viernes, 19 de julio de 2019

Literatura: Pareja (cuento corto)

Por: José Avendaño



"El cumpleaños", Marc Chagall (1915)


Me había refugiado del aguacero; me paré bajo el volado de cierta ferretería que estaba en el camino. Las calles eran arroyos. Había bolsas de basura, pedazos de cartón, ramas de  todo tipo se conjuntaban para ir a dar a la alcantarilla ya tapada.
   El día parecía estar en contra mía por tan mala suerte. El vientre me dolía, todo se juntaba: la lluvia, la pérdida de Heriberto, el llamado “Andrés”. Nunca había sabido lidiar frente a situaciones así, en las que nada parece tener sentido o que la frustración llena mi boca y me impide hablar. Más que hablar, lloraba. Al igual que el arroyo que se lleva todo a su paso, quería que mis lágrimas arrasaran con las toneladas de pesares. Con la dura carga. Hasta que la vi venir.
   Traía un paraguas llamativo o como diría un amigo “rimbombante”. De color amarillo fosforescente. Por lo que la distinguí sin problema; ahí, en medio de una noche de lluvia venía con paso lento, las ráfagas de aire volteaban el paraguas que sostenía con cuidado. Para cruzar un pequeño espacio entre dos casas, se quitó los tenis. Sujetándolos con la mano izquierda mientras que en la otra llevaba el paraguas.
   —¿Muy fuerte la lluvia? —dijo al verme, era la típica persona que te encuentras en una tienda o en una calle y te hace plática.
   —Bastante, mira como quedó mi pantalón.
  Le señalé unas manchas de lodo que cubrían mi ropa, ya que minutos antes un automóvil había pasado a toda velocidad y levantó la tierra mojada.
   —Hay personas que son imprudentes, pasan hechos un rayo sin mirar quien va. Con actitudes así matan a la gente.
   —Sí, no podía tener un peor día, se me juntó todo y este aguacero es la cereza del pastel. Ojalá calme pronto la lluvia para que regrese a mi depa. Con estas calles de arroyo es imposible.
   Ella me miraba, parecía estudiar mis razones, yo también aproveché para ponerle más atención y fijarme en los pequeños rasgos que en un primer momento pasan desapercibidos. Ella, con una ropa casual: pantalón de mezclilla, blusa blanca con flores rosas dibujadas, unas uñas tan largas que creí eran postizas, pero no. También cierto aroma a dulce provenía de su cuerpo y que se mezclaba con el de tierra mojada.
  De pronto, el dolor del vientre regresó y traté de ocultarlo con una cara tranquila. Pero no funcionó, ella estaba atenta a cada gesto que hacía. Y al mirarme daba la sensación de que contemplaba el vacío, pues su mirada se mantenía fija, inmóvil, como un pájaro al que se ve parado sobre el árbol.
  —Te duele mucho, ¿verdad?, hay mujeres que lo sobrellevan bastante bien y otras no tanto, tú y yo compartimos la mala suerte de estar entre las últimas. –Después sonrió.
 —Si gustas —continuó— puedes venir a mi casa, no está tan lejos y tengo pastillas para el dolor.
  La lluvia arreciaba, al ver a aquella chica tan servicial no pude menos que mirarme a mí misma en otra época donde aún guardaba esperanzas de una vida. Una época donde me ilusionaba tal vez con casarme, tener hijos. Donde la palabra amable era el centro de mi atención. Pero ahora todo aquello era un recuerdo.
   Le seguí el juego. Su casa, como dijo, no estaba lejos. Para llegar había que seguir en la misma dirección en la que nos encontrábamos, sólo tuvimos que dar la vuelta al edificio de la ferretería y cruzar una calle donde, por la altura respecto del piso, no corría el agua en grandes cantidades.
  Ella caminaba guiando cada paso. Me dio cobijo bajo su paraguas llamativo y, juntas cruzamos tomadas de la mano el pequeño arroyo hasta llegar a su hogar. Al entrar, tuve la impresión de ya haber estado ahí antes, un Deja vu como se diría. Pero no era así, en realidad lo que yo tuve fue un recuerdo de casa. De la casa de mi madre. Supuse que tenía que ver con las cortinas de flores, el sofá café y las tacitas blancas en la alacena de cristal transparente.
