martes, 13 de diciembre de 2016

La corte del pueblo (cuento)

Por José Contreras

Imagen de Marvel Comics Group
Jebén el Destazador, de cuya armadura de hierro brotaba sangre a causa de las heridas que las garras de Brulo el dios dragón— le ocasionaron, llegó a la puerta de la muralla, conduciendo un carro tirado por dos caballos, con la cabeza de su enemigo como carga.

La guardia real vitoreaba al guerrero triunfante, mientras que lo escoltaban con júbilo al palacio real de Vafnar. Al llegar al pórtico, cuatro soldados colocaron la cabeza de la bestia en una camilla, para presentarla ante el rey. Jebén descendió del carro y tomó con su brazo derecho la pesada hacha dorada -la cual pesaba tanto ni el soldado más fuerte de la guardia real podía levantar, sin ayuda de otro hombre- con la que había derrotado a Brulo. Allí en la antesala del trono, los cortesanos, manteniendo su porte elegante, hacían una ligera reverencia ante el paso fatigado del héroe, que se tambaleaba al andar. El anciano rey Tugnum III, cuya larga barba blancuzca simbolizaba su magnificencia y sabiduría, esperaba con infantil ansia la llegada del Destazador ante su trono, pero, al verlo tan herido, le pareció ilógico que todavía pudiera sostenerse, por lo que decidió posponer toda ceremonia que había preparado en su honor, y ordenó a sus esclavos, llevar a Jebén a una de las habitaciones reales y curar sus heridas. En el otro trono estaba sentada la princesa Nih-Ka, quien se esmeraba por permanecer estoica ante la presencia de su padre, aunque por dentro se sintiera horrorizada por la salud de Jebén.

Una vez que el cuerpo hercúleo del héroe del reino fue bañado, curado mediante ungüentos de hierbas medicinales y vendado de tal forma que en su ancho torso no había piel que quedase al descubierto; los esclavos lo acostaron en una confortable cama, lo cubrieron con las mismas frazadas del rey Tugnum III, y colocaron un brasero encendido cerca de la cama para mantenerlo caliente. Jebén había perdido mucha sangre, era un milagro de su propia fuerza de voluntad que no hubiera muerto, por lo que le brindarían toda clase de cuidados para restaurar sus fuerzas.

El Destazador durmió -sin interrupción- durante dos días, cual oso que inverna. Al despertar, los esclavos rasuraron su barba rubia y lo vistieron con una túnica que lo hacía lucir como un miembro de la alta nobleza; esto, porque recibiría la visita de Tugnum III y su séquito.
Acompañados por una docena de las familias más nobles del reino y por la guardia real, el rey Tugnum III y la princesa Nih-Ka entraron en la habitación.

—En el nombre del reino Vafnar, unificador de todos los pueblos de las islas del norte, hago entrega de la recompensa ofrecida por la cabeza del dios Brulo — exclamó el soberano de Vafnar, haciendo un ademán que dos de los guardias interpretaron en el acto, colocando un pesado cofre al lado de la cama de Jebén—. Aquí están todos los impuestos recaudados en un período de dos meses, como lo prometí.

A pesar de que el séquito que acompañaba al rey, se conformaba de nobles, nunca habían visto tanto dinero en sus vidas; pero eso parecía no importarle mucho al Destazador que había derrotado a un dios venerado anteriormente por los Vafnarianos, a quien le ofrecían sacrificios de animales y de primogénitos cuando no se tenía una res para sacrificar (o por simple capricho del dios dragón).

—He librado al reino de un dios viejo, incapaz de seguir impidiendo el avance de los pueblos bárbaros del sur, pero que no dejaba de pedir a sus hijos como cuota por sus servicios —dijo Jebén, apenas capaz de moverse—.El rey no tiene heredero, lo perdió en su juventud la última vez que Brulo salvó el castillo de la ofensiva de los sureños, por lo que renuncio a este tesoro y pido a cambio la mano de la princesa Nih-Ka.

A excepción de la princesa y el rey, todas las personas restantes se sorprendieron ante la atrevida e inesperada declaración de Jebén. Sus murmuraciones invadieron la tranquilidad de la habitación. Para todos, aun para los esclavos, era inaceptable que un plebeyo se casara con cualquier miembro de la nobleza  -en especial de la más alta cuna de Vafnar-, sin obviar que entre el séquito real había varios nobles, paisanos o de las diferentes islas del norte, que también  aspiraban a obtener la mano de la princesa Nih-Ka. Ésta, seguía con el porte sereno que su padre le exigía de la manera más estricta.

