domingo, 30 de abril de 2017

Poesía: Los frutos

Por: Karim Yaver

"Deterioration of mind over matter", by Otto Rapp (1978)

Brotan entre sórdidos berridos y entre míseras endechas
brotan en suspiros y en ausencia y en silencio
las palabras-larvas en poroso cultivo bajo la piel de los niños descalzos
apilados unos sobre otros bultos de pies ennegrecidos y bosques explotados
Gólgotas en las uñas horadadas de sus cadáveres enanos
cuerpos agotados en pie de inercia.
Crecen y perviven gusanos a la orilla de una mar corroída
el asfalto corroído y las conciencias corroídas
la esperanza mitigada por el óxido de una realidad que petrifica
que asfixia la Historia del Hombre incapaz de gritar su cordura
de escupirla hacia su propio rostro desgarbado ―los ijares roñosos de nuestros Padres―
otro bulto descalzo
y desnudo
entre tantos otros bultos ―desnudos, humanos y descalzos― apilado
entre tantos otros aullidos
en las calles
disgregados
y entre desechos de hospital, de hospicio, de Iglesia, de sucio apartamento de tercer o cuarto o quinto piso
entre mendrugos de cuerpo
el Hombre del presente sin ayeres incubado.
Persisten y se elevan sobre tóxicos remansos de orina y de esperma
contemplados
vigilados
atenidos a la mirada escrutadora a la mirada ensalivada
de la avispa y el mosquito
de los cerdos y los perros y los bichos que se arrastran con la fría temeridad de las batas inmaculadas
sobre las piernas
de las corbatas
los zapatos bien lustrados
la champaña, el deportivo, el tinte rubio.

El tronco de acero atraviesa el goce estéril que ya no avasalla
tiene fija la atención en el cemento excrementado
FIJO EL OJO DE DIOS
en la arena negra cada noche aprisionada
la gruta viscosa, la última mirada, la famélica Gorgona.

Agonizan las palabras-aullidos en las calles-ruinas agrietadas de arena y de caliza
bajo los viejos ojos de las gárgolas heridas
de las gárgolas apuñaladas en lo blando del orgullo.
Mueren de tiempo apestadas cucarachas de petróleo
mueren de eternidad escarabajos de hierro
porque los nombres que nos restan son sólo cinco y la lengua viperina los ha recortado sobre ilusorios tablones de unos y ceros
palabras que sucias prohibimos a los niños
palabras que mutilan los labios
de los locos, los enfermos
de los santos
―nuestros labios, niños
también nuestros labios.

domingo, 23 de abril de 2017

Literatura: Ruta 44 (cuento)

Por: Fabían Herllejos

Voy en un colectivo vacío rumbo a casa de mi familia, leyendo a toda madre un libro que no es especialmente bueno, pero sí lo suficiente como para que decida terminarlo. El colectivero se da cuenta y, no sé si por amabilidad o por aburrimiento, le baja de volumen a su música. Agradezco con un gesto. Todo bien, todo es paz y armonía durante dos cuadras. De pronto, sube al colectivo una señora de unos cincuenta o sesenta años que decide sentarse junto a mí, pudiendo sentarse en cualquier otro lado. No pasa nada pienso—, es incómodo pero el libro está bueno.
Entonces la señora saca un arma filosísima; de esas que son los celulares cuando contienen reggaeton o banda en la memoria; desplegando todo el odio, todas las frustraciones y todo el volumen que su flamante Samsung J7 le permite. Aaaadiósamoooor, me voy de ti, pero esta vez para siempreeeee. Meirésinmarchaatrásporqueseríafatal... —irrumpe la voz del "cantante" interrumpiendo mi lectura y siento como si una mula me hubiese pateado los huevos con fuerza asesina. 
Volteo a ver su moreno, regordete y sudado rostro; y observo su boca pequeña cantando casi en silencio. Algo me nubla la vista y de pronto un flash.
—Señora, disculpe ¿puede bajarle volumen a su música?
—Ya vas, putete. No le voy a bajar ni madres. Mejor bájale de huevos tú.
No sé qué hacer ante tal respuesta... Me quedo petrificado.
—Ok, disculpe la moles... (me interrumpe con un chingadazo).
—Bájale de huevos, puto. Ya te dije... ¿No vas a entender?
Intento secarme la primera lágrima, pero ella interpreta el movimiento como señal de amenaza y me cierra el ojo de un codazo. Grito y el chofer pregunta: 
¿Qué está pasando allá atrás? 
La anciana mete la mano en su morraleta y, de entre las verduras, saca una navaja con la que trata de cruzarme. Yo, mucho más joven, más guapo y más ágil, me adelanto a su movimiento y le doy un puñetazo en la nariz. 
¡Hijo de perra! grita ella al sentir el golpe. 
Comienza a sangrar. El colectivero vuelve a preguntar qué pasa, esta vez mucho más alterado y casi gritando. 
¡La pinche viejita me quiere filerear! —le contesto. 
He cometido el peor error de las peleas callejeras: me distraje. Inmediatamente después escucho a mi enemigo susurrarme al oído: 
Viejitas tus nalgas, perra. 
Siento el frío metal entrar y salir una y otra vez de mi costado. Todo ha terminado para mí. Mientras caigo, escucho su risa de abuelita amorosa y solo puedo pensar en la imposibilidad de despedirme de mis seres queridos. La vista se me nubla otra vez y, de nueva cuenta, un flashazo. 
Ella se percata de mi mirada, voltea y me dice:
Hace bastante calor ¿verdad joven? ¡Ay disculpe, está usté’ leyendo! Ahorita quito mi cochinada esta.
Yo le sonrío, le digo que no se preocupe, que me gusta esa canción y nos vamos en silencio: ella feliz, escuchando su música, y yo esperando su primer ataque.


