Por: José Contreras
I
Erase una vez una familia que habitaba en las
afueras de una ciudad, en un barrio obrero; la cual estaba compuesta por tres
integrantes, de quienes uno era apenas un varón recién nacido. Los padres no
podían estar más dichosos. Vaya hermoso presente por parte de la divina
providencia para consagrar un matrimonio que acababa de ser forjado hace un año
exactamente. Era una fría noche de Enero cuando nació el niño, nevó tanto, que
algunas calles quedaron intransitables hasta la mañana siguiente que las
barredoras municipales las despejaron.
El parto fue riesgoso, tanto para la madre
como para su vástago. Los médicos estaban verdaderamente nerviosos ya que
podían perder a ambos pacientes, sin embargo tenían la esperanza de al menos
salvar a uno de ellos y así se lo hicieron saber al padre que aguardaba en la
sala de espera; sin esperárselo, recibieron negativas por parte de él. No
contaban con la fe de un hombre que se rehusaba a perder a cualquiera de los
dos seres amados, y rezaba con fervor por ellos fuera de la sala de partos, ya
que eran su razón de ser; tampoco tomaron en cuenta la fuerza de voluntad de su
cónyuge; quien recostada en la cama de parto, con ambas piernas abiertas hasta
donde su anatomía le permitía, sufrió un intenso dolor comparable al de los
habitantes del anillo medio del séptimo círculo infernal en donde las harpías
anidaban en sus entrañas; y casi apunto de abandonar este mundo terrenal para
unirse al celestial; parió a un varón gordo, de mejillas rosadas y buena
estatura.
Después de la cirugía, en la sala de
recuperación, la familia rebozaba de felicidad, simplemente agradecidos con
Dios por permitir que los tres pudiesen estar reunidos y a salvo de todo
peligro inmediato. Sin embargo, la ginecóloga responsable del nacimiento iría a
darles una mala noticia: Después de alumbrar, la matriz de la madre quedó tan
dañada que tuvieron que extirparla, ya no volvería a concebir; aquel neonato jamás
sabría lo que es jugar con hermanos. A pesar de todo, la familia era pobre, en
definitiva no querían más hijos. De tal suerte, la noticia no les afectó al
grado que la ginecóloga temía.
Un solo retoño sería suficiente para ellos.
II
Transcurrió casi un año, 364 días para ser
precisos. Su segundo aniversario de casados sería en la fecha siguiente, al
igual que el primer cumpleaños del bebé. Se preparaban para celebrar.
Su morada era bastante modesta, apenas
conformada por una sala-comedor aderezada con una cocineta de segunda mano y
muebles anticuados que no se presumirían ante visitantes, un baño y dos
recámaras que no resaltarían en ninguna parte; aun así daba cabida a medio
centenar de invitados, por completo amontonados y distribuidos por todo el
lugar. En cuanto al dinero, ahorraron durante un par de meses para solventar
todos los pormenores que pudiesen surgir en tan esperado evento.
Decoraron su pequeña casa con globos de diversos
colores; después rentaron cinco mesas y cincuenta sillas para acomodar a
quienes fueron anteriormente los invitados en su boda, adornándolas de hermosos
manteles blancos y celestes con costuras que semejaban un telón austriaco. También habían ordenado, con
una semana de anticipación, un pastel de dos pisos: cada uno decorado de forma
diferente: la planta inferior representaba a la pareja, y el superior lucía
motivos infantiles para su pequeño. Huelga decir que esperaban con impaciencia
el amanecer, en especial porque estaba nevando; por la mañana tendrían una bella
alfombra blanca en su entrada, y los copos de nieve servirían como confeti de
color uniforme para armonizar todavía más la celebración.
El frío helaba hasta el tuétano, así que el
hombre de la casa encendió un destartalado calentador que funcionaba con gas
butano para evitar que su familia contrajera algún resfriado cuando durmieran,
sin imaginar que un acto bien intencionado culminaría en desgracia.
