sábado, 22 de abril de 2017

Literatura: El comandante aprende a hablar (relato)

Por: Carlos Alberto Morales Muñoz


 


A Alejandra Lara:
Que tu vida sea un reflejo de tu alma.
Puta.


Toc, toc.
Alguien llama a la puerta. Alguien te busca.
El correr de las persianas permite que una luz tenue pero constante se filtre en tu habitación.
Respiras. Luz. Respiras, luz. Respiras luz.
Tus párpados parecen absorberla y fungir como nuevo vitral.

Un rojo intenso llega a tus ojos. Rojo carne.
Respiras.
Una voz llama:
—…or …amor. ¿Les digo que se marchen?
Una voz. Esa voz. ¿Hace cuánto no la escuchas?
Abres los ojos. Observas la habitación con detalle.

Toc, toc.

Al levantarte, un crujido de colchón resuena en tu cuarto. Un cuarto apenas ocupado.
Frente a ti, un espejo. Te miras en él.
—¡Oh, querido! ¿Cómo han pasado los años, no es cierto?
En tu pecho desnudo notas un lunar, una verruga. Pecas cerca del cuello. Acné en tu espalda.
Una barriga flácida y arrugada cae y se detiene ante el pantalón.
Te miras. Ese eres tú. Ese era yo. ¿Quién eres? ¿Quién soy? ¿Hace cuánto no escuchas esa voz?

Toc, toc.

Es verdad, el culto. Es verdad, la revuelta.
Unos brazos cansados se arrastran. Unas manos grises, sin vida, agrietadas, abrochan los botones de la camisa. Colocan el cinturón, las botas de combate, el parque en tu espalda, el pasamontaña en tu rostro. Una gorra y una pipa terminan el atuendo. ¿Quién eres?

Al abrir la puerta, una muchedumbre, con trajes similares al tuyo, te recibe. Se distingue una tonalidad: una piel gastada por el sol, morena, quemada, cubierta por chalecos antibalas y pasamontañas. Todos firmes. Todos saludan. Ninguno habla.
Ni una sola voz. ¿Hace cuánto…?


Las claves y signos de mano son lentas.
“Comandante, buenos días”. Sin respuesta.
“Comandante, lo recuerda, ¿verdad? Sabe lo que debe hacer, ¿cierto?”
Sus manos temblorosas revelan inexperiencia, juventud, temor. Asientes una sola vez. Y caminas.
“Señor, todo está listo. Esperamos sus órdenes”. Pero tus ojos cansados no siguen tanto movimiento, tanta secuencia. Ojos rojos, de insomnio, de llanto guardado, de soledad desbordante.

Subes a tu caballo, prendes tu pipa y comienzas tu viaje.

Toc, toc.

Llegas a la plaza, donde un sinfín de gente se reúne. La tarima está puesta y todos la rodean, se alborotan a su lado, la buscan, la pierden; extienden sus manos hacia ella, hacia ti.
Al subir, comienzan los aplausos, los zapateos, pero nadie grita. Ni un solo silbido cruza por el aire.
Una cámara apunta hacia ti, se prepara para seguir tus gestos, para comunicarle a un pueblo exhausto sus órdenes, tus órdenes.
Un reflector te apunta. Luz. Respiras. Luz…
—Amor, ¿me recuerdas?
El ardor en tus ojos no te permite abrirlos del todo. Tu visión, borrosa. Tus manos, temblando. Tus labios se agitan. ¿Quién eres?

Un día, no hace mucho, habrías aceptado esto. Dirigir, guiar, luchar.
Pero el tiempo pasó rápido, ¿cierto? Nos desgastó. Cronos devora a todos sus hijos, incluso a ti, incluso a mí.
Un día eras Artemio, Artemio Cruz. Al otro, Marcos.
El comandante que habría de dirigir al pueblo rebelde.
Pero hoy, en el ocaso de tu vida, con la edad sobre tus hombros, ¿qué más puedes hacer?
Tus labios tiemblan.

Toc, toc.

Con señas difíciles, pides un micrófono. Aunque desconcertados, obedecen. Siempre debía haber uno, de ser necesario. Tú aún no habías tenido oportunidad de hablar.
Tomas el objeto, preparas tu voz. ¿Quién eres? ¿Quién eras? ¿Quién era ella?

Toc, toc.