sábado, 22 de abril de 2017

Literatura: El comandante aprende a hablar (relato)

Por: Carlos Alberto Morales Muñoz


 


A Alejandra Lara:
Que tu vida sea un reflejo de tu alma.
Puta.


Toc, toc.
Alguien llama a la puerta. Alguien te busca.
El correr de las persianas permite que una luz tenue pero constante se filtre en tu habitación.
Respiras. Luz. Respiras, luz. Respiras luz.
Tus párpados parecen absorberla y fungir como nuevo vitral.

Un rojo intenso llega a tus ojos. Rojo carne.
Respiras.
Una voz llama:
—…or …amor. ¿Les digo que se marchen?
Una voz. Esa voz. ¿Hace cuánto no la escuchas?
Abres los ojos. Observas la habitación con detalle.

Toc, toc.

Al levantarte, un crujido de colchón resuena en tu cuarto. Un cuarto apenas ocupado.
Frente a ti, un espejo. Te miras en él.
—¡Oh, querido! ¿Cómo han pasado los años, no es cierto?
En tu pecho desnudo notas un lunar, una verruga. Pecas cerca del cuello. Acné en tu espalda.
Una barriga flácida y arrugada cae y se detiene ante el pantalón.
Te miras. Ese eres tú. Ese era yo. ¿Quién eres? ¿Quién soy? ¿Hace cuánto no escuchas esa voz?

Toc, toc.

Es verdad, el culto. Es verdad, la revuelta.
Unos brazos cansados se arrastran. Unas manos grises, sin vida, agrietadas, abrochan los botones de la camisa. Colocan el cinturón, las botas de combate, el parque en tu espalda, el pasamontaña en tu rostro. Una gorra y una pipa terminan el atuendo. ¿Quién eres?

Al abrir la puerta, una muchedumbre, con trajes similares al tuyo, te recibe. Se distingue una tonalidad: una piel gastada por el sol, morena, quemada, cubierta por chalecos antibalas y pasamontañas. Todos firmes. Todos saludan. Ninguno habla.
Ni una sola voz. ¿Hace cuánto…?


Las claves y signos de mano son lentas.
“Comandante, buenos días”. Sin respuesta.
“Comandante, lo recuerda, ¿verdad? Sabe lo que debe hacer, ¿cierto?”
Sus manos temblorosas revelan inexperiencia, juventud, temor. Asientes una sola vez. Y caminas.
“Señor, todo está listo. Esperamos sus órdenes”. Pero tus ojos cansados no siguen tanto movimiento, tanta secuencia. Ojos rojos, de insomnio, de llanto guardado, de soledad desbordante.

Subes a tu caballo, prendes tu pipa y comienzas tu viaje.

Toc, toc.

Llegas a la plaza, donde un sinfín de gente se reúne. La tarima está puesta y todos la rodean, se alborotan a su lado, la buscan, la pierden; extienden sus manos hacia ella, hacia ti.
Al subir, comienzan los aplausos, los zapateos, pero nadie grita. Ni un solo silbido cruza por el aire.
Una cámara apunta hacia ti, se prepara para seguir tus gestos, para comunicarle a un pueblo exhausto sus órdenes, tus órdenes.
Un reflector te apunta. Luz. Respiras. Luz…
—Amor, ¿me recuerdas?
El ardor en tus ojos no te permite abrirlos del todo. Tu visión, borrosa. Tus manos, temblando. Tus labios se agitan. ¿Quién eres?