—Inaceptable. La tarea asignada y su recompensa estaban claras. —Dijo el rey, con un tono suave pero firme—. Una persona honorable, que no estuviera conforme con lo propuesto, trataría de negociar los términos antes de cumplir con lo acordado.

El héroe, insatisfecho con la respuesta, exigió que la corte del pueblo se reuniese y determinara la resolución del problema. El rey Tugnum III le ofreció duplicar la recompensa con tal de que renunciara a la mano de su hija, pero Jebén no aceptó, por lo que lo que el plebiscito debía llevarse inmediatamente a cabo en la sala del trono.

La princesa, con un rostro impávido cual estatua de marfil, hizo una reverencia a su padre antes de retirarse con elegancia a sus aposentos;sus damas de compañía la siguieron.

Una vez que toda la ciudad excepto la princesa y los guardianes de la muralla, se reunió en la sala del trono, el pontífice Caav, quien había orquestado la conspiración contra el dios dragón, fungió como el juez de Vafnar, e intermediaría entre el rey y el guerrero.

Cuando el pontífice Caav tomó su lugar en el estrado, el rey Tugnum III  bajó de su trono  no sin antes despojarse de su corona, capa y cetro—, y se colocó en la parte de la tribuna que correspondía al defensor; Jebén ocupó el lado opuesto, pues era el que acusaba de no haber recibido un pago justo por matar a un dios.

El juez se tomó unos minutos para informar minuciosamente al pueblo sobre el caso a tratar, escogiendo sus palabras con sumo cuidado,pues no deseaba dar la impresión de que apoyaba a una de las dos partes. Sabía que un error en su discurso, por más pequeño que fuere, podría desatar una guerra civil dentro del palacio.

Entonces Tugnum III, quien en ese momento no era rey, sino un ciudadano ordinario como Jebén, pidió turno para hablar; el juez se lo concedió.

—Me dirijo al reino de Vafnar para exponer las razones por las que no estoy dispuesto a casar a mi hija Nih-Ka con el héroe Jebén, a quien todos conocen como el Destazador –dijo después de ponerse de pie y con la suficiente fuerza pulmonar como para que todos los presentes lo escucharan, pero sin dejar de mantener una actitud serena y reflexiva–. Es porque al reino le conviene más que la princesa se despose con uno de nuestros aliados del norte, o, si las barreras del idioma dejaran de estorbarnos para negociar la paz, con uno de nuestros enemigos del sur. Mi hija Nih-Ka podría ser la prenda que garantizara la paz entre todos los reinos vecinos.

Los nobles vitorearon al rey. Los plebeyos lo abuchearon porque no apreciaban a la nobleza que siempre les cobraba impuestos y los reclutaba para reforzar el ejército cada vez que había una batalla. El juez ordenó silencio hasta que Tugnum III terminara de exponer sus argumentos. El rey prosiguió:

—Sé que para mi pueblo y mis tropas, la unión del guerrero surgido entre los plebeyos y la única princesa cuyo matrimonio todavía no he arreglado, sería el símbolo más fuerte de la unión entre los ciudadanos y los gobernantes. Pero hay que recordar que en la época de mi padre, el rey Tugnum II el feroz, yo dirigía a nuestro ejército contra los que hoy son nuestros aliados; con los anillos de compromiso en las manos de mis hijas he logrado mucho más para la paz y el comercio de Vafnar, que con millares de hombres empuñando espadas.

»Como padre, quisiera que mi Nih-Ka se casase con el hombre a quien ella decidiera amar; nada me haría más feliz. Pero como soberano de este reino, ambos debemos sacrificar nuestros sentimientos en pos de todos ustedes, mis amados ciudadanos.

Jebén tomó su turno para hablar, no obstante, como sus heridas todavía no estaban sanadas, le fue permitido mantenerse sentado.

—Su majestad ha hablado de la unión entre reinos, mas esto de nada sirve si entre los habitantes sólo nos unimos para combatir. Después de cada batalla todo vuelve a ser como antes: los nobles engordan y  piden tributo, mientras que los plebeyos trabajamos para nuestro sustento y el suyo. De no ser por mí, todavía se estarían ofreciendo sacrificios a Brulo; así que yo también luché por la felicidad del reino. Si el matrimonio de las princesas sirvió para tener aliados, por mayor razón la princesa Nih-Ka servirá para unificarnos.

—Les recuerdo a ambas partes que la cuestión a tratar es el pago por la cabeza del dios dragón, y no otro tema que ya fue discutido anteriormente, cuando decidimos que ya no nos arrodillaríamos ante él —puntualizó el juez.