Cada mañana, Marcos nacía. Cada noche, Marcos moría. Ese era el orden de las cosas.
A veces tomaba más tiempo, a veces menos.
Comenzaba con el tocar de la puerta, terminaba con una bala. Así era.
Esta vez eras tú. Mañana, sería Marcos. Otro Marcos. El mismo Marcos.
—¿Les dirás la verdad, amor? De quien eres, quien fuiste, quien soy.
La recuerdo bien. Recuerdo su sonrisa. Recuerdo la manera en que sus ojos brillaban cuando reía. A veces, al hablar, su voz desentonaba. No podía pronunciar la “x”, ni mantener una conversación fluida.
Su cabello, negro. Su cuerpo, frágil.
Solía decir muchas tonterías. Molestaba todo el día con temas vacíos. No paraba. Pero, de alguna manera, todo ello la envolvía. Todo giraba a su alrededor. El aire se alegraba al recorrerla.
Y, ahora, el aire grita su ausencia. Cada mañana imaginas su voz. Lo primero que dijo. Lo último.
“¿Les digo que se marchen?”



Toc, toc.

Y por fin dejas de golpear el micrófono.
Una voz quebrada, inocente, ingenua, comienza a surgir. Pide a gritos escapar. Pide salir de la prisión que la encerraba. Y tú le exiges que lo haga, que se esfuerce, que luche, que se libere. “Esfuérzate, maldita sea. Sal ya, que me están esperando, que llevas tiempo oculta, que me fallaste cuando te necesitaba y hasta ahora te dignas en despertar”.
Y por fin, hablas.

¿Ella se fue? ¿Ella murió? ¿Hay diferencia?
La última vez que la viste era quizá la primera vez.
Llevaba una blusa blanca con azul. Su cabello lacio. Sus jeans, y unos tenis caros.
—¿Me extrañaste? No me digas que te tomó tiempo recordarme —y reía.
—Sabes, me voy a casar. Vine a decírtelo de frente. No quería dejarlo así. Irme así, sin más.
—Perdóname, por todo. Nos fallamos mucho el uno al otro. Perdón.
Fue entonces que ocurrió. El colapso. El fin del mundo. El fin de la voz.

Enloquecidos, sin poder comunicarse, los hombres luchaban entre sí.
Turbas enardecidas saqueaban los locales, incendiaban automóviles, mataban, apedreaban a todo aquel que pudieran.
La protegías. Corrieron a donde creíste seguro. Se escondían de todo. Se escondían de sí mismos.
Pasaron tres días y todo seguía igual. El pánico no se calmaba. Oíste pasos, golpes, pasos, golpes…
Ella te sonrió. Una chispa se activó de repente en cada hombre. Un instinto había vuelto.
Así fue que ella te habló
—¿Les digo que se marchen?
Y salió, y murió, en manos de gente que ya no sabía por qué seguían matando.

Y tu voz salió:
—Hace mucho tiempo, una persona pregonaba “Quiero hacer posible un mundo, donde yo pueda ser yo, y tú puedas ser tú, sin que esto esté en conflicto”. Y no lo logró —tosiste—. Hoy, esas palabras dulces suenan duras y difíciles. Yo y tú estamos más en conflicto que nunca. No podemos coexistir. Porque lo que yo quiero, es ir contra una voluntad impuesta. Y lo que ellos quieren, es seguirla —sangre—. He aquí mi mayor acto rebelde, hablar y gritarle al mundo que Dios ha muerto, “Deus lo Volt” será sólo un mal recuerdo para las siguientes generaciones —roja—. Todos perdimos a alguien, y todos queremos venganza. Pues heme aquí, mi venganza fue hablar cuando pude. Obedecerlo fue mi rebeldía —sangre—. Márchense. Peleen. Den su vida por mí. Yo la he dado por ustedes.

Y dicho esto, caíste. La incredulidad que provocó escuchar una voz fue tal, que nadie notó el estallido de un disparo. Nadie captó al agresor. Se vio solamente el brazo, tatuado con “Deus Vult”.

Ya en el suelo, con tus ojos viendo al sol, comenzaste a imaginar: ¿qué habría pasado si hubiera estado ella aquí?
La gente comenzó a correr. Los altos mandos de la rebelión retiraban un cuerpo, aún vivo, del escenario. Unas señales decían “Quítenle el vestuario y dénselo al siguiente”.

Entonces, ¿quién eras? ¿Quién soy? ¿Hace cuánto que no escuchas su voz?
Alejandra… con que así se llamaba.
Un último suspiro salió del comandante Marcos.
—Alejandra…

Tú y yo morimos.

A la mañana siguiente, una puerta fue tocada. El comandante Marcos nació.

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