Un día, no hace mucho, habrías aceptado esto. Dirigir, guiar, luchar.
Pero el tiempo pasó rápido, ¿cierto? Nos desgastó. Cronos devora a todos sus hijos, incluso a ti, incluso a mí.
Un día eras Artemio, Artemio Cruz. Al otro, Marcos.
El comandante que habría de dirigir al pueblo rebelde.
Pero hoy, en el ocaso de tu vida, con la edad sobre tus hombros, ¿qué más puedes hacer?
Tus labios tiemblan.

Toc, toc.

Con señas difíciles, pides un micrófono. Aunque desconcertados, obedecen. Siempre debía haber uno, de ser necesario. Tú aún no habías tenido oportunidad de hablar.
Tomas el objeto, preparas tu voz. ¿Quién eres? ¿Quién eras? ¿Quién era ella?

Toc, toc.

Cada mañana, Marcos nacía. Cada noche, Marcos moría. Ese era el orden de las cosas.
A veces tomaba más tiempo, a veces menos.
Comenzaba con el tocar de la puerta, terminaba con una bala. Así era.
Esta vez eras tú. Mañana, sería Marcos. Otro Marcos. El mismo Marcos.
—¿Les dirás la verdad, amor? De quien eres, quien fuiste, quien soy.
La recuerdo bien. Recuerdo su sonrisa. Recuerdo la manera en que sus ojos brillaban cuando reía. A veces, al hablar, su voz desentonaba. No podía pronunciar la “x”, ni mantener una conversación fluida.
Su cabello, negro. Su cuerpo, frágil.
Solía decir muchas tonterías. Molestaba todo el día con temas vacíos. No paraba. Pero, de alguna manera, todo ello la envolvía. Todo giraba a su alrededor. El aire se alegraba al recorrerla.
Y, ahora, el aire grita su ausencia. Cada mañana imaginas su voz. Lo primero que dijo. Lo último.
“¿Les digo que se marchen?”



Toc, toc.

Y por fin dejas de golpear el micrófono.
Una voz quebrada, inocente, ingenua, comienza a surgir. Pide a gritos escapar. Pide salir de la prisión que la encerraba. Y tú le exiges que lo haga, que se esfuerce, que luche, que se libere. “Esfuérzate, maldita sea. Sal ya, que me están esperando, que llevas tiempo oculta, que me fallaste cuando te necesitaba y hasta ahora te dignas en despertar”.
Y por fin, hablas.

¿Ella se fue? ¿Ella murió? ¿Hay diferencia?
La última vez que la viste era quizá la primera vez.
Llevaba una blusa blanca con azul. Su cabello lacio. Sus jeans, y unos tenis caros.
—¿Me extrañaste? No me digas que te tomó tiempo recordarme —y reía.
—Sabes, me voy a casar. Vine a decírtelo de frente. No quería dejarlo así. Irme así, sin más.
—Perdóname, por todo. Nos fallamos mucho el uno al otro. Perdón.
Fue entonces que ocurrió. El colapso. El fin del mundo. El fin de la voz.

Enloquecidos, sin poder comunicarse, los hombres luchaban entre sí.
Turbas enardecidas saqueaban los locales, incendiaban automóviles, mataban, apedreaban a todo aquel que pudieran.
La protegías. Corrieron a donde creíste seguro. Se escondían de todo. Se escondían de sí mismos.
Pasaron tres días y todo seguía igual. El pánico no se calmaba. Oíste pasos, golpes, pasos, golpes…
Ella te sonrió. Una chispa se activó de repente en cada hombre. Un instinto había vuelto.
Así fue que ella te habló
—¿Les digo que se marchen?
Y salió, y murió, en manos de gente que ya no sabía por qué seguían matando.

Y tu voz salió:
—Hace mucho tiempo, una persona pregonaba “Quiero hacer posible un mundo, donde yo pueda ser yo, y tú puedas ser tú, sin que esto esté en conflicto”. Y no lo logró —tosiste—. Hoy, esas palabras dulces suenan duras y difíciles. Yo y tú estamos más en conflicto que nunca. No podemos coexistir. Porque lo que yo quiero, es ir contra una voluntad impuesta. Y lo que ellos quieren, es seguirla —sangre—. He aquí mi mayor acto rebelde, hablar y gritarle al mundo que Dios ha muerto, “Deus lo Volt” será sólo un mal recuerdo para las siguientes generaciones —roja—. Todos perdimos a alguien, y todos queremos venganza. Pues heme aquí, mi venganza fue hablar cuando pude. Obedecerlo fue mi rebeldía —sangre—. Márchense. Peleen. Den su vida por mí. Yo la he dado por ustedes.

