Por José Contreras
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La guardia real vitoreaba al guerrero triunfante, mientras
que lo escoltaban con júbilo al palacio real de Vafnar. Al llegar al pórtico,
cuatro soldados colocaron la cabeza de la bestia en una camilla, para
presentarla ante el rey. Jebén descendió del carro y tomó con su brazo derecho
la pesada hacha dorada -la cual pesaba tanto ni el soldado más fuerte de la
guardia real podía levantar, sin ayuda de otro hombre- con la que había
derrotado a Brulo. Allí en la antesala del trono, los cortesanos, manteniendo
su porte elegante, hacían una ligera reverencia ante el paso fatigado del héroe, que se tambaleaba al andar. El anciano rey Tugnum III, cuya larga barba blancuzca
simbolizaba su magnificencia y sabiduría, esperaba con infantil ansia la
llegada del Destazador ante su trono, pero, al verlo tan herido, le pareció ilógico que todavía pudiera sostenerse, por lo que decidió posponer toda ceremonia que había
preparado en su honor, y ordenó a sus esclavos, llevar a Jebén a una de las
habitaciones reales y curar sus heridas. En el otro trono estaba sentada la
princesa Nih-Ka, quien se esmeraba por permanecer estoica ante la presencia de su
padre, aunque por dentro se sintiera horrorizada por la salud de Jebén.
Una vez que el cuerpo hercúleo del héroe del reino fue
bañado, curado mediante ungüentos de hierbas medicinales y vendado de tal forma
que en su ancho torso no había piel que quedase al descubierto; los esclavos lo
acostaron en una confortable cama, lo cubrieron con las mismas frazadas del rey
Tugnum III, y colocaron un brasero encendido cerca de la cama para mantenerlo
caliente. Jebén había perdido mucha sangre, era un milagro de su propia fuerza
de voluntad que no hubiera muerto, por lo que le brindarían toda clase de cuidados
para restaurar sus fuerzas.
El Destazador durmió -sin interrupción- durante dos días,
cual oso que inverna. Al despertar, los esclavos rasuraron su barba rubia y lo vistieron
con una túnica que lo hacía lucir como un miembro de la alta nobleza; esto, porque recibiría la visita de Tugnum III y su séquito.
Acompañados por una docena de las familias más nobles del
reino y por la guardia real, el rey Tugnum III y la princesa Nih-Ka entraron en
la habitación.
—En el nombre del reino Vafnar, unificador de todos los
pueblos de las islas del norte, hago entrega de la recompensa ofrecida por la
cabeza del dios Brulo — exclamó el soberano de Vafnar, haciendo un ademán que
dos de los guardias interpretaron en el acto, colocando un pesado cofre al lado
de la cama de Jebén —. Aquí están todos los impuestos recaudados en un período de dos meses, como lo prometí.
A pesar de que el séquito que acompañaba al rey, se conformaba de nobles, nunca habían visto tanto dinero en sus vidas; pero eso parecía no
importarle mucho al Destazador que había derrotado a un dios venerado
anteriormente por los Vafnarianos, a quien le ofrecían sacrificios de animales
y de primogénitos cuando no se tenía una res para sacrificar (o por simple
capricho del dios dragón).
—He librado al reino de un dios viejo, incapaz de seguir
impidiendo el avance de los pueblos bárbaros del sur, pero que no dejaba de
pedir a sus hijos como cuota por sus servicios —dijo Jebén, apenas capaz de
moverse—.El rey no tiene heredero, lo perdió en su juventud la última vez que
Brulo salvó el castillo de la ofensiva de los sureños, por lo que renuncio a
este tesoro y pido a cambio la mano de la princesa Nih-Ka.
A excepción de la princesa y el rey, todas las personas
restantes se sorprendieron ante la atrevida e inesperada declaración de Jebén. Sus
murmuraciones invadieron la tranquilidad de la habitación. Para todos, aun para
los esclavos, era inaceptable que un plebeyo se casara con cualquier miembro de
la nobleza -en especial de la más alta
cuna de Vafnar-, sin obviar que entre el séquito real había varios nobles,
paisanos o de las diferentes islas del norte, que también aspiraban a obtener la mano de la princesa Nih-Ka. Ésta, seguía con el porte sereno que su padre le exigía de la manera
más estricta.
—Inaceptable. La tarea asignada y su recompensa estaban
claras. —Dijo el rey, con un tono suave pero firme—. Una persona honorable, que
no estuviera conforme con lo propuesto, trataría de negociar los términos antes
de cumplir con lo acordado.
El héroe, insatisfecho con la respuesta, exigió
que la corte del pueblo se reuniese y determinara la resolución del problema.
