Por: Alan Crispo
Por la mañana
temprano despertó a su huésped y logró persuadirlo, esta vez no sin alguna
dificultad, para que lo acompañase a su estudio llegado el mediodía, y así
poder verificar juntos algunas anotaciones y papeles en los cuales se veía
absorto hace algunos meses. La realidad es que existía cierta benevolencia que respondía
a un compromiso mutuo pero tácito. De igual manera, algo análogo al tedio había
en esa voluntad; quizá ninguno de los dos sentía el alivio de ser lo
suficientemente hospitalario. Quizá la trama de las grises llanuras y los
grises horizontes de aquellas latitudes, infundían en los ateridos
comportamientos, algo de temor en parecer ingrato.
El pedido no
resultaba extraño, si no exagerado. Instantes después, con lentos movimientos y
ya solo, el huésped dejó la cama para llegar a la bohardilla de la habitación y
así retomar y notar la cíclica historia de cómo es que la sangre da vida. La
pesada mirada, como siempre, obedeció al mismo punto, quizá a los mismos árboles,
o incluso a las mismas ramas.
Esta vez resolvió
no desayunar para poder concluir la tarea de redactar las últimas páginas del
primer capítulo de un ensayo sobre la física de Planck, ligado a vagos
comentarios. Acaso no sospechó que desayunar, horas más tarde, sería en vano.
Poco pudo escribir
al no poder pensar, nuevamente, en otra cosa que no fuera su hermano. Su
desventura lo amortajaba. Lamentaba con carne y huesos el no haber corrido él
mismo aquella suerte. La indulgencia aún les permitía unirse, eventualmente, en
el inextricable recuerdo; llevaba con vanidad o recelo la sensación de que
nadie pudiese modificar lo que él recordaba de su hermano. Precariamente,
estaba resignado al exhausto don de pensar y a la exhausta realidad. El olvido
le confería, por qué no, algún descanso.
Luego de unas horas
de merodear en la habitación y de haber ensayado no más que unas cuantas pobres
líneas, dejó la pluma y se volvió nuevamente hacia los inmutables árboles. Puede
haber sido que aquella insistencia resultara ser una forma de la nostalgia.
Al fin decidió
dirigirse al estudio del hombre que lo alojaba, aunque todavía no era la hora
pactada, quizá estaría disponible y podrían agilizar la tarea. Sin más, poco
importaba la puntualidad.
Recorrió los
amplios pasillos de la casa hasta llegar, luego de ver repetirse una y otra vez
las idénticas puertas a sus dos lados. Golpeó suave la antigua madera; insistió
y llamó a su compañero, pero tampoco hubo respuesta. Golpeó una vez más y
escuchó una voz, algo difusa pero estentórea, que se reverberó por los
pasillos. No hubo razón para que aquello lo inquietara, pero lo hizo. Por un
momento lo creyó un pedido de auxilio y pronto estaría bajando las
interminables escaleras. Nuevamente sonó la voz que parecía conducirlo hacia el
sótano, al cual nunca había entrado. El trayecto quizá excitó su imaginación y
se preparó para ver sangre derramada. Vio y recordó la puerta del sótano al
llamar algo agitado:
—Señor McGraw, ¿Está ahí? ¿Se encuentra
bien? ¿Necesita algo de ayuda?
—Sí, aquí estoy. Entre por favor.
El huésped giró el
mellado picaporte y entró con cautela bajando casi a tientas las escaleras del
sótano. La débil luz y las sillas alrededor de la mesa le hicieron creer que el
señor McGraw llevaba, allí sentado, horas sin mover los ojos.
Antes de que el
huésped terminara las escaleras, McGraw se reincorporó levantándose:
—Lamento haberlo angustiado, el ruido de
las escaleras se escuchó en toda la casa. —al
fin lo miró y sonrió—. Si no gritaba nunca
iba a oírme. Distinguí que llamó a mi estudio, ese sonido puedo descifrarlo
hace años.
—Sí, pensé que quizá había ocurrido algo
grave.
—Para nada —respondió—. En fin, como tenía la mayoría de los escritos
aquí, creí conveniente trabajar en este lugar para no cometer errores al
mezclar papeles.
McGraw comenzó a
ordenar carpetas y amarillos manuscritos con desdeñosa caligrafía. Algunos
pocos se encontraban algo ajados en un escritorio que las distracciones
cotidianas olvidan. Al lado, unos muebles astillados. Observó unas hojas, una
por una y dio con la que buscaba.
—Señor Bradley, disculpe mi incorregible
incumbencia, pero al despertarlo no pude evitar ver, al menos un poco, unos
escritos sobre Planck, ¿Cierto?
—Así es, hace días que no logro avanzar.