Y dicho esto, caíste. La incredulidad que provocó escuchar una voz fue tal, que nadie notó el estallido de un disparo. Nadie captó al agresor. Se vio solamente el brazo, tatuado con “Deus Vult”.

Ya en el suelo, con tus ojos viendo al sol, comenzaste a imaginar: ¿qué habría pasado si hubiera estado ella aquí?
La gente comenzó a correr. Los altos mandos de la rebelión retiraban un cuerpo, aún vivo, del escenario. Unas señales decían “Quítenle el vestuario y dénselo al siguiente”.

Entonces, ¿quién eras? ¿Quién soy? ¿Hace cuánto que no escuchas su voz?
Alejandra… con que así se llamaba.
Un último suspiro salió del comandante Marcos.
—Alejandra…

Tú y yo morimos.

A la mañana siguiente, una puerta fue tocada. El comandante Marcos nació.

viernes, 21 de abril de 2017

Literatura:Tierra plana (cuento distópico)

Por: Aldo Raymundo Orwell

Estoy a tres días de mi ejecución, todo por enseñarles a mis alumnos que la tierra es redonda. Soy (o era) profesor de básica primaria de los grados 5-4 y 4-2 de la escuela Eisenhower. Llevé mi globo terráqueo para indicarles a los alumnos del 5-4 dónde se ubicaban los continentes. Creí que el rumor de asombro de los niños se debía a la belleza del juguete que llevé, pero Matilde Rengifo, esa niña sacada de anuncio de golosinas, me lo dejó claro.

¿Qué es eso? Dijo.

El globo terráqueo respondí, la representación de la Tierra...

¿Por qué es redondo si la Tierra es plana?

No, Matilde. La Tierra es redonda.

Ella replicó con voz áspera:

Mi mamá dice que la tierra es plana.

Los demás niños corearon que sí, que era plana. Sonreí y empecé a explicarles.

Al día siguiente el director Monsalve me llamó a su despacho. Al abrir la puerta sentí el peso del reproche no sólo de él , sino de los siete o más padres de familia que también estaban ahí.

Compson, tenemos un problema dijo Monsalve.

A los pocos minutos la migraña me apretaba los párpados. «Lo siento, no tengo tiempo para escuchar semejantes tonterías, debo dar mi clase», dije. El portazo que di ahogó el insulto del padre de Matilde: «¡Grosero!, es usted un retró...»

La carta de despido me la entregó Natalia, la secretaria de Monsalve. Dijo unas palabras cálidas y me dio la mano. Esa mismo día, en la tarde, fui a la Secretaría de Educación y puse mi queja. En la noche llegó la policía a mi casa y los agentes me golpearon y esposaron mientras otro leía mis derechos.

Usted se lo buscó, Compson dijo Monsalve, en la comisaría de las Mercedes. Le dije clarito en la carta que su salida evitaría esto, pero usted no me dejó opción. Ahora va a ser procesado por corrupción de menores e incitación al odio.

¿Usted me demandó?

No, fue el señor Rengifo. Apenas se enteró de su queja ante la Secretaría, puso la demanda. Trabaja en la fiscalía. Ese hombre está furioso. ¿En qué estaba pensando al enseñarles a los niños esas doctrinas que producen odio?

Felipe, mi abogado, logró sacarme y así pude atender el proceso en libertad. Me dijo:
Menos mal no te llevaron directo a la cárcel porque ahí sí no te habría sacado ni Houdini.
Esa metáfora es chambona dije—. Muy común.
Quentin, todo lenguaje es una metáfora chambona me replicó.

Luego me habló del escándalo que mi caso estaba provocando en las redes sociales. Así que apenas llegué a casa abrí el Facebook y, en efecto, era de lo que se hablaba en la ciudad. Conforme avanzaba el proceso, el escándalo se regaba por el planeta y yo le seguía el ruido por redes sociales.

El odio hacia mí era contundente.

Me dolía ver los foros de Facebook, pero la caja de comentarios con cada publicación que miraba, me atraía como la luz a los zancudos. Las publicaciones que frecuentaba con delirio eran los del diario El País, de España. Todos los días los columnistas me denigraban y los comentaristas me vapuleaban. Sin embargo, un par de gotas de bálsamo paliaron mis desvelos. Javier Marías y Manuel Rivas escribieron a mi favor, dos escritores que admiro mucho. Los insultos que recibió Marías me dolieron como si fueran para mí. A Rivas, cuyo artículo era Literatura al servicio de la libertad, no le dieron ni un 'like', ni un comentario; creo que no lo entendieron.

Otro autor que escribió en mi contra fue Arturo Pérez-Reverte. Mis otros detractores de El País, al menos me dieron las cachetadas con el guante blanco. Pérez-Reverte me dio con el bastón. En su artículo titulado «Si el planeta fuera redondo se llamaría redondeta y no planeta», no me bajó de «Hijoputa sudaca», «Sudaca retrógrado», «Intolerante sudaca», «Machista sudaca».

Para el día del juicio yo era una triste celebridad. Un enjambre de periodistas me asedió hasta la puerta de la sala, donde unos enormes oficiales de policía les bloquearon el paso. Entre los asistentes al juicio estaban Monsalve y varios padres de familia. La fiscal resultó ser la esposa de Rengifo. El juez Oqueda, según Felipe, era un hombre sabio, hermano de su profesor de la Facultad.

Yo quisiera olvidar el juicio, pero me asola el recuerdo terco del interrogatorio de la fiscal Rengifo. Esa mujer era una versión envejecida y rolliza de Matilde. Me preguntó que de dónde yo sacaba que la Tierra era redonda. Le dije que era una cosa sabida desde hacía mucho tiempo y que la ilustración propagó la idea y la reafirmó, por fin, el viaje espacial. La fiscal me escuchaba con una sonrisita sarcástica y unas miraditas al juez que parecían decir ¡Vaya locura la de este tipo! Luego sacó un pelota azul.

—Y si la Tierra es redonda —dijo, sosteniéndola en la palma de la mano izquierda—, ¿por qué la gente que vive por estas partes —tocaba con los dedos de su mano derecha los bordes de la pelota— no se cae al vacío?

—Por la gravedad.

La fiscal soltó la risa y fue como una piedrita que lanzara al estanque tranquilo, porque las ondas de risa se propagaron por toda la sala.

—Qué pena que no tengamos una nave espacial para comprobar que la Tierra es redonda...

Le dije que no era necesario, que bastaba ver la salida y el ocultamiento del sol; los barcos perdiéndose en el horizonte; la sombra de la tierra en los eclipses de luna; la posición de las estrellas en la medida que te desplazabas al norte o al sur... (Risas) La burla me obligó a sacar los nombres de Eratóstenes y de Fernando de Magallanes (más risas). Las palabras me dolían cuando pasaban por mi garganta árida. Alcancé a decir que, ¡por Dios!, miraran la luna y el sol, redondos ellos...

—¿Ellos? —me cortó la fiscal—. ¿Dijo «ellos»? ¿Por qué «ellos»? Si la luna es de género femenino y el sol una estrella, por lo tanto femenina también.

El silencio oscureció la sala. Lo rompió la fiscal:

—¡Machista! ¡Ahora se entiende! Ahora se entiende por qué este señor... Perdón, ¿cuál es su género?

—Soy hombre.

—Ah, ok. ¡Ahora se entiende por qué este señor se la pasa enseñándoles a nuestros niños doctrinas retrógradas como que la Tierra es redonda! Él, su señoría, no es más que un machista producto del patriarcado falocentrista que cree que la mujer, como la Tierra, es un ser diminuto al lado del sol, el macho luminoso. ¡Claro! Entonces para el macho la Tierra es una cosa redonda, con curvas, una cosa sexualizada que gira al rededor de él —puso la pelota en el suelo—. Mire, señor Compson, mire la pelota. ¿Ve cómo está quietecita? ¿Lo ve? ¿Sabe por qué no se mueve? Eso es porque la Tierra es plana. Plana. ¡Plana! Pla-na.

No hay pena de muerte en mi país, pero la presión mediática llevó al presidente Gustavo Petróvich a pedir al congreso poderes especiales para darme la pena capital, por fusilamiento, sin derecho a la apelación. Felipe me dijo que hay activistas que piden la silla eléctrica o la inyección letal, porque los fusiles son símbolos fálicos del patriarcado.

Ojalá me den la inyección letal, dije. Sería como dormir, ¿no? Dormir para despertar de esta pesadilla.

jueves, 20 de abril de 2017

Literatura: El instante de todos los instantes (relato)

Por: Antonio G.