El rey Tugnum III le ofreció duplicar la recompensa con tal de que renunciara a
la mano de su hija, pero Jebén no aceptó, por lo que lo que el plebiscito debía
llevarse inmediatamente a cabo en la sala del trono.
La princesa, con un rostro impávido cual estatua de
marfil, hizo una reverencia a su padre antes de retirarse con elegancia a sus
aposentos;sus damas de compañía la siguieron.
Una vez que toda la ciudad —excepto la princesa y los
guardianes de la muralla—, se reunió en la sala del trono, el pontífice Caav, quien había orquestado la conspiración contra el dios dragón, fungió como el juez de Vafnar, e intermediaría entre el
rey y el guerrero.
Cuando el pontífice Caav tomó su lugar en el estrado, el
rey Tugnum III bajó de su trono —no sin antes despojarse de su corona, capa y
cetro—, y se colocó en la parte de la tribuna que correspondía al defensor; Jebén ocupó el lado opuesto, pues era el que acusaba de no haber recibido un pago
justo por matar a un dios.
El juez se tomó unos minutos para informar minuciosamente
al pueblo sobre el caso a tratar, escogiendo sus palabras con sumo cuidado,pues no deseaba dar la impresión de que apoyaba a una de las dos partes. Sabía que un
error en su discurso, por más pequeño que fuere, podría desatar una guerra
civil dentro del palacio.
Entonces Tugnum III, quien en ese momento no era rey, sino un ciudadano ordinario como Jebén, pidió turno para hablar; el juez se lo
concedió.
—Me dirijo al reino de Vafnar para exponer las razones
por las que no estoy dispuesto a casar a mi hija Nih-Ka con el héroe Jebén, a
quien todos conocen como el Destazador –dijo después de ponerse de pie y con la suficiente
fuerza pulmonar como para que todos los presentes lo escucharan, pero sin dejar
de mantener una actitud serena y reflexiva–. Es porque al reino le conviene más
que la princesa se despose con uno de nuestros aliados del norte, o, si las
barreras del idioma dejaran de estorbarnos para negociar la paz, con uno de
nuestros enemigos del sur. Mi hija Nih-Ka podría ser la prenda que garantizara la paz entre todos los reinos vecinos.
Los nobles vitorearon al rey. Los plebeyos lo abuchearon
porque no apreciaban a la nobleza que siempre les cobraba impuestos y los
reclutaba para reforzar el ejército cada vez que había una batalla. El juez
ordenó silencio hasta que Tugnum III terminara de exponer sus argumentos. El rey prosiguió:
—Sé que para mi pueblo y mis tropas, la unión del guerrero surgido entre los plebeyos y la única princesa cuyo matrimonio todavía no he arreglado, sería el símbolo más fuerte de la unión entre los ciudadanos y los gobernantes. Pero hay que recordar que en la época de mi padre, el rey Tugnum II el feroz, yo dirigía a nuestro ejército contra los que hoy son nuestros aliados; con los anillos de compromiso en las manos de mis hijas he logrado mucho más para la paz y el comercio de Vafnar, que con millares de hombres empuñando espadas.
»Como padre, quisiera que mi Nih-Ka se casase con el hombre a quien ella decidiera amar; nada me haría más feliz. Pero como soberano de este reino, ambos debemos sacrificar nuestros sentimientos en pos de todos ustedes, mis amados ciudadanos.
Jebén tomó su turno para hablar, no obstante, como sus heridas
todavía no estaban sanadas, le fue permitido mantenerse sentado.
—Su majestad ha hablado de la unión entre reinos, mas esto de nada
sirve si entre los habitantes sólo nos unimos para combatir. Después de cada
batalla todo vuelve a ser como antes: los nobles engordan y piden tributo, mientras que los plebeyos
trabajamos para nuestro sustento y el suyo. De no ser por mí, todavía se
estarían ofreciendo sacrificios a Brulo; así que yo también luché por la
felicidad del reino. Si el matrimonio de las princesas sirvió para tener
aliados, por mayor razón la princesa Nih-Ka servirá para unificarnos.
—Les recuerdo a ambas partes que la cuestión a tratar es el pago por la cabeza del dios dragón, y no otro tema que ya fue discutido anteriormente, cuando decidimos que ya no nos arrodillaríamos ante él —puntualizó el juez.
—Señor juez —insistió Jebén—, si yo fuese de la
nobleza, incluso de la más baja, el rey accedería a entregarme a la princesa.
Nih-Ka y yo nos amamos, sin embargo, por respeto a su padre es que ella no está aquí. Fue ella, a través de
una de sus damas de compañía, la que me sugirió combatir a Brulo, para así
tratar de obtener su mano, porque él impide que nos veamos.
