viernes, 2 de diciembre de 2016

Literatura: Historia universal (cuento)

Por: Alan Crispo

Ciertamente fuimos condenados a la vigilia. Ciertamente fuimos condenados a los ocasos y a que puedan herirnos: fuimos condenados a la experiencia de las cosas. Ciertamente en todos los individuos existe la inmediata e insípida posibilidad empírica del acceso a acontecimientos, hechos, circunstancias, eventos, situaciones, etcétera, que siendo triviales o no, a lo largo de nuestra vida se perpetúan. Su sucesión en el tiempo es desgarrada por la inevitable tarea de soñar, o es desgarrada para siempre por la muerte. La realidad es tan rara que no es imposible que ocurra cualquier cosa. Es decir que estamos lindando constantemente con el frágil y efímero riesgo de que el universo sea una apariencia, como afirma el idealismo; que sea una farsa, como afirma Carlyle; que sea una broma cósmica, como pudo conjeturar Borges. El fortuito azar o el entretejido destino o Dios crean, de un modo continuo, la contingencia de que pueda haber en cualquier parte de la Tierra, siquiera una sola persona con mis idénticos rasgos, que se encuentre redactando, ensayando y borrando las mismas palabras que las que yo expongo en este mismo momento. He sentido así que llegará el crepúsculo propicio en que a algún hombre le ocurran todas las cosas posibles e imposibles en un solo día, o si queremos ser más ambiciosos, en un solo instante. Aquella inusitada lucidez comprendería los actos del pasado, del presente y también del porvenir (que no conocemos) de la humanidad. En ese instante, sería en su propia carne, por ejemplo, Shakespeare y urdiría letra por letra su Macbeth; sería también, por ejemplo, Aristocreón o Miyamoto Musashi o Lucrecio; habrá hundido los clavos y la sangre en la cruz; habrá huido entre los cascos de su propia caballería en Vorskla; habrá forjado espadas en Calais. Ese ubicuo instante sería un regalo de la Divinidad: sería, más precisamente, La Divinidad. Aquel hombre habrá cometido entonces el milagro de ser el primer inmortal, y por ende asimismo, será y formará la historia universal por completo. Habrá sido las causas y los efectos de la actividad en el mundo. Sintetizaría en su memoria cada detalle de cada ser. No es impreciso declarar que entendería todo. He aquí mi designio. Tal vez con la siguiente declaración tenga la expectativa de que no se dude de su verosimilitud. Con cierta impasible modestia, yo, Alfredo Oviedo, refiero que he tenido la fortuna de ser aquel Inmortal.

La amplia casa donde sucedió el hecho ya no existe. Su predio no corrió la misma suerte, pero no difiere demasiado. Tiempo antes todas sus aberturas permanecieron tapiadas con prolijo temor; los arduos bloques de ladrillo y cemento pretendían no ser inofensivos. Me han contado y he corroborado que ahora en su lugar no hay más que los muchos escombros de lo que supo ser la base de la estructura, asfixiados por espesos arbustos, fierro, enseres y trastos corroídos por las lluvias. Yo cumplía con mi devoción y la añoraba incorruptible. El color de sus verjas degeneró en el color áspero de la ceniza. Recuerdo el desesperado impulso (que siempre tuve y contuve) por recorrer y descubrir la inexorable arquitectura de aquella residencia por dentro. Recuerdo que me fascinaba pensar que allí dentro me esperaba un perplejo laberinto, inconcebiblemente más vasto que el perímetro del orbe. No sé si vi cuchillos en la entrada o si mi falible memoria los agrega. A menos de dos cuadras, luego de una ligera barranca pronunciada, la tierra firme se apaga por el Río de la Plata. Yo he vivido gran parte de mi vida no lejos de esa misma calle, en una íntima y
apartada esquina que pocos saben encontrar. Podría decir que el horizonte del río es el horizonte de todas las jornadas de mi infancia. Siempre he requerido de su cercanía.
