When you got nothing, you got nothing to lose.
Bob Dylan
Allá por el 2013, yo tenía menos
de veinte años y me había dado por correr sin detenerme, algo así como lo hizo
Forrest Gump: sin excusa, sin motivo, sin fundamento. Aunque mucho después
Gump confesaría, casi al final de la película, que huía de su pasado. Y no se equivocaba. Viajar es
huir. Pero yo, además de huir del pasado, huía de mí.
«Correré hasta que duela o deje
de doler», así decía Bunbury en su álbum Palosanto. Álbum que escuché hasta el
cansancio. Creo que todos alguna vez hemos corrido, más de alguna vez hemos
huido, más de alguna vez le hemos otorgado un lugar físico a nuestros
problemas. Muchas veces, neuróticamente, huimos de lugares, sin siquiera
explicarnos el porqué.
Recuerdo que una mañana, a lo
Forrest Gump, metí en una mochila un poco de comida, el Ulises de James Joyce, los poemas de Pedro Casariego Córdova que
había fotocopiado y una docena de CD que había pirateado y salí sin rumbo a la
carretera. Entre los CD tenía copias de los álbumes de Bob Dylan, de Enrique Bunbury, de Nick Cave (el Push the Sky Away), de Morrisey y de
Neil Young. Recuerdo que también metí mi Walkman
(aquel que le compré a B… cuando embarazó a su novia) para reproducir los CD;
la única pieza que me delataría o que daría falsas pistas sobre un posible
origen burgués.
El poco dinero que tenía se
terminó al cabo de unas semanas. Viajaba a dedo, y muchas veces recibí humo de
camiones y carros al lado de la carretera mientras esperaba que uno me subiera.
Viajaba durante la noche, porque aprovechaba para dormir dentro de los autos o
los camiones. Pero muchas veces los camioneros no me dejaban dormir: joven, no
se duerma, le estoy contando algo, me decían. Y yo, por miedo a que me bajaran
y me echaran al bosque a mitad de la noche, me limpiaba las lagañas de los ojos y la baba de
la boca y solo veía neblina y escuchaba el relato de los chóferes nocturnos.
Por las mañanas me dedicaba a vagar por los pueblos del país, a seguir a los
perros o a buscar bodas, bautizos, funerales o convivios para poder pescar un poco
de comida gratis, y quizá algo más.
Quien me conoce de años podrá dar
fe de esto, en aquel tiempo, no solo en mis andanzas, yo acostumbraba a
cambiarme el nombre, no de patentarlo y cambiármelo, sino, que cuando me
preguntaban mi nombre, yo inventaba uno enseguida, y esto confundía mucho a las
personas y a veces las hacía enojar. Pero esto no ocurría en mis viajes, en la
carretera las personas no desconfían, saben que no hay tiempo para eso. Así que
no pocas veces me llamaron Bob, o Roberth, o David, o Adalberto. Es más, me
decían cosas como Bobby, o Poldito. Y yo no hacía más que aceptarlo.
Las baterías de mi walkman me
habrán durado menos de una semana, algo que predije pero que no pude evitar. Sin
embargo, encontré la respuesta a ese problema en los radios, en los controles
de televisor y en cualquier aparato que usara baterías y se encontrara en mi camino. Tomaba las pilas
y me las escondía, y cuando tenía oportunidad las metía en mi Walkman. Me sentaba en algún páramo o en
la entrada de alguna iglesia que se encontrara en alto y escuchaba los CD que
había pirateado.
Recuerdo que una vez llegué a
Cuatro Caminos, esa pequeña terminal de entradas y salidas, de encuentros y
despedidas, donde el humo de las cafeterías se confunde con el de las
camionetas. No recuerdo para dónde iba, pero era tarde y tenía hambre, así que
entré a una pequeña cafetería hecha de tablas de madera y que parecía poco
concurrida. En efecto, solo encontré a tres personas: un viejo leyendo la
prensa con un café en la mano, la señora de traje típico que atendía el
negocito y su hija La María, como la
dueña la llamaba.
Me dijeron que ya era tarde, que
ya iban a cerrar, que ellos cerraban temprano a pesar de que los buses llegaban
hasta de madrugada con pasajeros hambrientos. La cafetería de enfrente abre toda
la noche, me dijo la señora señalando la puerta.Pero cuando les dije que venía
de La Capital rápido armaron una mesa y me tendieron el menú que La María había
hecho a mano hace mucho tiempo, según me explicaron.
Yo no cargaba mucho dinero ni
tenía intenciones de gastarlo, incluso un gato podía tener más dinero que yo y
una cuenta en el banco. Yo era pobre. Así que, no sé por qué, o quizá sí, me puse a
chulear a La María. Ella se sonrojó,
o tal vez solo era el frío. Y yo sentía lástima de la pobre María, de la forma
en que la habían criado para someterse a cualquiera que suponga su ascenso
social. Pero la magia acabó cuando doña Licha (según había oído) me preguntó
que qué iba a comer. Y yo, con una dignidad que solo puede provocar lástima, le
pedí dos quetzales de tortillas. ¿Y solo eso va a comer?, me dijo bastante
indignada. Entonces yo le enseñé una bolsita de chicharrones de tienda. Y ella,
como si me viera desde unas montañas altísimas, me dijo ¡ay, mijo!, y después
me trajo dos quetzales de tortillas negritas que ella había calentado en su
comal de gas.
