A pesar de que pretende ser un relato corto, el sufrimiento es tan
largo, tan inmenso, tan inalcanzable que rebasa las fronteras de la
razón y se interna de lleno en la locura más absoluta.
Suenan
tambores de guerra, las palabras en la mesa suenan gruesas, la paz ha
perdido peso en las negociaciones y las acciones lo han ganado en la
bolsa. Los números pasan por los paneles a velocidad de vértigo mientras
cientos de ojos ávidos, expectantes, analizan paso a paso cada entero,
cada decimal. Bajan las materias primas a tenor de las conquistas, suben
los alimentos debido a la escasez. Las leyes del mercado son
inexorables: a mayor escasez, mayor precio habrá que pagar; hasta que
este precio sea la propia vida.
A dos mil kilómetros siguen sonando
las bombas, sigue muriendo la gente. La ciudad es un cementerio en
construcción donde las tumbas aún dejan los cadáveres al descubierto.
En una de esas ciudades se oye el llanto de un niño, se llama Alí, o
Antoñito, o Franki, que más da, es el llanto de un niño, ¿lo entienden?
es el llanto de toda una humanidad que presencia desesperada como la
vida tiene un valor en las bolsas, allá donde se compra y se vende el
alma, porque ya no hay entrañas.
Antonio, ingeniero informático al
servicio de un oscuro banco donde se acumulan los sabrosos dividendos de
tan nefastos negocios, lo sabe; sabe que las cuentas que él maneja
tienen tantos euros como muertos han dejado en el camino mientras se han
engordado. Tiene un gran sueldo, lleva ya 12 años y es de total
confianza. De regreso a casa, se tropieza con un niño pedigüeño, un
montón de harapos que apenas cubren un esqueleto disimulado por una
envoltura de piel macilenta, casi cadavérica; un niño que le tiende una
mano suplicante y cuya mirada inocente taladra su alma hasta lo más
profundo. Su hijo se llama Antoñito, tendrá la misma edad, si es que a
esta pobre criatura se le puede calcular la edad. Una lágrima resbala
por su mejilla y viene a caer sobre la mano del niño que espera una
moneda. El niño cierra su mano como si hubiera agarrado el alma de aquel
señor tan bien vestido y ya dándose la vuelta, le desea buenos días y
le clava una frase que a Antonio jamás se le olvidaría: “Que Dios le
ampare”.
Al día siguiente, Antonio comenzó a almacenar en un archivo
secreto los números de las cuentas que él conocía. Al entregar dicho
archivo, vio la mano del niño extendida, con su lágrima aún fresca, y se
juró que daría su vida por la sonrisa de un niño.
Magnífico relato. ¡Mil felicitaciones!
ResponderBorrarNota del autor.- Donde se lee "la ciudad es un comentario" debe leerse "la ciudad es un cementerio en construcción" (Errata cometida por el propio autor)
ResponderBorrarCorregido ya, amigo Francisco. Un gran saludo!
BorrarUffff, de verdad que es un excelente relato.
ResponderBorrarQué fuerte y cierto...
ResponderBorrarEs como arrancarle con los dientes, y de a poco, trozos al alma. ¡Duele!