lunes, 12 de diciembre de 2016

Literatura: La memoria apócrifa de Neil Young (relato)

Por: Matheus Kar



Portada del AMERICAN stars´n bars, de Neil Young.







When you got nothing, you got nothing to lose.
Bob Dylan




Allá por el 2013, yo tenía menos de veinte años y me había dado por correr sin detenerme, algo así como lo hizo Forrest Gump: sin excusa, sin motivo, sin fundamento. Aunque mucho después Gump confesaría, casi al final de la película, que huía de su pasado. Y no se equivocaba. Viajar es huir. Pero yo, además de huir del pasado, huía de mí.

«Correré hasta que duela o deje de doler», así decía Bunbury en su álbum Palosanto. Álbum que escuché hasta el cansancio. Creo que todos alguna vez hemos corrido, más de alguna vez hemos huido, más de alguna vez le hemos otorgado un lugar físico a nuestros problemas. Muchas veces, neuróticamente, huimos de lugares, sin siquiera explicarnos el porqué.
Recuerdo que una mañana, a lo Forrest Gump, metí en una mochila un poco de comida, el Ulises de James Joyce, los poemas de Pedro Casariego Córdova que había fotocopiado y una docena de CD que había pirateado y salí sin rumbo a la carretera. Entre los CD tenía copias de los álbumes de Bob Dylan, de  Enrique Bunbury, de Nick Cave (el Push the Sky Away), de Morrisey y de Neil Young. Recuerdo que también metí mi Walkman (aquel que le compré a B… cuando embarazó a su novia) para reproducir los CD; la única pieza que me delataría o que daría falsas pistas sobre un posible origen burgués.

El poco dinero que tenía se terminó al cabo de unas semanas. Viajaba a dedo, y muchas veces recibí humo de camiones y carros al lado de la carretera mientras esperaba que uno me subiera. Viajaba durante la noche, porque aprovechaba para dormir dentro de los autos o los camiones. Pero muchas veces los camioneros no me dejaban dormir: joven, no se duerma, le estoy contando algo, me decían. Y yo, por miedo a que me bajaran y me echaran al bosque a mitad de la noche,  me limpiaba las lagañas de los ojos y la baba de la boca y solo veía neblina y escuchaba el relato de los chóferes nocturnos. Por las mañanas me dedicaba a vagar por los pueblos del país, a seguir a los perros o a buscar bodas, bautizos, funerales o convivios para poder pescar un poco de comida gratis, y quizá algo más.

Quien me conoce de años podrá dar fe de esto, en aquel tiempo, no solo en mis andanzas, yo acostumbraba a cambiarme el nombre, no de patentarlo y cambiármelo, sino, que cuando me preguntaban mi nombre, yo inventaba uno enseguida, y esto confundía mucho a las personas y a veces las hacía enojar. Pero esto no ocurría en mis viajes, en la carretera las personas no desconfían, saben que no hay tiempo para eso. Así que no pocas veces me llamaron Bob, o Roberth, o David, o Adalberto. Es más, me decían cosas como Bobby, o Poldito. Y yo no hacía más que aceptarlo.

Las baterías de mi walkman me habrán durado menos de una semana, algo que predije pero que no pude evitar. Sin embargo, encontré la respuesta a ese problema en los radios, en los controles de televisor y en cualquier aparato que usara baterías y  se encontrara en mi camino. Tomaba las pilas y me las escondía, y cuando tenía oportunidad las metía en mi Walkman. Me sentaba en algún páramo o en la entrada de alguna iglesia que se encontrara en alto y escuchaba los CD que había pirateado.

Recuerdo que una vez llegué a Cuatro Caminos, esa pequeña terminal de entradas y salidas, de encuentros y despedidas, donde el humo de las cafeterías se confunde con el de las camionetas. No recuerdo para dónde iba, pero era tarde y tenía hambre, así que entré a una pequeña cafetería hecha de tablas de madera y que parecía poco concurrida. En efecto, solo encontré a tres personas: un viejo leyendo la prensa con un café en la mano, la señora de traje típico que atendía el negocito y su hija La María, como la dueña la llamaba.

Me dijeron que ya era tarde, que ya iban a cerrar, que ellos cerraban temprano a pesar de que los buses llegaban hasta de madrugada con pasajeros hambrientos. La cafetería de enfrente abre toda la noche, me dijo la señora señalando la puerta.Pero cuando les dije que venía de La Capital rápido armaron una mesa y me tendieron el menú que La María había hecho a mano hace mucho tiempo, según me explicaron.

Yo no cargaba mucho dinero ni tenía intenciones de gastarlo, incluso un gato podía tener más dinero que yo y una cuenta en el banco. Yo era pobre.  Así que, no sé por qué, o quizá sí, me puse a chulear a La María. Ella se sonrojó, o tal vez solo era el frío. Y yo sentía lástima de la pobre María, de la forma en que la habían criado para someterse a cualquiera que suponga su ascenso social. Pero la magia acabó cuando doña Licha (según había oído) me preguntó que qué iba a comer. Y yo, con una dignidad que solo puede provocar lástima, le pedí dos quetzales de tortillas. ¿Y solo eso va a comer?, me dijo bastante indignada. Entonces yo le enseñé una bolsita de chicharrones de tienda. Y ella, como si me viera desde unas montañas altísimas, me dijo ¡ay, mijo!, y después me trajo dos quetzales de tortillas negritas que ella había calentado en su comal de gas.

