Por: Berenice Barragán.
Estimado Dimitri G.
No admita que ninguna vez ha pasado por su mente la vana idea de poseer algo, un reluciente instrumento musical, un buen libro de literatura francesa, alguna excentricidad del bazar de antigüedades, el sombrero de la tienda Europea, e inclusive el amor de una mujer, este último intangible, que acosa al ser humano desde su existir. Si en este preciso momento recuerda a la señorita Elena, sabe a lo que me refiero.
El amor, concepto que abarca emociones, sentimientos, donde la razón en ocasiones se ve adormecida por el cántico del “corazón”. Es más probable que adquiera aquel espejo viejo ovalado de valor incalculable que la complicidad del ser amado.
En ocasiones nos torturamos ante sentimientos que deseamos sean correspondidos de igual manera, como si todo individuo pereciera de una sola forma de morir.
El querer equivale a un sentir, ese sentir puede ser confundido y comparado inclusive con el deseo en aumento de una copa de gin tonic un sábado por la noche, mientras se encuentra atiborrado de pensamientos existenciales y el televisor emite una mala película de los 40’s.
Sentimientos, sentimientos, danzan por aquí, por allá, como la música que nos inunda en cualquier rincón de la tierra, dándonos un golpe en la cara de sensibilidad, doblega el pensamiento racional agolpándolo con el mínimo estado de ánimo, cobijándolo entre estelas sublimes de plena armonía, o en serios casos, de nostalgia. ¿No lo cree?
Como si el simple hecho de expresarlos reflejaran un acto puro y honesto. Es difícil separar la racionalidad, del carácter humano, por lo cual el hombre no sabe diferenciar si lo que en verdad desea no es un acto de frivolidad, de pertenencia, de infringir la soledad, o en realidad se trate de una nota musical de piano ejecutada con perfecta y absoluta precisión, causando desasosiego, vehemencia, que ha dado justo al alma, creando un inevitable colisión etérea en el interior, algo de lo que el ser humano se quiere convencer tal vez.
¿Has deseado algo con tanto fervor? No me cabe en la cabeza la menor duda de ello. Aquella vez que nos encontrábamos paseando por las calles empedradas de la ciudad, era una tarde de verano donde el aroma a pan casero traspasaba paredes, vislumbró en aquella vitrina una réplica exacta del cuadro "El beso" de Edvard Munch. Yo sé que lo que veía en él era una mezcla de fascinación y abstracción de sus emociones por el goce concebido, por la acción reflejada ante colores vivaces azulados, donde se hacia notar la locura y la pasión de dos amantes fundidos en fuego, en una noche fría, que lo deje contemplar con decoro.
Tardamos más de 2 horas, el tiempo paso tan rápido, yo ya había acariciado todas las portadas de los libros que se encontraban dentro de ese establecimiento, hasta el aroma me había consternado, y eso que me deleita el aroma a incienso.
Fui testigo de cómo preguntó por el precio, impresionándose e impacientándose por tener de inmediato la cantidad para poder adquirirlo de inmediato. Era costosa a pesar de su desconocida procedencia, y su opulencia por poseerla iba acrecentándose conforme transcurría el tiempo.
Viene a mi memoria cuanto disfrutaba su compañía, podríamos hablar horas, horas, el tiempo parecía no existir en determinada forma. ¡Si, lo admito!, mi inocencia hacia usted radicaba en la sublimidad que reflejaba su aura, encantadora, pacifica, que cuando paseábamos mientras me llevaba del brazo, y reía irónicamente con las ultimas noticias insustanciales de la actualidad, los días parecían no tener nombre.
Una amistad grata, próspera, transmutó mi visión hacia usted cuando lo oí hablar del encanto que irradian los girasoles, sobre el fascinante placer de leer en un campo rodeado de esas florecillas majestuosas como el astro rey. Qué si algún día nos aventurábamos a los campos de girasoles en España, que si los girasoles mostraban la vida en alguna metáfora escondida en su necesidad por posicionarse para contemplar el sol, que si en sus propiedades se encuentra la cura de la melancolía al alma.
