponderBorrarModerno y muy bien estructurado. Me gustó!
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