Tenga, me dijo, no es nada, lléveselas. Pero yo insistí en pagárselas. Sin embargo, ella no se dignaba a recibir las dos malditas monedas. Mi insistencia, en realidad, era porque yo le quería pedir un favor. Al final ella aceptó las monedas y dijo que iban para el cochinito. Pero antes de que cerrara la cafetería y mandara a La María por los candados yo le pedí permiso de dormir en su cafetería. Hay mucho frío, no sea mala. Ella ni siquiera lo pensó antes de decir no. Busqué en María apelación, pero, supongo que al desilusionarse de mi estado económico, mis encantos desaparecieron. Ella se agarró al brazo de su mamá y le dijo que se fueran ya.

Si quiere puedo quedarme despierto toda la noche para cuidar el negocito, le dije como último intento. No, me dijo, El Carlitos ya hace eso.  Y entonces pensé que El Carlitos era el hermano de La María, o algún niño que habían recogido, o su ahijado. Pero todo eso estaba muy lejos del verdadero Carlitos. El Carlitos era un perro y tenía su casita, también hecha de madera, en la parte trasera de la cafetería. Y como si lo hubieran invocado El Carlitos se puso a ladrar.
No, mijo. Vaya y busqué posada.

Algo de eso hice, o solo hice el amague. Porque como a eso de las diez regresé a la cafetería de doña Licha e intenté buscar refugio en la casita de El Carlitos. Mi sorpresa fue ver que El Carlitos, más que un perro guardián, parecía un perro atropellado, un trapo de mecánico y un manojo de huesos.

Domarlo me costó una tortilla, y eso me dolió un poco. Al menos ya conseguí hotel, pensé. No tenía sueño, pero el frío me obligó a  entrar antes de lo pensado a la casa del perrito costal de huesos.

A pesar de los esfuerzos, no hallaba sueño. Era fin de año, ese tiempo que llaman diciembre, ese tiempo en que la sombra palidece y tiembla. Estaba temblando, solo Carlitos parecía dormir tranquilo. No quería que me encontraran pálido y tieso. O agarrar un catarro. No tuve más remedio que salir de la casita y buscar un poco de papel periódico en los botes de basura. How does it feel?, me decía. How does it feel?, me repetía en un ritmo muy dylanesco.

Por fin encontré unos cuantos diarios, hice pequeñas bolas de papel con cada hoja y las metí bajo mi suéter y mi pantalón. Así impedí que el calor se siguiera escapando. Entré a la casita y usé al pequeño costal de huesos como almohada.

Aquella noche, antes de lograr conciliar el sueño, pensé en muchas cosas. En libros. En algún poema de Borges donde habla del olvido. En música. En los hombres. En las mujeres. En cosas. Quizá esta es la Universidad Desconocida de la que tanto hablaba Bolaño, me decía, de la que no acabamos de graduarnos nunca, de la que no sabemos nada, de la que hemos de repetir el mismo semestre hasta el infinito. De la que no hay libros en la materia.

Desperté a las cuatro de la mañana, sobre la carretera ya había muchos pasajeros contemplando sus vasos de café y chocolate caliente. Me levanté sin hacerle mucho ruido a El Carlitos, le devolví sus pulgas y sus manchas y salí de la pequeña casita de madera. La neblina abrigaba a los negocios, carros, personas y camionetas como una bufanda.

Así salí de detrás de aquel negocio, entre la neblina, soltando hojas arrugadas de papel periódico que resbalaban del interior de mi ropa. Había sobrevivido, pensé. Pero la idea no me entusiasmaba, incluso me daba igual. Mis dientes castañeaban, posiblemente tanto como la noche anterior, y, no sé por qué, sentí ganas de llorar. Sin embargo, me fue imposible. El frío, la madrugada invernal de diciembre, el canasto vacío donde reposan mis recuerdos, había coagulado mis lágrimas en el fondo de mis ojos.

Quise apurar las lágrimas, así que decidí utilizar un estimulante. Saqué mi estuche que contenía los  CD, y, después de pensarlo un poco, reproduje aquel que tiene escrito con marcador: Harvest/Neil Young.

Desde entonces, la música ha sido los glóbulos rojos que dan color a mi día, que mantienen mi sangre conectada a la vena y al corazón. Si la literatura me mantiene con vida, la música me mantiene despierto. El hábito de la música, de escuchar música, se ha convertido para mí en un acto religioso, algo que hago en solitario y en silencio, que no suelo interrumpir. Hay personas que la utilizan para paliar la soledad, que encienden el radio desde que se levantan hasta que se acuestan, que contribuyen al ruido y desorden del mundo con una bocina encendida, como propaganda de la personalidad que les falta. Yo ya solamente la puedo ver como un dios que pide respeto, un buda meditando en el medio de nosotros, buscando una oreja sensible que le preste un poco de atención.

Y así caminé por la orilla de la carretera friolenta, sin rumbo, huyendo de mí, cantando canciones campesinas y bucólicas, e imaginando que en el fondo de mis ojos había un horizonte y que en ese horizonte plagado de un sol enorme y anaranjado camina una sombra muy joven, una sombra triste que me inspira lástima y que lleva mi nombre, cualquiera que este sea.





Sobre el autor:
Matheus Kar (Guatemala, 1994), ha sido nombrado mención honorifica en el certamen Mi ciudad en 100 Palabras, que organizó la municipalidad de Guatemala en 2014  Ganó el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015. Mención honorifica en el Certamen Cantos de Trova (2015). Formó parte del evento multidisciplinario Off Virtual Test, en 2015. Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala. Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Ha formado parte de las antologías Frente al Silencio (Palo de Hormigo, 2014), Si la Sangre Fuera Ambrosía (Los Zopilotes, 2016), Cuentos Bien Trulis (Chuleta de Cerdo, 2016). Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016). Colabora en el evento literario Poetry Slam Guatemala.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario