Por: Néstor Ramírez Vega
Vincent van Gogh - La noche estrellada (óleo sobre tela, 1889) |
En el borde de la muerte se aprecia más la vida. Así como el sordo extraña el canto del viento, o el ciego ver a su familia.
– ¡Ayuda! ¡Por favor! Un pan, algo de comer, lo que sea.
El frío cala por las noches y Pedro no tiene ni una cobija dónde caer. Anda por las calles arrastrando su pierna tullida, los azotes del pasado, el oprobio de sus padres.
El frío cala por las noches y Pedro no tiene ni una cobija dónde caer. Anda por las calles arrastrando su pierna tullida, los azotes del pasado, el oprobio de sus padres.
¡Cuán desdichado debe ser el hombre para ganar su muerte! Nada podía perder, pero tampoco ganar. Al tocar el suelo sólo las plantas se levantan; los cuerpos, se unen con la tierra.
Estaba consciente de ello y no le pareció difícil entrar esa noche a la panadería y tomar un bollo.
Lo veían todo tullido, todo jodido, sin nada en los brazos más que unos sueños por cumplir, siendo el de mayor añoranza aquél donde bebía un café con una concha, con una familia y un perro que le ladrara. Pero no, en realidad no tenía nada más que una vida hundida en la infamia.
Su excursión no salió como esperaba, pues apenas dio la espalda al mostrador el dueño tomó un periódico y le torció la pierna que arrastraba. La golpeó hasta que se escuchó cómo el hueso se desprendía y Pedro soltaba un aullido de dolor.
Está tendido bajo un cielo estrellado, esperando alcanzar las llaves de un paraíso prohibido para él. Su rostro quedó bañado en sangre con lágrimas.
Recogió el bollo que rodó por la calle y se lo llevó a una boca negra. Cerró los ojos, y nunca más los abrió.
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