—Ya veo. Pues, recordé que tenía unos
ensayos de un viejo amigo, ya no importa quien, que quizá sean de su interés. A
mi gusto, no me desagradan, pero los considero un tanto…Débiles, si puede
decirse.
Bradley no se
interesó o fingió no interesarle, pero asintió sin decir nada. Miró a su
alrededor las paredes teñidas de humedad, las esquinas llenas de penumbra. Creyó
estar en un lugar que ya no era esa casa. Recordó los sótanos cerca de West
Lancashire, ya lejanos en su memoria, con sus frías herramientas de campo.
Lentamente se sentó en una de las sillas. McGraw seleccionaba y descartaba
hojas sin mirarlo a la cara. Había lapsos en los que probablemente ninguno de
los dos lo hacía. El segundo quizá no lo hacía por timidez. De tanto en tanto
le concedía, con su pesado acento, algunos pasajes poco significativos en voz
alta, y los acomodaba meticulosamente a un lado de la mesa. Bradley de a poco
comenzó a notar que el encuentro no tenía objeto; comenzó a notar que el otro
estaba inquieto, pero continuaba:
— “He entendido que las percepciones,
sensaciones térmicas, sensaciones musculares, sensaciones auditivas, tienen un
valor sideral. Todas las palabras que pronunciemos, todas las aguas que
toquemos, junto a los más ínfimos sonidos o detalles, implican segundo a
segundo a los astros” —hizo una pausa y
prosiguió líneas más abajo—. “Las paredes no
son menos desconcertantes que el universo”.
Al escuchar lo
último, Bradley lo miró. Sintió una suerte de terror y milagro. Hace instantes
reparaba en las viejas paredes de un sótano. Ahora, sin saberlo, el otro
condujo a las paredes. Las sintió como se puede sentir la muerte: una
revelación. La coincidencia casi lo abrumó, pero la supo descartar. Quizá
McGraw pudo intuir la mirada dirigida a las paredes o quizá el azar o el destino
ocurrió así. Sin embargo seguía:
— “Las discordias se volverán de un modo
imperceptible, por instantes nada más, en exactas armonías”. Este renglón tiene
una linda cadencia sonora. —agregó.
—Puede ser —replicó
sin entusiasmo.
Bradley no tardó en
percatarse, también, de la última frase. Parecía oprimido por las confluencias y
el universo. La asoció a las últimas escasas gotas que, luego de las lluvias, penden
de los árboles y se escuchan sobre los silenciosos tejados. Pensó nuevamente en
las paredes. Pensó quizá en cómo es que las circunstancias pueden entrecruzarse
con la interacción de los hombres. McGraw continuó leyendo:
— “¿Qué nos quieren mostrar los sueños? ¿La
similitud con la realidad?
¿Hacernos entender
que esto también podría ser un sueño?”. Un buen intento para apoderarse uno de
algunas cuestiones que no podemos entender —sugirió
en un modo airoso.
Hubo un silencio y
Bradley contestó:
—Puede ser considerado, es cierto.
Ésta última no le
llamó la atención, pero las cavilaciones al respecto lo atemorizaban. Ciertamente
había alguna íntima relación con las demás líneas. Sin embargo, nada seguía
teniendo objeto. Algunas cosas suceden como si otras distintas no hubiesen
podido suceder nunca. Súbitamente, McGraw dejó las hojas y lo miró fijo. Le
infundó que las lecturas eran un mero pretexto y un adorno oculto con otro propósito.
El otro no le entendió pero pensó que había tenido razón. McGraw, sin
pormenores, aventuró su tema; le mencionó la muerte de su padre, que en 1937,
era empleado en un banco en un pueblo de Rutland. Con severidad le dijo que al
cabo de años creía saber quien lo había asesinado. Dijo, además, que él mismo
había dado muerte a uno de los asaltantes de ese día. Un tal Hubert o Haubert. Para
ese momento ya no había más que decir. Bradley estaba pálido y ya no lo miraba.
McGraw probablemente quiso hacer sentir miserable al otro; hacerlo sentir que
hayan posibilidades de que todo su entorno, próximo y remoto, fuera un sueño.
Nunca supo si tuvo éxito de ocasionarle tal vértigo, pero anhelaba que ese
fuera su último pensamiento.
Bradley, ya roto, no ofreció resistencia y admitió
con un honor que falseó:
—Yo lo hice. Fui yo. Ahora espero lo que debo.
Para entonces McGraw ya había sacado el
revólver de un abrigo. Se apartó unos pasos y disparó tres veces. Sintió, tal
vez, lo que sienten las personas que no frecuentan ver un muerto. Pero eso no
le importó.
Muy padre relato.
ResponderBorrarMuy bueno en verdad. Felicidades Alan!
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