Como no aflorar mi sentir hacia usted, ante el romanticismo elocuente que emanaba su expresión, sé que yo solo era para usted compañía grata, debido a que en su mirada se observaba la extrañeza de su querida hermana fallecida años atrás. Quizá no veía en mí una mujer para amar y con quien compartir poemas de “El siglo de oro” mientras apreciábamos el atardecer sentados cerca de las ruinas de la iglesia, la del cerro al norte de la ciudad, donde se distingue una maravillosa vista que parece no morir con el tiempo. Y dolía, dolía tanto, cuando sentados en aquella plaza me hablaba sobre la señorita Elena, sobre su ferviente deseo de hablarle al salir del teatro, de regalarle un girasol e invitarla a danzar un sábado por la noche en el salón mientras vestía su traje más reluciente, el cual solo lo usó en la exposición de arte en aquel abril, de su ardiente emoción por pasar sutilmente los dedos por su cabello castaño mirándole a los ojos mientras le susurraba apasionadamente “A una rosa” de Lope De Vega. Y dolía, como una aguja incrustada en el pecho, dolía tanto como escuchar a Leszek Możdżer mientras la melancolía adormece hasta la lengua, la lluvia inexistente golpea con frialdad el rostro y los recuerdos vienen y van, en un vaivén interminable, eterno.
Los días pasaron como centellas, el aroma a orquídeas en mi sala ya no se percibía, desfallecía la intensidad de exquisitez con la que se podía oler, moría lentamente. Por las tardes al visitarlo a su hogar esperaba aquella sumisión hacia las pláticas sobre “La divina comedia” como cuando nos creíamos Galileo ante la Academia Florentina, nos inventábamos diálogos supuestamente fundamentados para hacer referencia sobre las proporciones del supuesto infierno de Alighieri. ¡Vaya tardes! Evocábamos juntos el sentimiento hacia el renacimiento, cuestiones propiamente de esa época magnifica en ciertos aspectos.
Algunas veces diferíamos un poco en temas innecesarios como la relación de Sir. Wilde con Lord Alfred Douglas, estando yo en contra de este último debido al dolor que causo a uno de mis autores distinguidos. Otras veces cuestionábamos la frustración de Arthur Conan Doyle cuando recibió las peticiones para devolver a la vida a uno de los detectives más famosos, nos empapábamos de esa angustia por el hecho de sentirse oprimido por la sociedad. En determinadas ocasiones nos dejábamos impresionar por Doyle y su conocimiento de métodos científicos, la brillantez de la deducción, tanto que sus lecturas fueron leídas con sosiego y placer. Los poemas de Edgar Allan Poe no podían faltar, rememorábamos su modus vivendi y nos adentrábamos en su romanticismo gótico impetuoso, con su bien recibido poema Ulalume que sometía mi apreciación por las letras, llenando mi alma de silencioso gozo.
Hubo un par de veces que quedé consternada, lo admito, ante su eminente gusto de arte visual. Y ahora me parecía despreciable, por el simple hecho de que pasaba a ser permutada por un objeto inmóvil de suntuosa belleza. ¿Qué sería la vida sin el arte y que sería el arte sin la vida? Sin la sensibilidad del ojo humano para apreciarla, ni la escultura más preciosa podría ser valorada, y sin alguna manifestación artística el hombre ni conocería la poesía.
Una conjugación admisible, un equilibrio total. ¡No puedo estar peleada con el arte! Pero esto es tan intolerable. Era frustrante cuando quería discutir un poco sobre el afamado pianista que visitaría la ciudad en menos de un mes, lamentablemente en enumeradas ocasiones con un quejido interior me marchaba antes de la hora que solía hacerlo, con el vino tinto calándome en la garganta, no por naturalidad sino por la emoción previa. La adquisición por ese cuadro era su centro del universo, y los días pasaron llevándose ese olor a orquídeas de jardín de mi pieza, ni los tragos de licor podían hundir la soledad que sobrellevaba. De pasar a ser el pensamiento más predilecto, pase a ser una compañía ocasional, un espacio de distracción en lo que esperaba, marcaba en el calendario el día que añoraba para poseer esa delicada pintura. Si esta aseveración le parece absurda es porque usted mismo no conoce el sentimiento sincero, en su estado puro.