Pierre Auguste Renoir-1886. Landscape with Trees

Viajó al futuro sin intención de decirle a nadie, sin intención de cometer lo que quizás otros harían. Subió los peldaños que tenía que subir y se acomodó donde debía de hacerlo. Miró hacia el cielo mientras se colocaba el complicado aparato, que no fue hecho por él, alrededor de la cabeza.
El cuerpo del inventor yacía inerte ahí debajo. Se encontraba extendido sobre la tierra indiferente que se tragaba la sangre como boca deshidratada que prueba el agua después de días sin una sola gota. El creador lucía despreocupado. Lo estaba. A los muertos les da igual lo que los vivos hagan.
De soslayo veía el espectáculo. No sentía arrepentimiento, sino más bien una duda creciente pues no sabía cómo determinar con exactitud la fecha a la que quería viajar.
El aparato seguía a la espera de las indicaciones. A los diez minutos se le ocurrió. Lo dijo en voz alta. Entonces todo se esfumó y vivió un presente etéreo, escuchó todas las voces, vio el asesinato, miró los pensamientos, el cuerpo del inventor levantarse, sintió el golpe, cayó en coma.
Un espacio negro.
Despertó donde había pedido.
Doscientos ochenta y cinco años después, unos ojos que no le eran conocidos y unas manos que parecían herirle la piel, una boca rosa, nítida, unos labios suaves, como esponjosos, dulces cabellos que resbalaban. Ella lo hizo.
Escuchó la pronunciación: fue lenta, disfrutó cada letra, armó sílabas, amó las consonantes y las vocales de su nombre, los diptongos que se formaban en los apellidos. El instante de todos los instantes. Quiso aplaudir, llorar, gritar de gusto. Después de eso, el mundo se olvidaría completamente de él. La partícula ínfima se eliminaba por completo, Dios daba el golpe contundente y lo borraba de la historia. Era su último instante en el mundo, la muerte final: su nombre había sido pronunciado por última vez.
Después ya no había nada. Después sólo la vida.
Todo había terminado.

martes, 18 de abril de 2017

Literatura: Óleo en primera persona (relato)

Por: José López Avendaño.


Valerie Gaillard: ‘El Dragón’ – Óleo sobre tela – 2014


"What inmortal hand or eye
Could frame thy fearful symmetry?"