El sol ya había despertado cuando el padre de
abrupto sintió dificultad para respirar. Sin haberse percatado antes, toda la
casa estaba impregnada con la peste artificial del gas butano. Gritó con
desesperación a su mujer para que sacase al niño de allí, pero ella y la criatura, estaban inconscientes. Justo apenas pudo
levantarse de la cama para darse cuenta lo mareado que se sentía. No podía
estar erguido, su visión era tan borrosa que la alcoba entera parecía girar
sobre él, tal movimiento planetario; no podía saber por cuánto tiempo
estuvieron inhalando aquel vapor tóxico. Se esforzó sobre-humanamente, impulsado
por la ansiedad de salvar las vidas de su razón de ser, y a duras penas anduvo
trastabillando hasta que consiguió apagar el calentador arrinconado en el
cuarto. Tan rápido como su actual condición le permitió, abrió todas las
ventanas y puertas de su casa para ventilarla. En eso, la brisa helada ayudó a la
esposa a recobrar el conocimiento. Entonces ella tomó a su unigénito y lo sacó
a la cochera, mientras que su pareja buscaba con prisa las llaves de su automóvil
compacto.
Como casi todos los inviernos anteriores,
algunas calles estaban bloqueadas por amalgamas de nieve, sin agraviar la pésima
visión para la conducción gracias a la nevada que caía torrencialmente, el
peligro de colisionar latía a medida que avanzaban. Haciendo caso omiso a todos
los contratiempos (entre ellos calles resbalosas y semáforos en luz roja, a los
que ignoraba mientras apretaba el claxon con frenesí), arriesgándose a chocar
con cualquier carro y quedarse atrapados en la cruda ventisca (sin
probabilidades de ser socorridos de inmediato a
causa del mal tiempo) o atropellar a un peatón cruzando la calle, por
fin llegaron al hospital. Pero llegaron demasiado tarde.
El día que debió ser de solaz y festejos,
abruptamente se transformó en un funeral. Y la comida y decoración que serían
de regocijo para los invitados, nada más sirvió para atender a cincuenta personas
que comían en silencio; los presentes infantiles, que fueran juguetes o ropa,
al ser ora ofrenda mortuoria, no serían recibidos por su pequeño destinatario. Una
situación lamentable causada por un viejo e irresponsable calentador incapaz de
mantener una llama encendida.
Una vez realizados los servicios póstumos al
caer la tarde, la desconsolada pareja decidió unirse a su bebé en la muerte.
Tan pronto regresaron del sepulto, vaciaron botellas de veneno para ratas, ácido
muriático, y diversas sustancias tóxicas que les sirvieran para su propósito, en
una jarra de cristal. Cómo desearon haber podido disfrutar con su hijo aquel
esponjoso pastel. -¡Ojala estuviera aquí! -se dijeron llorando a ríos. Con toda
la templanza de quienes perdieron la voluntad por vivir, sirvieron el letal
brebaje en dos vasos de vidrio hasta que se desbordaron. Ya no cruzaron
palabras, se miraron mutuamente a los ojos imposibilitados de seguir produciendo
lágrimas. Entonces cuando se disponían a beber de golpe todo el contenido de
los vasos, unas risitas repentinas y espontáneas, que sólo un infante podía
emitir, rompieron el tortuoso silencio imperante en la lúgubre atmósfera.
Ambos no pudieron quedar más perplejos. Allí,
en su trágico cuarto, estaba su hijo saltando en la cama; y al parecer le había
gustado un camión de volteo que le obsequiaron por su cumpleaños, ya que jugaba
con su regalo recorriendo todo el colchón, mientras se carcajeaba jovialmente.
Los envoltorios de todos los presentes estaban hechos trizas y regados por toda
la cama y el piso, pero estaban tan sorprendidos por la inesperada visita que
no repararon en ello. Ellos habían deseado acompañar a su cría al más allá, mas
él había regresado para consolarlos.
Y así que continuaron con su vida normal.
