El escritor se sentó frente a la computadora, leyó el final que había escrito el día anterior, e hizo lo mismo que en los últimos meses: lo borró. Las palabras correctas no tocan así nada más a la puerta. Hay que llamarlas, invitarlas a que… ¡Ring, Ring! El timbre de la entrada lo interrumpió, pero no se movió de la silla. Quien estuviera detrás de la puerta ya se largaría. Bebió un trago del vaso de agua que tenía a mano y lo colocó sobre una de las manchas redondas en la madera del escritorio. Los relatos son círculos, pensó con la vista en las manchas. ¿O serán esferas? Ser una esfera o un círculo no es lo mismo, un círculo es una superficie plana y… ¡Riing, Riing, Riing! Quiso acercarse a ver quién era pero el suelo del pasillo crujía y se darían cuenta de que estaba en casa. Bebió otro sorbo, vació el resto del agua en la maceta del ficus y se imaginó fluyendo en un manantial (¿mejor desembocadura?) de palabr… ¡Riiing, Riiing, Riiiiiiiiiiiing! Entonces se levantó de la silla, la empujó hacia atrás y corrió hasta la puerta. El malnacido, el Testigo de Jehová o el presidente del edificio, fuera quien fuera, se iba a tragar toda la retahíla sobre el respeto al derecho ajeno que, etcétera, etcétera, había preparado mentalmente en el trayecto. Quitó los tres cerrojos que tenía puestos y abrió la puerta de un jalón. En la entrada había a una niña como sacada del mismo averno, o de un concierto de Kiss, que lo miró con las cejas arqueadas mientras le pasaba el escáner de arriba a abajo.
Llevo
hoooras esperando que me abras (cejas arqueadas). Mi mamá dice que no
se puede abrir la puerta así nomás sin preguntar quién es. Es peligroso,
¿sabes?
Eeeh, hola, dijo el escritor. A ver, niña vagabunda, ¿no sabes que no se puede…?
Oyeee, tú, alto ahí (mano hacia adelante). No soy ninguna vagabunda. Vivo en el quinto. Y hoy es Halloween, ¿dulce o travesura?
La niña dio un paso hacia adelante. Las luces rojas de sus
tenis se encendieron. El escritor repasó la cara pintada de verde marrón
y las cicatrices de plástico que llevaba en el cuello. Tenía un aspecto
decadente.
No tengo dulces, dijo él.
Aah, también eres uno de esos que odian Halloween, ¿nooo?
Su pequeño dedo le apuntaba y casi sobrepasaba el marco de la puerta.
Por favor, por favor, saca tu garra de mi… círculo de
creación, dijo el escritor, pero sólo en su cabeza. Quería darle una
chance a la mocosa para que recapacitara por sí misma acerca de su
exceso de confianza. Eso sería más enriquecedor (¿provechoso?).
Mira, niña, no creo que la tradición mexicana vaya a
desaparecer si un día al año te vistes de… rockera, o lo que seas, dijo
él. Lo que me molesta es que...
No soy una rockera. Soy una zombi, ¿sabes? Y ya sé lo que
pasa aquí. Eres como la vieja rancia de arriba. Crees que soy grande
para pedir Halloween, ¿verdad? Estoy haaarta (cejas arqueadas
otra vez) de que los más grandes no puedan divertirse como los pequeños.
Mira, llevo tenis con luces, ¿son sólo para bebés?
El escritor sacó un billete arrugado de sus pantalones. Lo planchó con las manos y lo puso a la altura de sus ojos.
Qué suerte, cincuenta pesos, le dijo a la niña. Ve y cómprate algo bonito con esto.
La niña movió la cabeza de un lado a otro y dio otro paso
hacia adelante. Las luces rojas de sus tenis iluminaron la entrada y se
colaron en el departamento.
Eeeeh, niña, creo que te estás pasando y…
Ooodio
que me digan niña, y ni se te ocurra llamarme morra o mocosa. Mi nombre
es Luisa y hoy es mi cumpleaños. Y uno puede hacer lo que le dé la gana
el día de su cumpleaños, como ver los departamentos de los vecinos. Lo
que no se vale es robar o matar a alguien, eso nooo, de ahí en adelante
todo está permitido, eso dice mi mamá. Así son las reglas, yo no las
inventé.
Llevaba una calabaza de plástico. Miró adentro del
departamento y luego esquivó el brazo del escritor y se metió. Las luces
rojas se encendieron y apagaron hasta que desaparecieron al final del
corredor. El escritor cerró la puerta sin echar los tres cerrojos (no
había tiempo) y corrió tras ella. No daba crédito a lo que estaba
pasando. La imaginó sacando su ropa y sus zapatos del armario para
después morderlos como una bestia, pero sólo la encontró paseando sus…
zarpas por la encimera de la cocina.