En aquella casa, que yo sepa, sólo se encontraba instalada una endeble señora mayor de apellido Becker o Bewer. En mi infancia no reparé nunca en ella, pero sí en mi juventud. Las primeras edades suelen aceptar los atributos de la realidad sin pretender entenderlos. No recuerdo que alguien la haya tratado alguna vez. Tampoco recuerdo qué impresión me infundía. En escasas oportunidades la vi (tímidamente de soslayo) en el umbral, sumida en observar el cielo, quizá los árboles, o fingiendo verlos. Era de una vaga piel cetrina que podían suplir los medrosos ojos que no daban con nadie pero que parecían ser eternos. Yo solía adjudicar su comportamiento a los años. La languidez y las penurias son secretamente justificadas.
Hace meses, en diciembre, supe que la señora había muerto en su casa para ser luego enterrada en su patria. Su soledad no conoció convalecencia. Supuse sin error la causa. Algunos días después me crucé, cerca de Uriburu y Las Heras, con Héctor Rubén Freixa, amigo y vecino de mi período en las barrancas. Lo reconocí por su arbitrario andar. La casualidad pareció ser impuesta, exigida y parejamente intemporal. Lo saludé efusivamente después de tanto tiempo sin verlo. Mis recuerdos de sus facciones habían permanecido fieles pero ya anacrónicos. No en vano vivimos para el tiempo. Comentó que seguía viviendo en los altos de San Isidro, pero en un lote más al sur. Para poblar la conversación y no recaer en un silencio ineficaz o en el hastío, menté la muerte de la señora Becker.
 —No la recuerdo ¿Quién era?
—Sí la recordás. La señora mayor que vivía en la calle Alvear. Alvear y Quintana. Vivía sola.
—Entonces era Bewer, no Becker. Sí, lo supe —respondió sin entusiasmo—. Al parecer murió ciega.
—¿Ciega?
—O al menos eso me dijeron. Ciega o no, te cedió la casa que tanto adorabas —bromeó.
—Sigo adorando su prolijidad. Creo saber de memoria cada minúsculo e innecesario detalle de su fachada. Mis actos y mi idiosincrasia son indignos de esa arquitectura despiadadamente solemne.
—¿Y crees entonces que su arquitectura fue indigna de la señora Bewer?
—Diremos que las cosas les pertenecen a quien sabe y quiere apreciarlas con asombro, con éxtasis, no a quien las posee —contesté con esmerada vanidad.

Precedió una interrupción, no menos importante que la insignificante charla. Me arrepentí de aquella inútil suntosidad. Luego de unos pormenores, recurrimos a una cíclica discusión sobre el penúltimo capítulo (en el cual siempre hemos discernido opiniones) del Le soleil d'hiver de Fabrice Bourdeu hasta despedirnos; la paciente metafísica y sus espejos que se deforman en la semiología, en el sentido de las cosas y en la escuela de Fürste, nunca han compaginado con la lucidez de William Pilkington. Con prisa me dejó su número de teléfono antes de irse “para seguir evidenciando y asediando mi incorregible tosquedad”.
Pasaron los meses y el no siempre advertido olvido antes de que Freixa llamara a mi teléfono, devanando así la madrugada. Me extrañó el hecho de que lo haya conseguido sin mi ayuda. No fui sagaz en distinguirlo, al comienzo. Fue recién cuando recordé que había prometido contactarlo y sospeche un leve reproche, pero lo noté turbado, exasperado. Ni siquiera atinó a confirmar si era yo del otro lado.
—¿Recordás que hablamos sobre la señora Bewer hace un tiempo? La vi en la puerta de su galpón. La vi sentada, es imposible. Sé que suena a que no es verdad pero, ¡la vi ahí y ella estaba mirándome!
Dejé correr unos segundos. Como juntando las palabras y sin entender demasiado le pregunté más sereno de lo que debía:
—¿Cómo la vas a ver si ya no existe? ¿Cuándo fue eso?
—Hace una hora, quizá, o menos. Créeme por favor —pidió con brusco arrebato.
—Mirá, es imposible. Siete u ocho pies de tierra alemana deben estar haciendo impecable su trabajo, ¿Tomaste algo?