Tugnum III coincidió con el acusador en que el debate
debería seguir su curso, reconociendo que Jebén tenía razón; añadió:
—Los ciudadanos deben comprender que no hay gran diferencia entre Brulo, Jebén y la misma nobleza.
—Los ciudadanos deben comprender que no hay gran diferencia entre Brulo, Jebén y la misma nobleza.
»Cuando apenas había asumido el trono, Vafnar todavía combatía
por igual a las islas del norte como a los bárbaros del sur; de no ser por las garras y colmillos del dios Brulo, que protegían nuestras murallas y
lideraba a las tropas, el reino hubiese sido conquistado desde hace siglos. Sacrificar
a mi único hijo varón fue lo que nos mantuvo vivos en ese entonces. El dios
dragón tenía una obligación para con nosotros, y nosotros le correspondíamos
respetando sus términos. A medida que lograba forjar la alianza con cada
una de las islas del norte, nuestro ejército se volvía cada vez más poderoso,
por lo que cada vez era menos necesario ofrecerle sacrificios, hasta que llegó
el día en que dejamos de necesitarlo, y éste se volvió contra nosotros.
»De la misma manera en que dejamos de depender de un
dios, llegará el momento en que la sociedad evolucionará los suficiente como para ya
no necesitar héroes o nobles. Por lo pronto, nuestros herreros no son capaces de
crear armas que puedan atravesar la gruesa piel de los dioses, pero cuando el
filo de nuestras lanzas cumpla con este objetivo, los poderosos guerreros
como Jebén, también quedarán obsoletos. La misma nobleza, que tampoco está exenta del
analfabetismo y las supersticiones, que se encarga de organizar las tropas, de
crear y mantener escuelas, será un estorbo cuando los ciudadanos maduren lo
suficiente como para que puedan organizarse por sí mismos y dicten nuevas leyes
que reemplacen a las que en la actualidad todavía cumplen con su función.
»Nuestra sociedad funciona porque protegemos nuestras
tierras de enemigos que no hablan nuestra lengua, por lo que no tenemos, de
momento, probabilidad de que las carretas y barcos se usen para comerciar en
vez de guerrear. Es por eso que la nobleza todavía se necesita, porque no ha
perdido su razón de ser.
»No quedan muchos dioses vivos, varios de ellos están en
lugares tan lejanos y pelean entre ellos que no son una amenaza real para
nuestro reino. Por lo anterior, si Jebén no quiere volverse una carga como
Brulo, tendrá que conformarse con unirse al ejército regular y dejar de pedir
consideraciones especiales.
Jebén experimentó una ira que le hizo olvidarse de sus
heridas:
—¡Entonces aceleremos la destrucción de la nobleza! —gritó con tanta fuerza, que la guardia real desenvainó sus espadas por temor a que atacara al rey.
—¡Entonces aceleremos la destrucción de la nobleza! —gritó con tanta fuerza, que la guardia real desenvainó sus espadas por temor a que atacara al rey.
Los plebeyos arremetieron a golpes contra los nobles, sin
darles tiempo de que buscaran sus espadas. La guardia real intervino para
terminar la trifulca, arrestando a los revoltosos, mientras los nobles
amenazaban con enviarlos a la horca.
Sin que nadie lo esperara, desde las murallas sonaron las
trompetas, anunciando que el reino de Vafnar estaba bajo asedio de los bárbaros.
Toda la gente sabía lo que debía hacerse y fueron a la armería real. Jebén y el rey se quedaron en el tribunal.
—Sin tu ayuda está ciudad caerá —dijo el rey a Jebén—. Debes
decidir si permitirás que esta sociedad sea destruida y ver qué resurge de entre las
cenizas o, al igual que yo, desempeñar tu función mientras sea necesaria.
—A Brulo le ofreciste la vida de tu hijo; yo tan sólo quiero la mano de Nih-Ka — dijo Jebén. No estaba contento.
—Ya expuse mis razones para no otorgártela —replicó el
rey Tugnum III, que ya se dirigía a su trono para colocarse la corona, capa y
cetro—.Te ofrezco que seas capitán de las tropas de reserva. Si aprendes
tácticas de guerra, tu valor y tu hacha de oro sin duda te permitirán llegar
hasta general. Si lo logras, sólo entonces, encontraré en un plebeyo, un
pretendiente tan digno de la mano de mi hija como cualquier príncipe extranjero.
No quedando más que decir, ambos fueron juntos a la
armería. Luego uno se dirigía a planear la defensa y el contraataque, y el otro
usaría su hacha dorada para repeler el asedio de los bárbaros sureños.
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