  Estaba lo más cómoda posible, ella me ofreció galletas y café. Acepté con gusto su gesto de amabilidad. En la intimidad de la noche, con su compañía y el de las galletas, contamos anécdotas sobre días lluviosos. Atrás había quedado sepultado el dolor de la ruptura con Heriberto, quien asomó a mi cabeza por pura casualidad. 
   Nunca me había sentido así en casa ajena, quizá el clima afectaba mi ánimo, quizá mi mente quería evadir cada pensamiento del día. Gracias a las pastillas que me dio, calmé la ansiedad que me provocaba el dolor que hasta ahora venía en ascenso.
   Por mera fisiología le pedí permiso para ir a su baño. Al llegar me llevé una sorpresa, el retrete era de un blanco inmaculado; el piso relucía en un brillo que recordaba un espejo, consideré que esto era porque le gustaba tener todo en orden, pero después al tocar la bañera y el lavabo sentí que estaba más limpio que yo misma. Tuve pena de sentarme en el retrete y derrumbar ese orden perfecto e inasible. Quería papel. Ella me gritó que lo iba a encontrar detrás del espejo, reí para mis adentros, al imaginarme ser una Alicia. De nuevo, al abrir aquel lugar secreto me asaltó un orden cuidadoso, bastante generoso en su distribución. Cada línea de accesorios coincidía con el anterior, éstos iban desde pastillas para diversos males como la fiebre o la gripe hasta artículos de belleza: cremas, brochitas para el maquillaje.
   Esa situación me mareó, debí alejarme de inmediato pues ya no soportaba ver aquello que me confundía. En toda casa debe haber desorden, manchas en ciertas paredes, algún objeto tirado, polvo o telarañas en los rincones pero… y aquí quiero detenerme a aclarar, no es que no hubiera nada de eso, sino que era el mínimo lo que se mostraba.
   Al regresar a su lado la noté cambiada, más alegre, como si todo le diera risa. Me acordé que ese era uno de los efectos de la Mariguana. En el pasado había consumido grandes dosis de aquella planta y por eso la reconocía en otros. Pero me sentí contrariada al no notar el aroma característico que, por ser tan fuerte es difícil de que pase desapercibido. Entonces caí en la cuenta de que había consumido a través del té. Por alguna razón, no notaba en mí los efectos de la droga. Por el contario todo era normal. Ella se me acercaba cada vez más, tocaba mis manos, se recostaba en mis hombros, jugaba con mi pelo. Estaba tan cariñosa.  
   Después supe que en mi taza vertió algo distinto. Comencé a sentir cierta humedad entre las piernas, una reacción esporádica a sus insinuaciones. Un mareo dio paso a unas ganas de vomitar, quise ir al baño pero sabía que si lo hacía me iba a ir con la cara contra el suelo. Ella se me juntaba más, su aroma a dulce me alivió un poco. Seguido a esto tomó mi mano y le dio pequeños besitos hasta subir a mi antebrazo. Era una gata que me daba cariño, y esto no es metáfora, escuché su imitación a ronroneos. En su cara apareció una sonrisita burlona. Poco a poco fui dejándome llevar por su cariño. Al subir a mi cuello, mi cuerpo se estremeció, había dado en un punto sensible de mi cuerpo.
  La humedad crecía y era necesario responder a sus besos. En mi cabeza sonaba esa vocecita que decía: “no le hagas caso, tú eres hetero”. Todo iba demasiado bien, realmente demasiado, porque estuve a un instante de corresponder un beso; y era cuando, tal vez por inercia, su mano llegó a mi pierna derecha y subía con lentitud, mientras que la otra desabrochaba mi blusa. Fue entonces cuando vomité.
   Los arrumacos se terminaron de un tajo. Me volteo a ver con ojos de horror, como si hubiera cometido algún crimen. En sus manos escurría el líquido de mi estómago. El sofá, el piso, parte de su falda también fueron salpicados. De un impulso se levantó y me tomó de la blusa, me jaló hasta la puerta de su casa, caminaba a trompicones. Lo único que dijo al llegar fue “lárgate”. Afuera, la lluvia aún no se calmaba. Y yo no sabía qué hacer. Un taxi que iba pasando se detuvo, el taxista se apiadó de mi suerte para llevarme a mi casa. El vehículo travesó con dificultad las calles de agua y tierra.