—Ya no conozco el coñac hace años. No tomé nada. ¡Lo que te digo no es invento!

Me abrumó su sencilla atrocidad. De hecho no importaba si resultaba una confidencia apócrifa. Aunque increíble, prometía ser verídica y así pude suponerlo. Su plétora me justificó. Me bastó para que decida ahondar en una indagación, quizá también empujado por querer agregarme una posible anécdota. Freixa me rogó impetuosamente que lo acompañara a verificar. Le repuse que no tendría cómo ir, pero que dada la noche estaría allí sin falta ni evasiones y que me mantuviera informado. El otro liquidó la conversación; creí que del otro lado el aparato ya estaba destruido contra la pared. Lo juzgué de una desconsiderada locura. En verdad me incomodó, pero no tardó mucho para que me concibiera al sueño. Forzosamente necesitaba descansar. Pronto se esfumaron Freixa y su aparición, pero el precario sueño supo desdibujarse fácilmente en pesadilla. Soñé con las ramas de un árbol que —luego me pareció— había visto ese mismo día en el Once. Todo se diluyó en soñar el laberinto imposible: lo soñé caótico, con figuras tormentosas, que a lo largo de sus altísimos muros, difamaban y corrompían el universo. El laberinto no tenía fin ni principio y era el resultado de los signos de algún dios. Yo trataba de descifrar su sentido cuando comenzó mi persecución. Al parecer mi persecutor era un ángel reptante con cuerpo de libélula, rostro desfigurado y de arrancados ojos, que dios establecía. Podía oler la carne faltante en sus cavidades oculares. Podía sentir el vidrio de sus alas. Penosamente trataba de huir y de mirarme las manos, porque no las tenía. Penosamente trataba de pronunciar complejos hexámetros que no sabía pronunciar, y que pensaba que me salvarían. De pronto una voz impersonal que no era de nadie, dictaminó: “Todos pueden conocer la eternidad. Felices o infelices los condenados a no morir, serán para siempre”. Aquí inmediatamente desperté. Fatigado y confuso —más bien aliviado— resurgí a la vigilia. Recapitulé los detalles y pensé que a veces los sueños han de justificar su edificación por un solo pasaje significativo. Es decir, que se urden en la ficción de un contexto, en una parafernalia de largos sucesos y episodios, sólo para expresar siquiera una sola palabra que sea memorable. Traté, sin éxito, de reanudar aquella sentencia. Cerré los ojos una y otra vez, modifiqué la respiración, me ordené soñar, me ordené no pensar en que debía soñar, pero nada ocurrió. Al cabo de un cuarto de hora confiriéndome a esa tarea, me dije que era inútil. Lo creí una manifestación divina, y que acaso los incidentes divinos no se dejan entrever por mera voluntad.
Las horas siguientes y sus banalidades sumergieron la mayor parte del recuerdo en la desintegración. Sin embargo, la inquietud me trabajó. Sospeché que Freixa no me llamaría, pero me contactó en cuanto comencé a considerarlo todo una inocente befa. No dijo nada sobre el hecho prominente, y tampoco le pregunté. Quizá para mitigar la aparente zozobra. Sólo me dictó su dirección. Hacia el segundo crepúsculo del día, ya estuve llegando a las barrancas.
