Por: Higinio Vivanco
Callamos, como cigarras en ayunas, venimos de lejos a guardar silencio. Higueras, agua y placidez apiñadas en la cima del cráter: alpinistas desechables buscando su fortuna. Izad las velas, antes que las polillas arrasen con el corazón de los marinos jóvenes, partiremos de inmediato. Nada dice el capitán, nada murmura la tripulación, hay un motín a bordo: el silencio se revela contra todos, sólo el maderamen se queja por las huellas de los clavos.
Ganar la guerra sin provisiones, alimentar la rabia y la desesperanza de los soldados con migajas de muerte: la sangre como pastura de las hélices y el gas mostaza. Umbral de patria: los banderines pisoteados y el lecho de una mujer extraña y barata. Embonar en los destellos del lago los distintos gestos que la muerte soporta con desgana, amasar con ellos un nuevo cuenco para ahogar las penas. Nadie silba, nadie leva anclas, acorralada entre recuerdos la tripulación se congela, no se han levado las anclas aún y el muelle va olvidando el agitar de pañoletas.
¿Acaso una metralla venida de un mañana empañado les cierra los ojos? Quizá sea el polvo el único que avanza, saltón y animado, sobre el casco del barco.
Solos se van quedando: la ciudad avanza tierra adentro; ya se mueven pero no saben quiénes son ni lo que hacen en este extraño país de madera acuchillada por la polilla. Uno canta y un cañón se dispara.
Miran a los otros, asustados: no saben cómo encender la voz de ese terrible monstruo ni dónde habita. Acuclillados esperan a que llegue, ya encontrarán después la forma de calmarlo. Dos siglos después despiertan: el mar sigue ahí, azul y sosegado. Retumba un nuevo cañón, aprenden una nueva palabra: guerra. En orden reconocen su derrota y su atemporalidad mal decorada, en orden se desvanecen, como arena en viento, estela que no será percibida.
02/2006
Linda elegía.
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