   Había roto su peligrosa armonía, su insólita cadencia de objetos. No fue sólo el verter sobre ella el líquido de mis entrañas sino que también rompí con lo que hasta ahora llevaba construyendo. Con esa amalgama perfecta.
   Estuve por muchos días obsesionada con el recuerdo de aquella noche, con mi impertinencia, mi tontería. Porque, ¿quién, hoy en día, se detiene para ofrecer ayuda o su casa para sacarte de un embrollo? darte una mano en mitad de la noche, con la lluvia cayendo a cántaros. Por eso, pensé que lo conveniente o lo mínimo que podía hacer era pedirle disculpas. Anduve hasta su hogar. Las calles aún se notaban húmedas, ya que la lluvia continuaba por ratos. De lejos, la vi en su entrada, al parecer iba de salida. Llevaba un vestido amarillo, algo escotado y con el cabello pintado de rosa. Aunque había visto en el pasado chicas de vestimenta extraña y de raro comportamiento, ella reunía en sí misma todo lo notado en otras y más. Sé que me miró, por eso se hizo la desubicada, al notarlo quiso irse a prisa por la dirección opuesta de donde yo venía. Corrí para alcanzarla y lo logré.
  —Perdóname. No me fue mi intención, estaba mareada, el dolor en el vientre también influyó. No quise hacerte esto, por favor, oye lo que te digo. Por lo que hiciste, por  lo que hiciste por mí te considero una hermana del alma. Déjame libre de este recuerdo.
   Para mi sorpresa ella respondió diciéndome: me gustas. Te había estado siguiendo por semanas, aquella noche tuve mucha suerte en verte bajo esa condición.
   Quedé impactada ante semejantes palabras. Era yo quien iba a pedirle disculpas y al parecer ella era quien me las estaba dando. Surgieron preguntas en mi cabeza, ¿Cómo es que me seguía? ¿Y por cuánto tiempo? ella dijo que por semanas ¿realmente soy tan tonta? Estos datos resonaban poniéndome inquieta. Fue entonces cuando llegó su explicación.
  —Déjame dejarte el asunto lo más claro posible. Hace tiempo, caminando por la calle, te vi. Tú ibas del lado opuesto de la acera, llevabas un bolso negro; ibas de la mano de un hombre. Pero aunque estaban juntos noté la distancia que él imponía ante ti. Lo miré distraído, poniendo más atención a lo que sucedía en su cabeza que a ti.
  Por otro lado, cuando más cerca estabas mejor veía lo bella que eras. Las mujeres delgadas han tenido desde siempre mis atenciones. Llevabas un caminar de rubia. Una se fija en los detalles. Así, comencé a seguirte. Los primeros días fueron los más complicados, puesto que en la mayoría de las ocasiones estaba ese hombre odioso. Después, salías sola y con el bolso más ceñido a tu cuerpo, caminabas con desconfianza, mirando en todos rumbos. Con esto se pensaría que andabas más atenta, pero no, igual que aquel hombre no dabas con la realidad. En ti se manifestaba viendo a todos lados como si buscaras algo.
   Aquella noche, cuando nos encontramos, te seguía. Aún en medio de la lluvia te seguía. Mi corazón iba fuerte, tan fuerte al notar que ibas cerca de mi casa. El aguacero te atrapó para llevarte hasta mí.
  Seguido a esto sacó una rosa de su bolsa. La tenía algo aplastada pero aún guardaba su olor y su belleza.
   —Mira, la flor, a pesar de estar maltratada guarda el esplendor de su ser. Como si esperara a ser vista por última vez antes de morir. Te la obsequio.
   Entonces la vi acercarse cada vez más, sus labios, teñidos de rosa daban la impresión de ser chicles. Yo me hacía para atrás, apartándola. Sus largas uñas parecían que me alcanzaban. Parecía una araña que me jalaba con sus patas.
  Mira —Dijo, señalando un edificio— aquel es un hotel, vamos a pasarla bien. Yo invito. No tienes porqué sentirte incómoda. Si no te gusta sólo olvídalo y ya.
  Me tomó de la mano. Arriba un hombre se asomaba desde su ventana, nos vio entrar juntas, con las manos entrelazadas.