Los cuartos y la cocina están en el mismo lugar que en mi
depa, pero aun así es muuuuy diferente al mío, dijo la niña. Las cosas
que parecen iguales y no lo son me hacen sentir raaaara (cabeza hacia
atrás y ojos en blanco), ¿a ti no?
El escritor quiso decirle algo que había leído sobre la identidad, pero no supo con qué palabra comenzar.
Tooodo parece muy normal por aquí, sí, dijo la niña
asintiendo. Pensé que el depa de un escritor atormentado que nunca sale
olería asqueroooso.
Eeh, yo no diría que estoy atormentado sino más bien agobiado. ¿Y cómo sabes que no salgo de aquí?
Los únicos que te visitan son los que te traen la compra, le
dijo. Si el portero lo sabe, todo el edificio lo sabe. Él es lo máaas
chismoso que conozco, pero platica conmigo, ¿sabes? Y me cae geniaaal
porque habla mal de todo el mundo. Se puede aprender mucho de uno mismo
cuando se escucha hablar mal de la gente, eso dice él.
No creo que pueda chismear mucho de mí, dijo el escritor. Llevo sin salir más de tres meses.
El portero dice que eres un vampiro (ojos entreabiertos y
frente arrugada). Eso no lo sé, pero seguro eres un demente. Me diste
cincuenta pesos, ¿y qué si me compro drogas? Mi mamá derribaría tu
puerta y te mataría. ¿No tienes alguien que derribe puertas y mate por
ti?
Eeh, ¿no deberías estar con tus papás el día de tu cumpleaños?
Mi papá murió el año pasado, dijo ella mirando sus tenis.
Vendimos la casa y mi mamá y yo nos vinimos a vivir para acá. Ooodio
este lugar. Extraño mi casa.
Una
persona sólo tiene dos residencias habituales, Luisa, la casa donde
creció y la del panteón. Y todos los demás lugares en donde vivimos,
como éste, son una progresión de espacios grises que nunca terminamos
por… descifrar (¿comprender?).
Woooow (ojos y boca muy abiertos), es muuuy atormentado lo que dijiste. Me gusta, pero tengo que pensar sobre eso.
Una de sus cicatrices de plástico cayó al suelo. La niña
levantó los hombros, la recogió, y la guardó en el bolsillo de sus
pantalones rotos. El escritor meneó la cabeza, había peligro de que
partes de ella se quedaran en su departamento. Es hora de que te vayas,
Luisa, gracias por la visita inesperada, quiso decirle, pero no encontró
las palabras para echarla. Además, no sería nada enriquecedor para su
carácter causarle algún… trauma (¿complejo?) el día de su cumpleaños.
Eeh, dijiste algo de que la distribución de tu departamento
era igual al mío pero diferente, dijo él. ¿Quieres verlo, aunque se te
haga raro?
Ella asintió con una sonrisa que enseñaba todos sus dientes, los frontales los llevaba pintados de negro.
¿Por qué dejaría el libro de autoayuda sobre el escritorio?,
pensó el escritor durante el paseo. ¿Sentía vergüenza? Era normal que
un anfitrión pudiera estar avergonzado si su visita hacía este tipo de
descubrimientos. Por suerte él no sentía vergüenza sino más bien
inquietud. Inquietud por no haber escondido el champú anticalvicie de
menta que ella olió. E inquietud por no haber pateado la ropa sucia
debajo de la cama. Y la única razón por la que reconocía estar inquieto
era porque él en realidad no pertenecía a esa clase de personas. Pero
ahora ella lo había visto y lo sabía todo. Cuando estaban en la sala
sintió que las piernas se le aflojaban.
Estoy exhausto, dijo desparramándose en el sofá.
La niña se sentó a su lado con las piernas cruzadas como una señorita. Abrazaba la calabaza de plástico.
¿Sabes qué sería súuuuper diver?, dijo ella. Regresar a
nuestras casas sólo a comer, yyy a platicar con nuestras mamás, yyyy a
regar plantas, pero jamáaaas (pestañas levantadas) a dormir. Y
dormiríamos exhaaaaustos (ojos fijos en el escritor) en las demás camas
de estos edificios, o en hoteles, pero hoteles limpios, claro. Yyyy en
la mañana nos lavaríamos la cabeza con otros champús, aunque fueran de
menta y para pelones, jajaja.
Leí el concepto en un libro de ensayos. Eso se llama poligamia residencial, dijo él.
Síiii, una po-li-ga-mia re-si-den-cial, eso creo, dijo la
niña como tratando de guardarse las palabras. Dormiríamos lo máaaximo
posible en otras casas y tocaríamos todas sus pertenencias. Entonces
imaginaríamos cómo son los dueños, yyy aprenderíamos más sobre nosotros
mismos.
No tienes muchos amigos, ¿verdad?, dijo el escritor.
Ni túuuu. Y no me sorprende, eres un poco móndrigo. Lo único
que te rescata es ese arbolito verde que tienes en el escritorio, dijo
apuntando al ficus.