Ya encontrados, Freixa no manifestó nada. Se inmutó y nos dirigimos hacia la propiedad de la señora Bewer. Desde lejos, en la extensa noche, se podían ver prendidas todas las luces de la casa. “Esto parece un sueño en donde los sueños del sueño se recrean reales”, esbozó bastante azorado. Yo no participé en ninguna conjetura solipsista. Sólo aludí a que su visión había sido alucinatoria. Ignoro qué furtiva decisión me hizo querer registrar. Se lo comenté, quizá con la fe de ser exhortado a no entrar, pero me dejó solo sin agregar ni una queja. Resignado, el amplio predio me facilitó una entrada contigua. Una vez dentro, sentí la negligencia de sentirme temerario. Rodeé con escrúpulos la casa y di con una puerta trasera. Puedo admitir que yo también lo sentí un sueño al empujar la puerta y que ésta no ofrezca resistencia. Sentí que todos mis ayeres, con todas sus coyunturas, conformaban el idóneo entretejido que me había conducido hasta éste exacto punto. Sentí que el espacio me había urdido para esto. Recorrí sus recintos; la realidad contenía poco de mis previsiones. Hubiese preferido que la imaginación siguiera congraciando y enriqueciendo la abarrotada esperanza de mi fascinación. Su arquitectura, que abundaba en inútiles pedestales, era ostentosa pero carecía de susceptibilidad. Ni rastros de la señora Bewer ni del imposible laberinto. Subí escaleras que me recordaron a unos peldaños en un patio de la Chacarita, seguramente borrados por los años. Las habitaciones, en la planta superior, me parecieron innumerables. Examiné la más cercana, sin trastabillar. Me inundó una impredecible oscuridad y algo aconteció. Trataré de explayarlo.
Es tan extraño pronunciar palabras. Es tan extraño referirse a algo o expresarse mediante la comunicación. Pero también no es menos extraño el silencio; que no haya palabras entre las palabras. Quizá todos estemos equivocados y las palabras y el silencio sean infinitos. Aquí he de exponer —o tratar de exponer— lo que no se puede traducir en símbolos. Lo inentendible sólo es algo que responde a otra lógica de la interpretación y es perteneciente a otro sistema de sucesos. En ese preciso instante me han ocurrido todas las cosas que le han ocurrido a cada uno de los individuos de la humanidad, con sus lentas vicisitudes y sin excepciones. También, de un modo inefable, me han ocurrido las cosas que nunca le han ocurrido a nadie: las imposibles. He experimentado físicamente las sensaciones corporales de cada individuo, sus movimientos, sus racionamientos, sus dolores, sus recepciones, con cada uno de sus sentidos; uno por uno, de un modo repentino, inmediato y no sucesivo, sin disminución de claridad del más íntimo detalle. Es decir que he experimentado lo sucedido a todos los hombres desde los comienzos de los tiempos y también de los hombres que no existen aún. Lideré una pesada carga de bayonetas en el frente del Somme; vi arder, lentos, manuscritos en Alejandría; sentí el temor y la intimidación de los colmillos de un mamut; profesé doctrinas del Islam en jardines de Al Bahah; recomendé atlas y océanos; me suicidé en una tarde de Saitama, ofreciendo mi sangre; sentí la presencia de la luna en las aguas del Nilo; toqué el hielo en un vidrio; vi la forma eliptica en la trampa de un palacio que definiría la astronomía; ejecuté piadosamente a prisioneros; me defendí de tribus que existirán en algún futuro; caminé desnudo y sin rumbo por calles desgarradas; premedité ceremonias para una familia aristocrática de Lancaster; escribí sonetos audaces, fui Sor Juana Inés de la Cruz; fui Lugones, fui Quevedo, fui Miller; fui Matvei Bronstein, muerto en Leningrado; repetí copiosos discursos sobre Miroslav Loehr; dirigí un galeón que no logré rescatar de su hundimiento; vi la mutilación de gente que no conocía; viví toda la vida de Leonor Velázquez, lectora de ésta crónica y leí éstas letras; vi edificios enteros derrumbarse para siempre en el polvo; percibí los cambios de los cuerpos; modifiqué la arcilla en Sumer; conocí cada esquina de las calles de El paso; vi las cargas de húsares del Perú; sentí la palpitante arena en desiertos cerca de Toujane; sentí el malestar una mañana en Lepanto; me vi desde los ojos de la señora Bewer, y no perdí nunca la vista; algún alba me hizo pensar en las rosas todavía no tocadas; me dio muerte un sargento llamado Fuentes; en Cambridge ejercí el amor a la teología; con los Vikings mi destino fue apresar árabes; decapité a herejes y también fui esos herejes sintiendo la espada; tuve imperios extensos que labré en muchos años; recuerdo los arcos de un zaguán en 1934, perfectos; viví las noches desde una ciudad que se llamará Rieljanak; sentí el cariño y los besos de mi amada, y sentí el sufrimiento de perderla en un día ya perdido; compuse metódicas obras en una iglesia de Mühlhausen; derogué la crítica de la crítica del Ever falling down; inmortalicé paisajes de oscuros otoños en Louveciennes; fui en las huestes de Aleppo la insuficiencia; sentí el invierno en las columnas de un edificio en Kharkov; experimenté la muerte de todos los seres del mundo, incluida la de Freixa y la de todos mis queridos; viví toda la vida de todos los hombres. Entendí la causa de las miserias, de las felicidades y de los estudios: en ese instante se ha cifrado en mí la historia humana por excelencia.