III
No había día que no lo llevaran a pasear al
parque en su cochecito, su padre le subía a todos los toboganes para que se
deslizase, mientras su madre le esperaba al final del breve recorrido con los
brazos abiertos; además visitaban a
todos sus familiares para que jugase con sus primos, entre otras actividades
placenteras. Un milagro les había otorgado una segunda oportunidad para seguir
disfrutando de la vida como la conocían, así que no la desaprovecharían por
nada. Tras lo anterior, pasaron alrededor de dos semanas siguiendo siempre la
misma rutina, para que su recién reconquistada alegría fuera turbada de repente.
Sin previo aviso, alguien llamó a su puerta. Ellos,
al mirar por la ventana de la sala, vieron al abuelo paterno del niño
acompañado por un grupo compuesto de seis hombres fuertes vestidos como
enfermeros; quienes intentaron primero, con suaves palabras, invitarlos a que
abordasen la ambulancia; pero como la pareja se negaba a salir, tuvieron que arrebatarlos
de su casa por la fuerza. Iniciaron por abrir la puerta con la llave del
abuelo, después los arrinconaron en la cocina, donde los atraparon separándose
en dos grupos y, por último, los sedaron para poderlos trasladar al manicomio.
Al anciano le preocupaba demasiado la salud
mental de sus hijos, haría cualquier cosa por ellos para ayudarlos, incluso en
contra de su voluntad. Le rompía el alma ver cómo arrastraron de los pies a su
hijo, que con fuerza hercúlea se sujetaba del marco de la puerta, resistiendo a
tres hombres que lo tironeaban hasta que, uno de ellos, le sujetó por el cuello
y le inyectó un tranquilizante; así mismo su nuera, que imposibilitada de
piernas y manos puesto que dos pares de brazos la aprisionaban, se comportó
como un animal salvaje y trató en repetidas ocasiones de morder al tercero de
sus captores, que, por su propia seguridad, también decidieron drogarla.
Una vez trasladados al sanatorio mental, les entrevistó
por separado un médico que se jactaba de ser especialista en tanatología, es
decir, la Muerte como materia de escolar; en un despacho repleto de tantos
títulos académicos que hacían un museo en donde se realizaba una exposición
narcisista. El estudioso había sido informado por el viejo de todos los pormenores
de sus nuevos pacientes: desde el incidente en el alumbramiento, hasta que
ocasionalmente salían al parque paseando una carreola vacía, o que fingían
jugar con el difunto en los toboganes de un parque público ante la mirada
morbosa de los vecinos; incluso que en ocasiones habían obligado a sus otros nietos
a divertirse con alguien que no estaba presente; y cómo los pobres niños, ante
la mirada condescendiente de sus propios padres, tenían que actuar como si su
primito muerto jugara a las escondidas con ellos, siendo la situación un solaz
para los tíos, jactanciosos de que nadie podía encontrar a su bebé de lo bien
que se escondía.
Cuando estuvo a solas, respectivamente, con
hipocresía intentó ganar algo de empatía con los padres del difunto,
recalcándoles en repetidas ocasiones que les ayudaría a superar su pérdida y que
les comprendía bien, ya que al perder un hijo e incapaces de concebir otro, y
como alternativa al suicidio, optaron por pretender que él seguía con ellos. También
les dijo que no era la primera vez que atendía a personas en duelo semejante,
por eso tampoco le sorprendió que sus recién internados apenas le prestaran
atención a su perorata y ademanes que estaban de sobra.
Tal como el médico sospechó que pasaría, a
pesar de la charla, la mujer no dejaba de mecer entre sus brazos al aire mientras
tarareaba una canción de cuna. Por otra parte, el esposo frecuentaba mirar
distraídamente a través de la pequeña ventana en la puerta de la oficina a su
mujer, sentada en una banca y custodiada por un enfermero. Viendo como él sonreía,
como si viese a alguien invisible para los demás, excepto para ellos mismos,
siendo arrullado. Entonces el galeno maquinó un plan: Aislaría a la pareja en
cuartos individuales, les dotaría de toda clase de objetos infantiles que había
proporcionado el abuelo bajo sus indicaciones; como biberones, frazadas, ropa y,
por supuesto, juguetes (entre los que destacaba un camión amarillo de volteo
que lucía bastante usado); con la intención de que interactuaran con ellos al
mismo tiempo; tras esto les tomaría video para mostrárselos en la próxima evaluación.