*****

Sobre el autor:

José de Jesús López Avendaño nace el 18 de abril de 1994 en la ciudad de Salina Cruz, Oaxaca. Es pasante de la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericanas por la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH). 
Ha sido ganador del 2° concurso de cuento No oyes contar un cuento organizado por la UNACH. Obtuvo una mención honorífica en el II concurso Regional de Literatura: ApassionataHa publicado en diversas revistas literarias, entre las que destacan ÍcaroRetrúecanoMonolitoClaroscuro, Casa Negra/cineLetra SueltaFue coeditor de la revista literaria Claroscuro.
Sus textos han sido antologados en Memoria en blanco en 2018 y Apassionata: literatura motelera contemporánea en 2019.
Asistió a los talleres  de creación literaria de Eduardo Antonio Parra, Mauricio Molina, Liliana Blum, Mario Bojórquez, Glafira Rochay Renee Acosta. Fue becario para asistir al taller de literatura realizado en el marco del Festival Interfaz Signos en movimiento.
Asistió a las actividades académicas de los Coloquios Cervantinos Internacionales  XXV y XXVI . Fue participante en el festival cultural La hojarasca en sus ediciones II y IV.  
Cursó un diplomado en Creación literaria por parte del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).


domingo, 7 de julio de 2019

Literatura: El secreto de Alicia (relato breve)

Por: Damayanti Zepeda    




Alicia se sentó en la mecedora de su jardín, tenía los ojos humedecidos y la nariz roja, los labios le temblaban ligeramente e incluso desde donde estaba era capaz de distinguir ese nudo en la garganta, que yo jamás podría desenredar, y que terminaría por matarla. 

Allí estaba ella, presentándose a nuestra cita diaria, en el jardín más espléndido del mundo, a la hora en la que el sol es omnipresente. No nos escondíamos de nadie, a pesar de que su esposo era un troglodita celoso nunca la molestaba en el jardín, estaba seguro de que las enredaderas frondosas y los rosales espinosos eran suficientes para que nadie pudiera ver a su hermosa y triste esposa. 

Ver a Alicia era lo que más me gustaba del día, porque verla era como contemplar una tormenta a través de una ventana, era como sentirse seguro ante lo más terrible, ante lo más monstruoso. Ni diciendo esto creo que puedan imaginarse la impotencia que sentía cada que la veía llorar, mientras aguantaba las ganas de gritarle al mundo su desdicha, con la cara magullada a golpes y las uñas mordisqueadas hasta el exterminio. 

Varias veces le planteé la posibilidad de fugarnos, de dejarlo todo para ir en busca de algo más; yo estoy acostumbrado a eso, a ser libre, y era libertad lo único que tenía por ofrecerle, sin embargo, por más que alegué, que supliqué, Alicia siempre hizo oídos sordos a lo que le decía. Al principio su actitud negligente me irritaba, me daba asco, pensé en dejarla muchas veces, pero la forma en que me miraba, como los niños se maravillan con los leones la primera vez que van al zoo, me inspiraba una ternura inefable, de esa que solo inspiran los desamparados, que me hacía volver todos los días para acompañarla en sus pocos minutos de tranquila y dulce felicidad. 

Alicia me quería, a pesar de ser ansioso, torpe, frágil y pequeño, me quería, podía notarlo en sus silencios. A veces era mejor no acercarme demasiado a ella, su tristeza era contagiosa y la volvía irritable, así que me conformaba con mirarla de reojo desde el granado, mientras fingía juguetear con las flores de un naranja precioso. Otras veces, a pesar de estar exhausta, se la veía tan serena que me acercaba tanto a ella que se paralizaba de los nervios y aguantaba la respiración para no romper esa delicada burbuja mágica que nos envolvía. 

