Por: Javier Vergara.
En el cielo, un ángel percibió sobre el aire un perfume majestuoso y voló siguiendo sus dulces aromas hasta llegar a unos senderos misteriosos que no había pasado antes. Era el lugar donde los dioses, celosamente, encarcelaban a aquellas incontables mujeres creadas con la belleza de una musa, engendradas por su propia imaginación. Era un mundo marginado que habían construido para dicho propósito.
«Ese día se liberaron las pasiones más allá del amor, más allá del dolor y con el alma hecha pedazos...»
—Padilla.
—Padilla.
En el cielo, un ángel percibió sobre el aire un perfume majestuoso y voló siguiendo sus dulces aromas hasta llegar a unos senderos misteriosos que no había pasado antes. Era el lugar donde los dioses, celosamente, encarcelaban a aquellas incontables mujeres creadas con la belleza de una musa, engendradas por su propia imaginación. Era un mundo marginado que habían construido para dicho propósito.
Las adornaban sobre sus blancos cuellos con las joyas y los metales más preciosos. Hacían grandes banquetes en su honor sobre largas mesas con bandejas de oro y platillos de lo más exquisito. Al terminar, platicaban insaciablemente, pues el sol y la luna, como los días y noches, no existían, por lo cual podían tomar todo el tiempo del universo para escucharlas. No tenían que dormir y las beldades se maravillaban con cada nueva cosa que se les regalaba.
Tenían una única regla en aquel paraíso: no preguntar el motivo de su existencia, ni su procedencia.
Los dioses querían saciarse de lujuria, hacer de las mujeres un objeto narcisista. Ellas, al mismo tiempo, también lo concebían así; aceptando sus ideas y pensando con el credo impuesto.
Cuando los dioses se hartaban de las mujeres, les decían, como augurio de una bendición mayor para ellas:
—Hemos de bajar a la tierra por más joyas, por más ideas, y, sobre todo, por más poemas de otra naturaleza. Las amamos demasiado... ¡tanto que sería una calumnia caer en la monotonía!
Al salir los dioses de aquel pretendido paraíso, las mujeres cambiaban de ánimos, de alegres a melancólicos, pues su razonamiento les llevaba a pensar que no podían descubrir otro mundo. La simple razón de existir a partir de los pensamientos de otros seres, las atormentaba. Eran víctimas de la resignación y concluían que su esencia nunca iba a ser única.
El ángel, extasiado, fue llevado al clímax total al ver a las musas que deslumbraban con su hermosura, como los cielos que muestran las nubes perladas.
—Díganme, ¿por qué están así? —preguntó con preocupación. Las mujeres no se habían percatado de su presencia. Se cubrían el rostro con las manos, dejando caer las lágrimas mientras la tristeza se agazapaba en su corazón. Cuando escucharon la voz, que no era de ninguno de los dioses, se levantaron con mucha alegría.
Una de ellas, con gran asombro, dijo:
—¡Es un milagro el que nos hayas encontrado! ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Quimos, y os daré mi alma para sacarlas de aquí —respondió el ángel, al mismo tiempo que hacía reverencia ante ellas.
Señaló hacia un lugar lejano, imposible de contemplar por la distancia, y continuó diciendo:
—Conozco otro mundo, en el cual los seres que lo habitan están en igual multitud. Son humanos, hombres de pechos planos y velludos, y gestos toscos, un poco superiores en fuerza gracias al grosor de sus extremidades y de su tronco; pero estoy seguro de que tendrán una astucia menor en cuanto las vean, por tanta belleza que ustedes poseen por dentro y por fuera.
La última afirmación del ángel las hizo reír. Se sonrojaron, y cubrieron discretamente la sonrisa con sus perfectas manos, borrando así la tristeza que en sus rostros se había plasmado tiempo antes de oír esas palabras.
—Llévanos con ellos... os lo ruego —dijo una de ellas con emoción desesperada.
Mientras ocurría esta conversación, los dioses bajaban a la tierra inferior, la misma que el ángel conocía; aquélla donde habían creado a los hombres con su propia voz.
Los dioses no les mostraban compasión: eran esclavizados, obligados a sacar los recursos y los metales de entre la tierra para formar joyas. Los condicionaban a no obtener comida a menos que en las minas encontraran una piedra preciosa o algún diamante en bruto.
—¡Son traídos a éste mundo para sufrir! ¡Sólo los más fuertes sobreviven! —les decían sin darles esperanza alguna.
Los hombres, con lágrimas de ira, se retorcían sobre sus cuerpos. Querían lanzar un grito al cielo, cargado de odio, sembrado de rencor. Pero les era imposible, pues los dioses les habían cosido los labios. Era tal la soberbia de sus amos que no los dejaban opinar, reprimiendo con violencia el menor acto de rebeldía; así la revolución interna de cada uno de ellos no se manifestaría. Aquellos hombres escribían poemas para calmar su agonía, pero de igual modo eran hurtados por los altísimos, dejándolos aún más desnudos en sus almas.
El ángel dijo a un grupo de mujeres, las que lloraban cerca del agua, que corrieran la voz de que serían liberadas. Ellas, con deseos de huir para no volver, fueron en busca de las demás y en un santiamén estaban listas para abandonar el falso mundo.
Los dioses llegaron al punto de encuentro, topándose con Quimos, y al ver al ángel que escapaba con las preciosas musas, lo tomaron por el cuello. De pronto, las nubes se abrieron paso, y una fuerza sobrenatural expulsó del cielo al bienhechor con la velocidad de un rayo.
Desde arriba, entre las nubes, las mujeres divisaron la cara del ángel reventada sobre la arena blanca, con las piernas enterradas y sus manos casi destrozadas, buscando el resto de sus alas arrancadas por los tiranos que lo arrojaron del cielo.
Quimos caminó con el resto de su cuerpo sobre la faz de la tierra, cayendo poco a poco. Al momento en que iba resquebrajándose su cara, un último pasaje de Padilla venía a su mente:
«¿Puede un hombre ser como un dios, puede un alma soportar ese don?... Alcanzar la cúspide, el horizonte a sus pies... ¿Quién puede decir que no?», repetía en su cabeza el ángel una y otra vez, hasta que se convirtió en polvo.
Entonces los dioses arremetieron con toda su furia contra las mujeres. Las desnudaron y las despojaron de sus joyas, siendo para siempre exiliadas del paraíso.
Las mujeres descendieron a la tierra inferior humilladas y abandonadas. Caminaron con la intención de encontrar al ángel, pero sólo había plumas estampadas. Cerraron los ojos por un instante, como tratando de recordar el hecho heroico, y agradeciendo en el fondo su salvación a aquél que había sido destruido como legado de una tragedia; pero al abrirlos, se encontraron con los hombres.
Cosa más increíble de cuento... mil felicidades
ResponderBorrarMuchas gracias. Se hace y se lee lo que se puede.
BorrarHermoso cuento. Encuentro en él elementos góticos mezclados con el clasicismo y la mística medioeval. Hay una obra anónima del siglo XII denominada "Hijos de la Tierra" que hace un planteamiento semejante sobre cómo las mujeres obedecen a principios de creación distintos al del hombre: placer para los Dioses versus explotación a fin que los Dioses sigan siendo Dioses.
ResponderBorrarGracias y pues qué bello relato.
Sí! estoy influenciado por la música que me hace llevar a estos ambientes de mis textos.
ResponderBorrarLo voy a checar.
Muchas gracias por tomarte el tiempo en leerlo.
Saludos
Místico, misterioso y francamente hermoso. Gracias!
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