-William Blake

    La había visto en algunas ocasiones sentada frente a su palestra; poseía las virtudes del dibujo y el grabado. De cara grácil, su figura no representaba una sorpresa para la persona que la viera, su mejilla se teñía de cierto pudor rosáceo cuando alguien elogiaba alguno de sus cuadros: tigres, arabescos, clepsidras, tenía cierta disposición a las formas arábicas y persas. Afuera, los jazmines le servían de compañeros; eran como ella, poesía de enigmática belleza.
     Una tarde, de primavera, tal vez de otoño, fui invitado a su casa ella es mi vecina. Su morada no me decepcionó y coronaba fielmente mis expectativas, su ambición por el arte era propia de su fascinación por las figuras heterogéneas que estaban dispuestas en su casa. Había algo de dantesco, esa sensación de estar frente a lo intrigante, que asalta al espíritu y le impide la libertad al pensamiento. Tenía curiosidad sobre la forma en que un artista trabajaba, esta era mi oportunidad para averiguarlo.
     Estaba recostada en lo que supuse un sillón oriental; fumaba, hacía surcos con el humo creía entonces ver danzar pequeñas figuras a modo de féminas siluetas, todo esto era el preludio de algo insólito, o tal vez sólo mi imaginación y ansiedad obraban a inclinarme a ello. No quise tomar asiento, era mejor tener la vista ocupada contemplando el hogar.
     Ella me dijo: —Algunos piensan en algo especial al momento de crear, yo no pienso en personas o sentimientos; simplemente me pongo frente al papel en blanco y dejo que la inquietud del instante plasme lo demás. Por ejemplo si dibujo un conejo y en la esquina un reloj, pienso después en la historia que se puede crear con el resto del espacio. Algo análogo, he leído, ocurre con los sueños. Ahí vemos imágenes simultáneas, las cuales unimos para crear historias.
     —Usted tal vez siente inclinación por Platón, —repliqué pues mi disposición de ánimo convenía en ello— con aquello del recuerdo de lo que está aconteciendo y de lo que ocurra posteriormente, el acto de rememorar. ¿Ha escuchado de los arquetipos, esas formas fenoménicas que nos hacen pensar que esta realidad es sólo sombra?
     Ella parecía no hacer caso a lo que le decía, “¿tratará de ignorar la pregunta?” pensé, frunció el entrecejo, su pupila parecía dilatarse, después de un lapso contestó:
     —Sabe, no tolero esa idea, no creo que los objetos estén en algún lugar lejano, en una suerte de campo Elíseo, no quiero pensar en ello…Y sé, ufano, que lo que se crea en este mundo no es simple copia de aquel otro.
     En ese momento miró azorada el cuarto contiguo. La sensación de empatía me hizo seguir su mirada. La posó con rapidez, algo le hizo desistir. 
     Comencé a pasear por la antesala, quise articular más argumentos. No pude, su ser mismo transmitía fascinación. La tarde se deslizaba en tintes de arrebol. Ella jugaba con su pelo al igual que con pétalos de jazmín. Suspiró. 
     —Prueba de ello —continuó— es el dragón que dibujé semanas atrás, usted no me creerá pero está tan vivo y tan fiel, encerrado en ese cuarto. Lo he tenido así sólo por precaución, ya sabe que lo desconocido aterra. Siempre me han fascinado las figuras del oriente, considero son más ricas en simbolismos que las del decadente occidente.
     Tuve que sonreír por su argumento, traté de hacerle ver con mis gestos faciales que entendía su broma. No supe cómo actuar; algo me impulsaba a averiguar si lo escuchado podría ser cierto, una suerte de escepticismo me impedía tomar una resolución; sin embargo, pudo más mi curiosidad. Le dije: iré a verlo.
    Me sentí mareado, la cabeza me dolía; avancé cauteloso al cuarto que no distaba mucho. Toqué la manija: ese objeto frío y conjetural que ahora me descubriría tal vez enigmáticos saberes. De un giro cedió sin dificultad,  estaba a oscuras. Escuché sonidos que no acerté a precisar, descubrí que había alguien encerrado. Busqué el interruptor para saciar toda la curiosidad que hasta ese momento obraba de tal manera que me consumía el corazón. 
     Al encenderse, la luz me dejó ciego de forma breve. En la esquina un animal se contorsionaba para no ser visto. Oculto entre los diversos objetos del cuarto, halló refugio bajo una mesa de madera podrida. Degustaba, carcomía un hueso oblongo. Me miró, en sus ojos hallé decisión y furia. Supe que no habría escapatoria. Alcanzó una de mis piernas, horrorizado traté de desasirme. Ninguna de mis exclamaciones lo detuvo. Mi vecina dijo algo y calmó al animal. Caminé como pude hacia ella.
     —Dada su condición actual deberá sentarse, necesito que se concentre. Lo voy a pintar, así se salvará—.
     El entorno se llenó de profundo olor a Hachís. Reí como idiota. Traté de no moverme, ella se notaba segura en los trazos. Palidecí. Todo comenzó a perderse en puras formas. 
     Desde mi cuarto redacto estas líneas, confesión de alguien que quiso saber y se encontró con lo ignoto. Frente a mí se encuentra la pintura nueva. Espejo de mí mismo. Las rayas negras contrastan con el amarillo. Alusión al ya casi olvidado sol.


lunes, 17 de abril de 2017

Tinta Octarina: Especial Terry Pratchett (Parte 4)

Por: Osvaldo Miranda

 Buenas noches tertulianos, hoy les traigo más Terry Pratchett en #TintaOctarina

Ya les platiqué un poco sobre los arcos argumentales dentro del universo de Terry Pratchett. Pues bien, uno de dichos arcos está dedicado al cuerpo de policía de la ciudad, la guardia de Ankh-Morpork. Las novelas de la guardia son policíacas. Hay crímenes, asesinatos, conspiraciones, secuestros, robo de identidad, extorsión, referencias a películas muy conocidas (Pulp fiction, Dirty Harry, Blancanieves, Dumbo...), conflictos raciales, choques culturales... y para enfrentarse a todo ello, la guardia tiene tres hombres: el alcohólico capitán Vimes, el perezoso sargento Colon y el probablemente-no-humano cabo Nobby.

La situación no pinta nada bien. Ya nadie respeta a la guardia, ni siquiera sus tres miembros se toman en serio. No solamente deben hacer frente al crimen, que está demasiado organizado (tienen incluso gremios), sino que además deberán enfrentarse a un dragón. Hasta que llega un nuevo recluta: el aspirante a guardia Zanahoria, que es un enano. Un enano que mide más de dos metros de altura y tiene la forma de un triángulo invertido: empezando con hombros anchos y bajando hasta tobillos delgados. Así, este peculiar cuarteto se las ingeniará para mantener a salvo la ciudad del ataque del reptil.

