jueves, 18 de febrero de 2016

Literatura: Reescribirse (cuento)

Autor: Henry Castellanos




Caminando por senderos luminosos y hermosos, me tope con la razón; ésta me decía que no siempre que se camine mucho, se llega a un lugar, quizá sólo te perdías. De repente escribiendo me encontraba. Una lata de cerveza y un cigarro me hacían compañía. Quise encontrarle similitud a estas dos situaciones, pero de inmediato me hallé junto a una mujer de belleza corriente y algo simple, pero de personalidad singular. Estaba sentado en el pasto con ella, mientras conversábamos de aquellas personas que suelen ser egoístas con todo y con todos por haber adquirido como prioridad cosas triviales y de daño personal.
Espabilé y estaba frente a una estatua de rasgos y facciones que se me hacían familiares. Al parecer era yo unos años más allá de donde estaba en este momento. Su placa decía: «gran idota nacional, para nada valorado y de vida confusa», -¿quién carajos le hace un monumento a alguien ignorado?-.
No entendía en absoluto lo que pasaba. Quizá era un sueño, pero todo transcurría tan real, como un día cotidiano, aunque nada de cotidiano tuviese.
Quise gritar pero me hallé en un lugar muy silencioso, de estructuras gigantescas y hermosas, como en madera. Las personas aquí leían dedicadamente, como si se tratase de algo de vida o muerte, como si dejando el libro a un lado su mundo se fuese a terminar, dejándolos en desgracias -pude notarlo en sus miradas que bailaban de un lado a otro bajo el ritmo del texto-. Traté de preguntarles de qué se trataba todo esto, dónde estaba, pero mi voz no existía en este lugar, sólo el pensamiento.
Cerré los ojos, y al abrirlos me situaba en una calle muy estrecha, llena de personas que se chocaban entre sí, y entre más lo hacían, más levantaban su frente como orgullosos de algo.
¡Bum! Ahora estaba en un lugar de rostros sonrientes, felices aunque llenos de lágrimas. Al fijarme con atención, en sus espaldas habían mujeres apuñalando sus costados, sus corazones, los escupían e insultaban. No entendía, estos hombres regresaban a ellas con la excusa de que importaba sólo el ser feliz y no el dolor. Se tapaban bajo la hipótesis que decía: «lo que importa es el querer hacer y no el deber hacer». Lo entendí, todo esto no era más que un museo de mi vida, una vida que quise cambiar y no tuve el valor de hacerlo. Puertas que permitían el paso a la alcoba donde se exhibían las pinturas de un mundo de sufrimientos, de un sitio donde reinaba el masoquismo, la superioridad de un ser ínfimo, las manías de un hombre agobiado, los placebos de alguien capaz de resolver problemas ajenos a los suyos.
La ultima habitación que visité, era una de gran espacio y totalmente blanca. Recorrí la habitación y descubrí que ésta no tenía paredes, sólo una pequeña mesa donde había suficiente papel y tinta.

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