Tenga, me dijo, no es nada,
lléveselas. Pero yo insistí en pagárselas. Sin embargo, ella no se dignaba a
recibir las dos malditas monedas. Mi insistencia, en realidad, era porque yo le
quería pedir un favor. Al final ella aceptó las monedas y dijo que iban para el
cochinito. Pero antes de que cerrara la cafetería y mandara a La María por los candados
yo le pedí permiso de dormir en su cafetería. Hay mucho frío, no sea mala. Ella
ni siquiera lo pensó antes de decir no. Busqué en María apelación, pero,
supongo que al desilusionarse de mi estado económico, mis encantos
desaparecieron. Ella se agarró al brazo de su mamá y le dijo que se fueran ya.
Si quiere puedo quedarme
despierto toda la noche para cuidar el negocito, le dije como último intento.
No, me dijo, El Carlitos ya hace eso. Y
entonces pensé que El Carlitos era el hermano de La María, o algún niño que
habían recogido, o su ahijado. Pero todo eso estaba muy lejos del verdadero
Carlitos. El Carlitos era un perro y tenía su casita, también hecha de madera,
en la parte trasera de la cafetería. Y como si lo hubieran invocado El Carlitos
se puso a ladrar.
No, mijo. Vaya y busqué posada.
Algo de eso hice, o solo hice el
amague. Porque como a eso de las diez regresé a la cafetería de doña Licha e
intenté buscar refugio en la casita de El Carlitos. Mi sorpresa fue ver que El
Carlitos, más que un perro guardián, parecía un perro atropellado, un trapo de
mecánico y un manojo de huesos.
Domarlo me costó una tortilla, y
eso me dolió un poco. Al menos ya conseguí hotel, pensé. No tenía sueño, pero
el frío me obligó a entrar antes de lo pensado
a la casa del perrito costal de huesos.
A pesar de los esfuerzos, no
hallaba sueño. Era fin de año, ese tiempo que llaman diciembre, ese tiempo en
que la sombra palidece y tiembla. Estaba temblando, solo Carlitos parecía
dormir tranquilo. No quería que me encontraran pálido y tieso. O agarrar un
catarro. No tuve más remedio que salir de la casita y buscar un poco de papel
periódico en los botes de basura. How
does it feel?, me decía. How does it
feel?, me repetía en un ritmo muy dylanesco.
Por fin encontré unos cuantos
diarios, hice pequeñas bolas de papel con cada hoja y las metí bajo mi suéter y
mi pantalón. Así impedí que el calor se siguiera escapando. Entré a la casita y
usé al pequeño costal de huesos como almohada.
Aquella noche, antes de lograr
conciliar el sueño, pensé en muchas cosas. En libros. En algún poema de Borges
donde habla del olvido. En música. En los hombres. En las mujeres. En cosas. Quizá
esta es la Universidad Desconocida de la que tanto hablaba Bolaño, me decía, de
la que no acabamos de graduarnos nunca, de la que no sabemos nada, de la que
hemos de repetir el mismo semestre hasta el infinito. De la que no hay libros
en la materia.
Desperté a las cuatro de la
mañana, sobre la carretera ya había muchos pasajeros contemplando sus vasos de
café y chocolate caliente. Me levanté sin hacerle mucho ruido a El Carlitos, le
devolví sus pulgas y sus manchas y salí de la pequeña casita de madera. La
neblina abrigaba a los negocios, carros, personas y camionetas como una
bufanda.
Así salí de detrás de aquel
negocio, entre la neblina, soltando hojas arrugadas de papel periódico que
resbalaban del interior de mi ropa. Había sobrevivido, pensé. Pero la idea no
me entusiasmaba, incluso me daba igual. Mis dientes castañeaban, posiblemente
tanto como la noche anterior, y, no sé por qué, sentí ganas de llorar. Sin
embargo, me fue imposible. El frío, la madrugada invernal de diciembre, el
canasto vacío donde reposan mis recuerdos, había coagulado mis lágrimas en el
fondo de mis ojos.
Quise apurar las lágrimas, así
que decidí utilizar un estimulante. Saqué mi estuche que contenía los CD, y, después de pensarlo un poco, reproduje
aquel que tiene escrito con marcador: Harvest/Neil
Young.
Desde entonces, la música ha sido
los glóbulos rojos que dan color a mi día, que mantienen mi sangre conectada a
la vena y al corazón. Si la literatura me mantiene con vida, la música me
mantiene despierto. El hábito de la música, de escuchar música, se ha
convertido para mí en un acto religioso, algo que hago en solitario y en
silencio, que no suelo interrumpir. Hay personas que la utilizan para paliar la
soledad, que encienden el radio desde que se levantan hasta que se acuestan,
que contribuyen al ruido y desorden del mundo con una bocina encendida, como
propaganda de la personalidad que les falta. Yo ya solamente la puedo ver como
un dios que pide respeto, un buda meditando en el medio de nosotros, buscando
una oreja sensible que le preste un poco de atención.
Y así caminé por la orilla de la
carretera friolenta, sin rumbo, huyendo de mí, cantando canciones campesinas y
bucólicas, e imaginando que en el fondo de mis ojos había un horizonte y que en
ese horizonte plagado de un sol enorme y anaranjado camina una sombra muy
joven, una sombra triste que me inspira lástima y que lleva mi nombre,
cualquiera que este sea.
Sobre el autor:
Matheus Kar (Guatemala, 1994), ha sido nombrado mención honorifica en el certamen Mi ciudad en 100 Palabras, que organizó la municipalidad de Guatemala en 2014 Ganó el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015. Mención honorifica en el Certamen Cantos de Trova (2015). Formó parte del evento multidisciplinario Off Virtual Test, en 2015. Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala. Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Ha formado parte de las antologías Frente al Silencio (Palo de Hormigo, 2014), Si la Sangre Fuera Ambrosía (Los Zopilotes, 2016), Cuentos Bien Trulis (Chuleta de Cerdo, 2016). Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016). Colabora en el evento literario Poetry Slam Guatemala.
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