Algo que me gusta particularmente de este ciclo es que la guardia evoluciona notablemente a lo largo de los libros. El capitán Vimes es quizá el personaje que más me gusta. Es un "poli a la antigua", receloso de los buenos modales y prácticamente en contra de todo pasatiempo que no involucre golpear a unos cuantos cabrones de noche y metido hasta las rodillas en barro maloliente. El resto de los personajes también me resultan muy entrañables, empezando por el aspirante a guardia Zanahoria. Zanahoria es un caso excepcional, no les puedo contar mucho para no echarles a perder la lectura, pero les puedo decir que amarán ese personaje.

Les recomiendo que comiencen leyendo ¡Guardias! ¡Guardias!, ya después hablaremos de la siguiente novela del arco: Hombres de armas.

La siguiente entrega les hablaré de la saga de la Muerte. Mientras, compren (o descarguen) ¡Guardias! ¡Guardias! y hagan el juramento.

miércoles, 12 de abril de 2017

Tinta Octarina: Especial Terry Pratchett (Parte 3)

Por: Osvaldo Miranda

A petición del público tertuliano, les voy a hacer una pequeña recomendación y unas cuantas aclaraciones para que puedan empezar a leer a Terry Pratchett.

En esta imagen pueden ver las novelas del Mundodisco, están en orden de publicación en el sentido de las manecillas del reloj, comenzando con The Color of Magic y también están clasificadas por arcos argumentales, que son las líneas curvas que los unen.

Les explico brevemente qué son los arcos argumentales.

Las más de 40 novelas del Mundodisco no llevan una secuencia totalmente lineal. No son una saga, pues, en el sentido de primero va el primero y después el segundo, etcétera. Básicamente hay dos maneras de leer estos libros: en orden de publicación, del más viejo al más reciente; y por arcos argumentales. Yo prefiero la segunda. (En realidad el método que yo utilizo es el que consiste en conseguir lo que pueda de Pratchett y leerlo)

¿Qué son los arcos argumentales? Son los conjuntos de libros que están unidos por algunas características en común, como los personajes (sobre todo los personajes), los temas que trata y las historias previas. Por ejemplo, está el arco de la Guardia de la ciudad, que trata de las aventuras de los "hombres" que la integran; está el arco de la Muerte, que nos habla de las ocurrencias de este personaje; el arco de las Brujas; El de los dioses menores; etcétera.

Yo recomiendo comenzar leyendo la saga de La guardia o la de La muerte. En el primero de La guardia se titula: ¡Guardias! ¡Guardias! Del cuál profundizaré en la siguiente entrega de #TintaOctarina

jueves, 6 de abril de 2017

Poesía: Nadie aquí (el hombre más solo)

Por: Norma Barroso

Mikael Bourgouin


Siete gotas de sudor acompañan
 mi peregrinar dentro del barro,
hundido hasta las rodillas
en mis talones del tártaro caricias
por los labios de demonios alados.
Nacido en un mes lluvioso
el agua derritió mis párpados
nacido sin indicios de poseer ojos
pero ciego, nunca jamás fui
al contrario, puedo ver,
que no hay nadie aquí.


De las luces multicolores crueles
que azotan mis trágicas mejillas,
del murmullo de la marcha fúnebre
que orquestan los insípidos payasos
de las risas tiernas de los ancianos
la incredulidad necia de los niños
los hondos bostezos de los simios;
del canto amargo de los leones
el viejo mago incendiando flores
o el río de aplausos desbordado
de todos ellos puedo ver
que estoy solo, yo aquí.


A veces, recorriendo las calles
de esta gran ciudad de espejos
 mi rostro golpea las aves,
mi rostro reventado en los azulejos
mi agónico rostro, también es tu rostro
mi rostro, en el reflejo de otros rostros
llevan a cuestas sus propias tristezas
todos ellos perturbados, iguales a mí
mas ninguno es yo mismo, 
sólo vanales deseos de mirarme 
en el cimiento de otros suspiros;
bien sé, que estoy solo aquí.


Silencio...


Y luego el eco de la penumbra me rodea
en medio del gris y salvaje desierto,
destellos de estrellas latiguean
mis encorvados muslos abatidos,
besando tumores de mi rostro aflijido
la borracha luna sonríe siniestra
en lo negro del aire, mi negra silueta,
las voces de plácidas luces fugaces
rumores helados, espectros de farolas
me colman y hieren, me aman distante
perpetua fantasía tu presencia senil
Estoy solo yo sin ti.

 No, no hay nadie aquí.



https://youtu.be/I4UWQnzuRg8