Por: Silvia Villarespe
¡Qué
demonios! Hoy moriré. Me siento asfixiado de este aire pútrido. No esperaré
a que el destino me tome. No concibo ni siquiera morir, para recibir un
poco de la miseria de la sociedad. La
muerte, gozosa sea, mientras la encuentre yo. Esto dijo Heinrich von Kleist
cuando tomó la pistola y se la guardó en el bolsillo. Caminó
a la casa de su musa agonizante, Adolfine
Vogel, su querida Henriette, y en la puerta lo esperaba sólo una sirvienta. Con la mirada, le indicó que lo llevara a los desdichados aposentos de la
moribunda. Cuando entró, sabía que
Henriette estaba decidida también. El amante se acercó al lecho y le susurró: ¿Sientes
dolor? Lo veo en tu mirada. Ya no más. Así amor, la vida finalmente nos tenía un
plan: morir juntos. Ella contestó con una sonrisa: Hoy será,
Heinrich. Ahí está la eternidad; es toda
nuestra.
Heinrich von Kleist (1777-1811) |
Adolfine “Henriette” Vogel |
Irónicamente,
ese 21 de noviembre de 1811, amaneció más sublime que nunca y sin neblina.
El resplandeciente lago Wannsee, en la isla de Pfaueninsel, cerca de la
ciudad de Potsdam, se encontraba tranquilo. El cuerpo de ella, ya
maltrecho, no podía responder a semejante
belleza. La voz del amado, retumbo de repente: Es aquí querida.
Contemplemos lo azul de nuestra próxima dicha. El lugar que albergará para
siempre nuestro amor. La
tomó de la mano y los dos se miraron fijamente. No había miedo, ni tristeza o lágrimas. Nada que demostrara arrepentimiento; todo lo contrario, sólo entereza. Henriette
le pidió la colocara debajo de un árbol. Una vez ahí, Heinrich tomó su mano y eufórico le
dijo: Sabías que un día tendría que irme, pero aquí estás. Tú eres lo
mejor de mí mismo, mis virtudes, mis méritos, mi esperanza, el perdón de mis
pecados, mi vida futura y mi santidad. Mientras clamaba estas palabras,
sacaba lentamente la pistola del bolsillo. Continuó: Se dichosa. Es la mano de esta alma
enamorada, quien te quitará la vida, pero te dará la eternidad. Sólo cierra
los ojos, pequeño ángel. Apuntó el arma a la cien de Henriette y, sin
pensarlo más… disparó. El
cuerpo quedó recargado en el árbol. Le cerró los ojos, besó sus labios y,
tiernamente, sus manos. Caminó unos cinco minutos a las orillas del Wannsee. Volteó
tranquilo a ver el cadáver. Con paso firme se acercó, se pegó la pistola a la
frente y se disparó. Cayó a los pies de su musa. Pasaron
unas cinco horas, hasta que una familia de campesinos descubrió los cuerpos. Treinta y cuatro
años de vida y, la mitad de ella, contemplando invariablemente el suicidio como consagración del amor.
El poeta y dramaturgo alemán, Heinrich von Kleist (18 de octubre de 1777 – 21 de noviembre de 1811), nos lega una obra en donde la desilusión y la decepción son perpetuos protagonistas. A través de la misma, estamos intentando descifrar la mente de un artista que percibió la vida como un desafío y una lucha por lo absoluto. Como un romántico siempre fiel a sus principios.
En su tiempo, sus
escritos no fueron bien recibidos. Sólo hasta después de su famoso
suicidio, su obra Pentesilea cobró
cierta importancia. Probablemente, por el morbo de leer un texto en donde el amor pasional toma un
solo camino: la muerte.
Los
invito a leer la obra completa de este misterioso escritor, sumamente rica y apasionante.
He
ahí la frase que quedó en su epitafio, junto
a la tumba de su amada, y retomada de su obra El Príncipe
de Homburg.
Nun, o Unsterblichkeit, bist du ganz
mein.
(Ahora, ¡oh inmortalidad!, eres toda
mía)
Tumba de Heinrich von Kleist y
Henriette Vogel en el cementerio de Wannsee |
Gracias por compartir Silvia Villarespe, muy emotiva y clásica romántica. Buscaré obras de este autor. !!!
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