Luego la conexión divina cejó. Me aterré, menos por lo acaecido que por la pausada oscuridad. Creí que todos los ojos del planeta me estaban observando. Fui tratando, gradualmente, de reconciliarme con la calma. Erré con una desorientada fiebre. Me sentí débil e insignificante como para que un cuerpo de huesos, carne, venas y piel me sostenga. Intenté huir de los corredores, que a mi paso parecían multiplicarse, e intenté convencerme de que esa propagación era producida falazmente por mi temor a esa propagación. Otro hecho merece una mención detenida. Hubo como una suerte de error en la realidad física: en todos los espacios de la casa escuché la reverberación de mi voz y pude reconocer que esa emisión reproducía con exactitud palabras, frases, conversaciones, preguntas, etcétera, que yo mismo había pronunciado ese día, y quizá contenía todas las expresiones orales desde el comienzo de mi vida. Con dificultad acerté a una salida y salí del predio.
Ahora me permito una breve digresión. Ineludiblemente esto ocurre porque ninguna otra cosa está ocurriendo, pero en aquella habitación ocurrió todo al mismo tiempo, profusamente. He transcrito según el recuerdo, sin dudas parcial. Las memorias, una vez compartidas, les pertenecen a todos. Dado que la imaginación o secuencias imaginarias son quimeras de la experiencia y la percepción, ignoro cuán acertado puede estar este registro, ya que el concepto de una sensación puede ser modificado por la interacción de la que gozamos con nuestros sentimientos. El relato fue sucesivo, pero, como ya he dicho, no lo fue la realidad. Me pareció que el universo pretendía sugerir el desconcierto. Demasiado raro es que exista la concatenación de las circunstancias, que exista el tiempo. No menos raro es que todas las personas hayan estado en lugares; que existan apreciaciones e impresiones emocionales dentro de las personas que están en lugares, y que no hayan posibilidades de no estar en algún lugar preciso. Pero que todo el resumen empírico ocasionado por experimentar aquellos lugares confluya en un solo y único punto del espacio, es inadmisible.
Así me es dado sospechar que las percepciones, sensaciones térmicas, sensaciones musculares, sensaciones auditivas, tienen un valor sideral. Todas las palabras que pronunciemos, todas las aguas que toquemos, junto al más tenue de los sonidos o de las frivolidades, implican segundo a segundo a los astros. He dicho “sospechar” en lugar de “entender”. No tengo acceso a la afirmación de nada, debido a que entender incluye otro sendero, porque ¿entendemos en realidad lo que admitimos entender, o es una ilusión y una esperanza de nuestro Ego? Es probable que nadie entienda nada en concreto y sea todo una vanidad de nuestra interpretación.
Nada comenté a Freixa, y todo se perdió o nos obligamos a perderlo. La casa, ya destruida, me dio consuelo y también el remordimiento que nos dan las cosas a las que no podremos recurrir nunca más. Singularmente, en aquella casa, experimenté toda la raza humana, pero no experimenté mi vida ni mi muerte. Quizá el estar experimentando ahora lo primero signifique redundantemente mi existencia. Quizá vivir sea la muerte que nos espera. Todo es tan intrincado y tan llano a la vez, que yo mismo no lo entiendo. Lo que me ocasiona temor es la inmortalidad, la idea de ser incesante. Mis recuerdos anhelan ser borrados por completo cuando vea mis últimas luces. Anhelan ser abandonados. Anhelan no ser más.

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