El día que me contó sobre el acercamiento con la señorita Elena, pasé toda la noche llorando en la penumbra, escuchando sinfonías melancólicas que me hundían con gracia al abismo de decadencia. ¿Una bala en el pecho? ¿Robo de inspiración, de vida, de bonanza? ¿Aborrecimiento a la poesía? ¡Síntomas del mal de amor! Qué si la pintura le parecía un retrato a la belleza e inocencia de un sentimiento hacia la mujer de su sueño eterno, es algo de lo cual trate de ocultar, de enterrar para que no me atormentase cada que veía sus mejillas coloradas al vislumbrar una silueta a lo lejos.
Mi sentimiento se desvaneció el día que compró su dichoso cuadro, no por celos o sentimientos de esa índole sino por lo que sucedió después. Estuve presente por simple decoro, por un cariño inevitable, llevó su delicada pintura y la colocó en un lugar que ya tenía destinado, las alfombras habían sido lavadas hace algunos días, las cortinas habías sido sustituidas, inclusive el candelabro había sido reemplazado por uno más antiguo, quería dar aspecto a un ambiente más Italiano, en un derroche de perfeccionismo e insatisfacción quizá porque la perla divina, como le llamaba, aún no le correspondía con la misma intensidad. Aunque es preciso confesarle que quedó perfecto y la sala parecía armoniosa ante la sequedad de mi percepción después del sufrimiento que llevaba a cuestas.
Pasaron los días, apenas se acordaba de mi presencia. Tras visitarlo cuando no se encontraba tomando el té en el lugar de siempre, llegaba sin aviso solo para observar su enamoramiento inexplicable por el cuadro. Que aunque no fuera la original, y se tratase de la réplica de la réplica de la réplica, sus pupilas se dilataban con estupor al contemplarla.
Pasó el verano, el otoño y su hojarasca se fueron con el viento del frío invierno, deje de verle por la incomodidad que ya albergaba en mí ser. En ese tiempo la señorita Elena se encontraba fuera de la ciudad por circunstancias de familia, se había ido un par de meses, mientras usted Dimitri la extrañaba con el corazón envuelto en llamas.
Por ahí me llego el rumor de que le espero con el espíritu incauto, creo yo adoraba con fulgor su adquisición puesto que veía la esencia de una emoción eterna, perfecta, una pasión desmedida por Elena en un objeto tangible. Me aleje en silencio, mas dichosa fui yo al darme cuenta de que mi ser benevolente y con acto de gallardía pedía a gritos tranquilidad a mi pensamiento embaucado en poesías absurdas y romanticismo desmedido, paz a mi alma le brinde. ¡Dios se hubiera apiadado de mí pobre alma!
Ya han transcurrido años de lo sucedido, jamás volví a hablarle mi estimado Dimitri, ya es motivo de sobra expresarle el motivo o razón, sabe bien que hasta las palabras sobran en esta humilde carta. Sin embargo tenía que escupir el dolor que llevaba como veneno por mi espíritu desde aquellos días joviales. Esta es la última noticia que recibe de mí, me casé con un buen hombre, que amo con vehemencia pero hubiese deseado que fuese usted. Bien diría Miguel de Cervantes Saavedra “Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama”.
Fue feliz con esa obra de arte hasta donde sus emociones se lo permitieron, con ese cuadro simbólico donde veía más allá de lo que la intuición lógica le permitía, ¿Un goce estático, un sentimiento plasmado donde ningún mortal lo alterara a menos de que Munch resucitase? Bebió todo el elixir de la apreciación hacia el, que se atiborro de concepciones equivocas sobre el amor. ¿Carpe Diem? Jamás lograré comprenderle, solo sé que la admiración ante la pintura radicaba en esa felicidad absoluta atemporal de dos almas, que permanecerían fundidas en un lienzo eternamente.
Me entere que se separó de aquella mujer de la que hablaba cada tarde en el cerro, aquella que deleitaba con girasoles después de la ceremonia nupcial y con quien compartía conversaciones que lo llevaban hasta las nubes, que dejó de adorar el cuadro que admiraba de sobremanera y paso a adorarle a ella, dejo de adorarla a ella cuando las cosas no resultaron tan perfectas y paso a no querer nada.
Señorita Barragán, desde ahorita me declaro su admirador.
ResponderBorrarGracias, un gusto que haya apreciado el relato. Saludos.
BorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
Borrar