domingo, 7 de julio de 2019

Literatura: El secreto de Alicia (relato breve)

Por: Damayanti Zepeda    




Alicia se sentó en la mecedora de su jardín, tenía los ojos humedecidos y la nariz roja, los labios le temblaban ligeramente e incluso desde donde estaba era capaz de distinguir ese nudo en la garganta, que yo jamás podría desenredar, y que terminaría por matarla. 

Allí estaba ella, presentándose a nuestra cita diaria, en el jardín más espléndido del mundo, a la hora en la que el sol es omnipresente. No nos escondíamos de nadie, a pesar de que su esposo era un troglodita celoso nunca la molestaba en el jardín, estaba seguro de que las enredaderas frondosas y los rosales espinosos eran suficientes para que nadie pudiera ver a su hermosa y triste esposa. 

Ver a Alicia era lo que más me gustaba del día, porque verla era como contemplar una tormenta a través de una ventana, era como sentirse seguro ante lo más terrible, ante lo más monstruoso. Ni diciendo esto creo que puedan imaginarse la impotencia que sentía cada que la veía llorar, mientras aguantaba las ganas de gritarle al mundo su desdicha, con la cara magullada a golpes y las uñas mordisqueadas hasta el exterminio. 

Varias veces le planteé la posibilidad de fugarnos, de dejarlo todo para ir en busca de algo más; yo estoy acostumbrado a eso, a ser libre, y era libertad lo único que tenía por ofrecerle, sin embargo, por más que alegué, que supliqué, Alicia siempre hizo oídos sordos a lo que le decía. Al principio su actitud negligente me irritaba, me daba asco, pensé en dejarla muchas veces, pero la forma en que me miraba, como los niños se maravillan con los leones la primera vez que van al zoo, me inspiraba una ternura inefable, de esa que solo inspiran los desamparados, que me hacía volver todos los días para acompañarla en sus pocos minutos de tranquila y dulce felicidad. 

Alicia me quería, a pesar de ser ansioso, torpe, frágil y pequeño, me quería, podía notarlo en sus silencios. A veces era mejor no acercarme demasiado a ella, su tristeza era contagiosa y la volvía irritable, así que me conformaba con mirarla de reojo desde el granado, mientras fingía juguetear con las flores de un naranja precioso. Otras veces, a pesar de estar exhausta, se la veía tan serena que me acercaba tanto a ella que se paralizaba de los nervios y aguantaba la respiración para no romper esa delicada burbuja mágica que nos envolvía. 

Una vez, de las muchas que no podré olvidar, un mal golpe la puso muy enferma, tanto que no podía ni salir de la cama, así que lo único que me quedaba era acercarme a esa violenta madriguera que tenía por casa. Escondido entre la vegetación del jardín, observé la rutina de su esposo, un hombre quisquilloso, con un horario estricto; en tres días pude determinar perfectamente a qué hora salía a y llegaba de trabajar, a qué hora espiaba a Alicia con desasosiego y cierto rencor y a qué hora se sentaba a ver la tv, seguro de que ella estaba tan adolorida que no podría ni pensar en dejarlo sin quejarse. Eran esos ratos, en lo que él bajaba la guardia, los que aprovechaba para visitarla, no podía entrar a su cuarto, por supuesto, pero la saludaba desde la ventana que daba a su habitación y que siempre tenía la cortina ligeramente descorrida. 

Seguí esta rutina por algunas semanas, conformándome con la sonrisita que ella me dedicaba cuando me veía, hasta que un día lo único que encontré fue una cama minuciosamente tendida. «Se ha escapado, se ha ido… no importa, ya nos reencontraremos después», me decía a mí mismo con esperanza, pero algo en su forma deliberada de irse, incongruente con su mansedumbre, me inquietó. « ¿Dónde está?, ¿dónde está mi querida Alicia? », me preguntaba. 

Visité otros dos días el jardín, espiando a través de las ventadas de la casa, sin preocuparme por pasar inadvertido, pero no tuve éxito. El tercer día deseé no haber vuelto, podría haber vivido eternamente con el recuerdo del amor de Alicia, creyéndola libre y contenta, aun sin verla; pero ese día me supe muerto cuando, después de muchos “ruega por ella y por nosotros”, cargaron el ataúd en la carroza fúnebre y llevaron a Alicia hasta el panteón viejo, donde la enterraron junto a sus padres. 

Observé todo desde lejos, oculto entre los árboles, nadie podía verme, nadie debía saber que Alicia me amó, no quería manchar su reputación, además, esas personas ojerosas y grises, que no se preocuparon por ayudar a Alicia y que le daban la mano y el pésame al ahora viudo, no merecían saber nuestro secreto. 

Después de un tiempo, cuando todos se marcharon, pude acercarme al sepulcro que guardaba el cuerpo corrompido de la mujer que amé; tenía apenas 28 años, pero su falta de decisión le había merecido una muerte vergonzosa. Habríamos sido felices, muy felices, estoy seguro. Me desmoroné sobre la tumba, intentando escuchar el latido de su corazón inerte, y allí me quedé hasta que empezó a llover, no me importó mojarme, no quería levantarme y no pude; nadie volvería a separarme de Alicia nunca más. 

Al día siguiente la hermana de Alicia, acompañada de su pequeña hija, me encontraron allí tendido y sintieron lástima. 

¡Oh, un colibrí! exclamó la niña, mientras se cubría la boca con sus manitas regordetas. 

Pobrecito…, creo que está muerto, seguro fue por el frío de anoche. dijo la hermana de Alicia; tenía razón, esa fue la noche más fría de mi vida.




4 comentarios:

  1. Para muchos es incomprensible como una mujer es capaz de llevar esa vida de sujeción, abuso qué es lo que hace que continúe hasta desaparecer, su pequeña hija, los valores mamados en la familia, "el miedo a la libertad" presente pero tras el cual se oculta un largo período de adoctrinamiento...

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  2. Para muchos es incomprensible como una mujer es capaz de llevar esa vida de sujeción, abuso qué es lo que hace que continúe hasta desaparecer, su pequeña hija, los valores mamados en la familia, "el miedo a la libertad" presente pero tras el cual se oculta un largo período de adoctrinamiento...

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  3. Uffff, que hermoso relato. Fascinante.

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