«Aunque los fantasmas existieran, no serían omnipresentes» pensaba el doctor;
por lo tanto, supo que si ambos pacientes jugasen con su hijo al mismo tiempo,
sería la prueba definitiva para ayudarles a salir de sus delirios. «Así es como
ellos empezarían a aceptar su pérdida» concluyó.
El personal del hospital cumplió cabalmente
todas las instrucciones del tanatólogo, quien vigilaba a la pareja desde un
monitor en su despacho. Primero dirigió su atención hacia el desconsolado
padre, que pasaba la mayor parte del tiempo recostado en la cama, sin ver algo
interesante. Entonces enfocó su mirada inquisidora en la madre, quien parecía
ser la más perturbada de sus pacientes. Ella se cubría con una sábana, y
después de unos segundos, se descubría al instante la cara gritando “bu”, como si jugase con su niño. El
médico se conmocionó un poco por la triste escena. Siguió mirando el monitor,
hasta que horrorizado vio algo que le provocó un infarto casi mortal,
desplomándose de la silla giratoria en
la que se sentaba.
Una enfermera había terminado sus rondas y
pasaba por la oficina del tanatólogo cuando escuchó un ruido proveniente de
allí. Al entrar al despacho, vio a un lado del escritorio el cuerpo de su jefe
inconsciente en el suelo y la silla tirada. Tan rápido como le fue posible,
revisó el pulso del doctor; al comprobar que todavía respiraba, levantó la
silla y lo sentó allí para reanimarlo.
El tanatólogo despertó sin hacer uso de la
razón. Tenía los ojos abiertos, la pupila dilatada y no parpadeaba, no podía
dejar de mirar al monitor; una mueca que delataba la demencia con la que
repetía –Tánatos tiene secretos- sin hacer pausas, apenas respirando entre sus
murmuraciones monótonas.
Para saber qué fue lo que había aterrado al
presumido tanatólogo, la enfermera recorrió las grabaciones de los nuevos
pacientes, cuando tuvo la impresión de haber visto algo inusual en la
habitación de la madre, el doctor empezó a gritar como un perro atropellado,
tapándose los ojos con las manos; por lo que la enfermera tuvo que someterlo
contra su escritorio antes de sedarlo. Habiendo hecho efecto el fármaco, la
enfermera observó la siguiente escena en el video: La madre se despojó de la
sábana, y como si fuese dar un abrazo con ella, cubrió un pequeño y misterioso
bulto que estaba en posición vertical y que no estaba ahí antes. Entonces la
madre, le destapó un hueco a la altura de donde iría el rostro de un niño, y
continuó gritándole “bu”.
Qué buen cuento. Muy bien narrado además. Gracias!
ResponderBorrarMe alegro que te guste :)
BorrarAy, muy lindo. Gracias de verdad!
ResponderBorrarGracias a ti por leerme :)
BorrarMuy bien narrado, con mucho detalle. Gracias por compartirlo.
ResponderBorrarCelebro que te haya gustado. :D
BorrarMuy bien desarrollado. Me agradó su estructura ágil. Un placer leerlo.
ResponderBorrarGracias por leer.
BorrarFascinante, diste en mi talón de Aquiles, los locos.
ResponderBorrarMe alegro que te gustara.
BorrarLa locura vista como una característica del hombre más que como un castigo. Estructura etérea, prosa bien estructurada, ideas claras.
ResponderBorrarMuy bueno, gracias!
Fue un reto mantener la balanza más inclinada en la psique humana que en los eventos sobrenaturales. Agradezco tu comentario.
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