—Señor juez  insistió Jebén, si yo fuese de la nobleza, incluso de la más baja, el rey accedería a entregarme a la princesa. Nih-Ka y yo nos amamos, sin embargo, por respeto a su padre es que ella no está aquí. Fue ella, a través de una de sus damas de compañía, la que me sugirió combatir a Brulo, para así tratar de obtener su mano, porque él impide que nos veamos.

Tugnum III coincidió con el acusador en que el debate debería seguir su curso, reconociendo que Jebén tenía razón; añadió:

 —Los ciudadanos deben comprender que no hay gran diferencia entre Brulo, Jebén y la misma nobleza.

»Cuando apenas había asumido el trono, Vafnar todavía combatía por igual a las islas del norte como a los bárbaros del sur; de no ser por las garras y colmillos del dios Brulo, que protegían nuestras murallas y lideraba a las tropas, el reino hubiese sido conquistado desde hace siglos. Sacrificar a mi único hijo varón fue lo que nos mantuvo vivos en ese entonces. El dios dragón tenía una obligación para con nosotros, y nosotros le correspondíamos respetando sus términos. A medida que lograba forjar la alianza con cada una de las islas del norte, nuestro ejército se volvía cada vez más poderoso, por lo que cada vez era menos necesario ofrecerle sacrificios, hasta que llegó el día en que  dejamos de necesitarlo, y éste se volvió contra nosotros.

»De la misma manera en que dejamos de depender de un dios, llegará el momento en que la sociedad evolucionará los suficiente como para ya no necesitar héroes o nobles. Por lo pronto, nuestros herreros no son capaces de crear armas que puedan atravesar la gruesa piel de los dioses, pero cuando el filo de nuestras lanzas cumpla con este objetivo, los poderosos guerreros como Jebén, también quedarán obsoletos. La misma nobleza, que tampoco está exenta del analfabetismo y las supersticiones, que se encarga de organizar las tropas, de crear y mantener escuelas, será un estorbo cuando los ciudadanos maduren lo suficiente como para que puedan organizarse por sí mismos y dicten nuevas leyes que reemplacen a las que en la actualidad todavía cumplen con su función.

»Nuestra sociedad funciona porque protegemos nuestras tierras de enemigos que no hablan nuestra lengua, por lo que no tenemos, de momento, probabilidad de que las carretas y barcos se usen para comerciar en vez de guerrear. Es por eso que la nobleza todavía se necesita, porque no ha perdido su razón de ser.

»No quedan muchos dioses vivos, varios de ellos están en lugares tan lejanos y pelean entre ellos que no son una amenaza real para nuestro reino. Por lo anterior, si Jebén no quiere volverse una carga como Brulo, tendrá que conformarse con unirse al ejército regular y dejar de pedir consideraciones especiales.

Jebén experimentó una ira que le hizo olvidarse de sus heridas:

—¡Entonces aceleremos la destrucción de la nobleza! gritó con tanta fuerza, que la guardia real desenvainó sus espadas por temor a que atacara al rey.

Los plebeyos arremetieron a golpes contra los nobles, sin darles tiempo de que buscaran sus espadas. La guardia real intervino para terminar la trifulca, arrestando a los revoltosos, mientras los nobles amenazaban con enviarlos a la horca.

Sin que nadie lo esperara, desde las murallas sonaron las trompetas, anunciando que el reino de Vafnar estaba bajo asedio de los bárbaros. Toda la gente sabía lo que debía hacerse y fueron a la armería real. Jebén y el rey se quedaron en el tribunal.

—Sin tu ayuda está ciudad caerá —dijo el rey a Jebén—. Debes decidir si permitirás que esta sociedad sea destruida y ver qué resurge de entre las cenizas o, al igual que yo, desempeñar tu función mientras sea necesaria.

—A Brulo le ofreciste la vida de tu hijo; yo tan sólo quiero la mano de Nih-Ka — dijo Jebén. No estaba contento.

—Ya expuse mis razones para no otorgártela —replicó el rey Tugnum III, que ya se dirigía a su trono para colocarse la corona, capa y cetro—.Te ofrezco que seas capitán de las tropas de reserva. Si aprendes tácticas de guerra, tu valor y tu hacha de oro sin duda te permitirán llegar hasta general. Si lo logras, sólo entonces, encontraré en un plebeyo, un pretendiente tan digno de la mano de mi hija como cualquier príncipe extranjero.

No quedando más que decir, ambos fueron juntos a la armería. Luego uno se dirigía a planear la defensa y el contraataque, y el otro usaría su hacha dorada para repeler el asedio de los bárbaros sureños.

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