La niña se levantó del sofá y se echó el pelo para atrás con un movimiento brusco.
Vaaaámonos, Sony, dijo mirando dentro de la calabaza de plástico.
Di algo, no dejes que se vaya con el trauma, pensó él. Eeeh, espera, dijo, ¿tiene nombre tu calabaza?
¿Tieeeene noooombre tuuu calabaaaaza?, dijo ella. Las
calabazas no tienen nombre, que yo sepa. Dentro está mi pececillo
secreto. No sólo los perros salen a pasear, ¿sabes?
La niña estiró los brazos y le pasó la calabaza al escritor.
Aquí hay un pez dorado japonés, dijo él.
No me importa que no me creas o pienses que es asqueroso,
dijo ella. No sé de dónde escapó, pero salió del escusado justo el día
en que mi mamá dijo que había pasado de nivel.
¿Pasar de nivel?, dijo él.
Mira, todos los frijoles que plantaba se podrían. Entonces los cuidé, crecieron súuuper grandes y, ¡shazaaam!,
ya tenía permiso para tener animales. Mamá dice que el cambio está en
nosotros si nos esforzamos, y que tooodos (cejas arriba) podemos pasar
de nivel.
El pececillo secreto saltó dentro de la calabaza y unas
gotas pararon en la camiseta de la niña. Pareció no importarle y siguió
hablando.
Por cieeeerto, seguro que por estar atormentado y ser un demente,
jajaja, y todo eso, no te das cuenta de estas cosas. Las reglas dicen
que no se puede pasar demasiado tiempo en casa de adultos. Me tengo que
largar, dijo moviendo los dedos para pedir la calabaza de regreso.
El escritor se la entregó y la acompañó hasta la puerta.
Echó una mirada hacia abajo, asegurándose de dejar las puntas de los
pies en la raya que separa la entrada del rellano, ni un milímetro más.
Aunque lo intentes, no eres un vampiro, le dijo ella. ¿Qué clase de no muerto eres?
Soy un zombi como tú, dijo el escritor sin pensar en las
palabras, como si éstas tuvieran voluntad propia para salirle de la
boca. Las momias y los vampiros son narcisistas y clasistas. No creo que
les interesara invitar a su club a alguien que no sale de su casa en
meses. Me gusta que los grupos de la sociedad sean permeables, así que
mi única oportunidad de ser un no muerto es ser un zombi, ¿no crees?
La niña asintió (boca abierta incluida). Se tocó la nariz,
como si ese gesto le ayudara a examinar mejor la situación. Luego
levantó una mano para chocarla, la mantuvo en el aire y dijo:
Buuum, alguien pasó de nivel. Pero sólo porque tu arbolito del escritorio está verde, jajaja.
Mejor no chocarla, Luisa, por lo de las miles de bacterias
en tu mano y los posibles contagios, pensó él. Pero la idea de crearle
un complejo seguía rondándole la mente. Y después de todo, había pasado
de nivel (sea lo que fuere). Ella lo había dicho. Así que le dio esos
cinco, eso sí, tratando de juntar la mano lo menos posible con la de
ella.
No se puede escribir sobre otros depas si sólo pasas tiempo en el tuyo, eso te diría mi papá, creo, dijo la niña.
Miró dentro de la calabaza de plástico, como buscando algo. Levantó la vista y se la colocó al escritor en el pecho.
Toma, Sony te hará compañía. Lo puedes sacar a pasear si
quieres, te vendría bien. Pero no vayas a querer quedártelo. Sé dónde
vives y tiraría esta puerta para mataaarrrte, dijo.
El escritor (cejas arqueadas) abrazó la calabaza con el
pececillo secreto. Y antes de que pudiera decir algo, ella se dio la
vuelta y corrió escaleras arriba, subiendo los escalones de dos en dos,
como es la única forma elegante que hay en el mundo para subir
escalones. Las luces rojas de sus zapatos se desvanecieron, pero él
escuchó un grito que venía de arriba.
Me gustó mucho el interior de tu depa, demeeeente.
El eco de su vocecita se deslizó por las escaleras, rebotó
en las paredes y desapareció. El escritor miró sus pies, las puntas no
habían salido del límite de la entrada. Dio un paso hacia atrás y cerró
la puerta. Por alguna razón tardó unos segundos en echar los tres
cerrojos. Luego cruzó el pasillo sosteniendo con cuidado la calabaza con
ambas manos. Sintió cómo el agua se movía dentro, así que se quedó
quieto y miró en el interior. Entonces metió el índice en el agua y
dibujó un círculo alrededor del pececillo que chapoteaba.
Me gustó mucho!
ResponderBorrarRetrata a la perfección la manera de hablar de los niños.
Gracias!
Ni hablar. De verdad un cuento excepcional. Felicidades J.A. Méndez-Conde!
ResponderBorrarPues qué maravilla de cuento. No tiene desperdicio!
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