Una vez, de las muchas que no podré olvidar, un mal golpe la puso muy enferma, tanto que no podía ni salir de la cama, así que lo único que me quedaba era acercarme a esa violenta madriguera que tenía por casa. Escondido entre la vegetación del jardín, observé la rutina de su esposo, un hombre quisquilloso, con un horario estricto; en tres días pude determinar perfectamente a qué hora salía a y llegaba de trabajar, a qué hora espiaba a Alicia con desasosiego y cierto rencor y a qué hora se sentaba a ver la tv, seguro de que ella estaba tan adolorida que no podría ni pensar en dejarlo sin quejarse. Eran esos ratos, en lo que él bajaba la guardia, los que aprovechaba para visitarla, no podía entrar a su cuarto, por supuesto, pero la saludaba desde la ventana que daba a su habitación y que siempre tenía la cortina ligeramente descorrida. 

Seguí esta rutina por algunas semanas, conformándome con la sonrisita que ella me dedicaba cuando me veía, hasta que un día lo único que encontré fue una cama minuciosamente tendida. «Se ha escapado, se ha ido… no importa, ya nos reencontraremos después», me decía a mí mismo con esperanza, pero algo en su forma deliberada de irse, incongruente con su mansedumbre, me inquietó. « ¿Dónde está?, ¿dónde está mi querida Alicia? », me preguntaba. 

Visité otros dos días el jardín, espiando a través de las ventadas de la casa, sin preocuparme por pasar inadvertido, pero no tuve éxito. El tercer día deseé no haber vuelto, podría haber vivido eternamente con el recuerdo del amor de Alicia, creyéndola libre y contenta, aun sin verla; pero ese día me supe muerto cuando, después de muchos “ruega por ella y por nosotros”, cargaron el ataúd en la carroza fúnebre y llevaron a Alicia hasta el panteón viejo, donde la enterraron junto a sus padres. 

Observé todo desde lejos, oculto entre los árboles, nadie podía verme, nadie debía saber que Alicia me amó, no quería manchar su reputación, además, esas personas ojerosas y grises, que no se preocuparon por ayudar a Alicia y que le daban la mano y el pésame al ahora viudo, no merecían saber nuestro secreto. 

Después de un tiempo, cuando todos se marcharon, pude acercarme al sepulcro que guardaba el cuerpo corrompido de la mujer que amé; tenía apenas 28 años, pero su falta de decisión le había merecido una muerte vergonzosa. Habríamos sido felices, muy felices, estoy seguro. Me desmoroné sobre la tumba, intentando escuchar el latido de su corazón inerte, y allí me quedé hasta que empezó a llover, no me importó mojarme, no quería levantarme y no pude; nadie volvería a separarme de Alicia nunca más. 

Al día siguiente la hermana de Alicia, acompañada de su pequeña hija, me encontraron allí tendido y sintieron lástima. 

¡Oh, un colibrí! exclamó la niña, mientras se cubría la boca con sus manitas regordetas. 

Pobrecito…, creo que está muerto, seguro fue por el frío de anoche. dijo la hermana de Alicia; tenía razón, esa fue la noche más fría de mi vida.




lunes, 1 de julio de 2019

Limpieza

Por: Dinorah Martínez Prieto




Mientras estoy acomodando el caos de mi vida
me fijo en lo que debo guardar en cajas
y lo que debe quedar a la vista.

Voy limpiando los polvosos estantes
que han acumulado experiencias y lágrimas.
Las anécdotas deben ir al álbum de recuerdos,
mientras los lamentos se deben embotellar.

Las telarañas se estaban acumulando
en las esquinas de este corazón;
nada que un sacudidor y un paño limpio
no puedan retirar de la superficie.

Ese olor a desinfectante me avisa
que de a poco voy avanzando,
mientras las partículas de polvo
flotan como las pasadas emociones.

Me embarga el aroma de fresca brisa
en lo que voy dejando las cajas en el ático;
y las figuritas de porcelana 
lucen como nuevas después de la limpieza.