Por: Antonio G.
Pierre Auguste Renoir-1886. Landscape with Trees
Viajó al
futuro sin intención de decirle a nadie, sin intención de cometer lo que quizás
otros harían. Subió los peldaños que tenía que subir y se acomodó donde
debía de hacerlo. Miró hacia el cielo mientras se colocaba el complicado
aparato, que no fue hecho por él, alrededor de la cabeza.
El
cuerpo del inventor yacía inerte ahí debajo. Se encontraba extendido sobre la
tierra indiferente que se tragaba la sangre como boca deshidratada que prueba el
agua después de días sin una sola gota. El creador lucía despreocupado. Lo
estaba. A los muertos les da igual lo que los vivos hagan.
De
soslayo veía el espectáculo. No sentía arrepentimiento, sino más bien una duda
creciente pues no sabía cómo determinar con exactitud la fecha a la
que quería viajar.
El
aparato seguía a la espera de las indicaciones. A los diez minutos se le
ocurrió. Lo dijo en voz alta. Entonces todo se esfumó y vivió un presente
etéreo, escuchó todas las voces, vio el asesinato, miró los pensamientos, el
cuerpo del inventor levantarse, sintió el golpe, cayó en coma.
Un
espacio negro.
Despertó
donde había pedido.
Doscientos
ochenta y cinco años después, unos ojos que no le eran conocidos y unas manos
que parecían herirle la piel, una boca rosa, nítida, unos labios suaves, como
esponjosos, dulces cabellos que resbalaban. Ella lo hizo.
Escuchó
la pronunciación: fue lenta, disfrutó cada letra, armó sílabas, amó las
consonantes y las vocales de su nombre, los diptongos que se formaban en los
apellidos. El instante de todos los instantes. Quiso aplaudir, llorar, gritar
de gusto. Después de eso, el mundo se olvidaría completamente de él. La
partícula ínfima se eliminaba por completo, Dios daba el golpe contundente y lo
borraba de la historia. Era su último instante en el mundo, la muerte final: su
nombre había sido pronunciado por última vez.
Después
ya no había nada. Después sólo la vida.
Todo
había terminado.
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