La familia Garza viajaba desde la ciudad de
Monterrey hasta un pueblito localizado como a cien kilómetros de distancia
llamado Bustamante, en donde los padres de Néstor tenían un rancho caprino que
medía doscientas hectáreas. Durante el trayecto hacia donde pasarían una semana de
vacaciones, los pequeñines Eleazar y sus hermanas Evelyn y Enriqueta, de cuatro, seis y ocho años respectivamente, disfrutaban viendo correr al tren paralelo a la
camioneta en que iban, como si jugasen una carrera contra él en un paisaje
repleto de mezquites, huizaches, nopales y otra vegetación nativa de la región
desértica, coronada por sus filas de cerros de la Sierra Madre Oriental que, desde la carretera, parecían un grupo de gigantes cubiertos en sus partes más altas por las nubes . Tan emocionada como sus hijos estaba Herlinda, la señora citadina que
jamás había conocido el rancho del que tanto le había hablado su esposo Néstor, que siempre le había prometido que le enseñaría a montar caballos; ya que sus
suegros acostumbraban a visitarlos cuando tenían que atender algún negocio, vendiendo reses a
carnicerías y restaurantes.
Por más de una hora, Néstor compitió con el tren, para finalmente llegar a la entrada de Bustamante cortada por las
vías, por lo que tuvo que frenar hasta que la hilera de vagones de carga dejó de
estorbarles para poder entrar al pueblo que los recibiría con sus huertos de
nogales, proveedores principales de la nuez que se consume en el estado de
Nuevo León. Acto seguido, en el camino hacia el rancho “Los Garzas”,
Néstor bajó las ventanas de su camioneta para que su familia aspirara el aire
puro del campo, ya que, al divisarse las primeras casas, éste se impregnaba del olor al
famoso pan cocido en horno de leña conocido como semita. Se detuvieron en la
primera panadería que se toparon y compraron semitas y empanadas. Tras la
satisfacción del antojo de pan dulce, tardaron otros diez minutos en llegar a
su destino.
Una verja enorme, con “Los Garza” grabado en un
letrero, les dio la bienvenida. Néstor abrió el portón, después de cerrarlo se
internó en un sendero cubierto de piedras aplanadas en vez de concreto, pasando
por corrales en donde las cabras y los borregos pastaban hierba amarillenta, por
la escasez de lluvias. Avanzaron como un kilómetro hasta llegar a la casa de
los abuelos. El hogar era de una sola planta. No destacaba en lo arquitectónico, pero con sus seis recámaras, su amplia sala y el comedor, la cocina moderna y los
servicios básicos como drenaje y electricidad provista por paneles solares en
los tejados, era lo suficientemente confortable como para recibir el triple de
invitados de los que habían arribado para celebrar las bodas de oro de los anfitriones. Detrás de la casa estaba un granero donde guardaban
el forraje, y afuera de allí había un gallinero que proveía de huevo y pollo al
lugar. En el patio había un palapa con una chimenea y un pozo que se usaba para cocinar barbacoa.
El aroma a barbacoa de borrego cocinándose en el pozo impregnaba el ambiente, lo que despertó el apetito de los recién llegados.
Néstor padre estaba sentado en una mecedora, bajo la sombra de un mezquite, al
lado del pozo, y bebía una cerveza mientras vigilaba la cocción de la barbacoa
—Todavía le falta como cuatro horas, hijo —dijo a su vástago que había ido a
saludarle y a preguntar por la comida, y terminó el resto de su cerveza,
buscando otra en la hielera que tenía junto a la mecedora. —Si quieres lleva a
los nietos a ver los corrales —finalizó, destapando otra botella, y añadió: —Pero
que vengan primero a darme un beso. Llevo muchas horas esperando a que llegaran.
Herlinda estaba con Zenaida, su suegra, ayudando en la cocina mientras los
niños iban a dormir una siesta en las habitaciones después de haber saludado
al abuelo.
Pasaron dos horas. Herlinda decidió ir a despertar a
sus hijos, pero cuando fue a los cuartos, comprobó que Eleazar no estaba.
Entonces fue a fijarse si el niño estaba con su papá o con sus abuelos. Zenaida
seguía en la cocina, destazaba un cabrito que Néstor padre acababa de matar.
Cuando le preguntó a su suegra que si
había visto a Eleazar, le respondió con una negativa y agregó que no era
posible que estuviera con los hombres, ya que ambos Néstor cabalgaban y
arreaban cabras para cambiarlas a otro corral para pastar. —Debe estar jugando
afuera. Vamos a buscarlo —puntualizó Zenaida, dejando a un lado el cabrito.
La abuela y la madre salieron de la casa y se
separaron para buscar a Eleazar con mayor rapidez. — ¡Eleazar! —exclamaba
Herlinda en el gallinero—. —¡Eleazarito! ¿Dónde estás, chiquito? —preguntaba en voz alta Zenaida mientras
inspeccionaba entre el forraje almacenado en el granero.
Tras esto, convergieron en el patio y siguieron buscando, juntas, al niño en
los alrededores de la casa. Entonces pasaron por la palapa y
vieron que la tapa del pozo de la barbacoa estaba corrida hacia un lado, como si alguien la hubiera arrastrado.
Al final, después de una búsqueda desesperada por todo el rancho, pudieron
encontrar al pequeñín adentro del pozo, encima del borrego, cocinándose.
*
Título de la imagen: Ferrocarril en Bustamante, Nuevo León.
Fotógrafo: J. Hector Alanis Rojas
Fuente: http://aroundguides.com/30198810/Photos/52446295
Usada en este cuento con fines ilustrativos, sin ánimos de lucro.
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Título de la imagen: Ferrocarril en Bustamante, Nuevo León.
Fotógrafo: J. Hector Alanis Rojas
Fuente: http://aroundguides.com/30198810/Photos/52446295
Usada en este cuento con fines ilustrativos, sin ánimos de lucro.
Es predicible tu historia. De ahí en fuera me gustó el toque para mí más de Juan Rulfo que de Horacio Quiroga por la descripción: me imaginé la barbacoa, el pueblito, etc. Lo hiciste bien mexicano ! ajua !
ResponderBorrarEs una pena que no lograra convencerte al 100%. Todavía no leo a Juan Rulfo (pero tengo un libro con Pedro Páramo y El llano en llamas), no estoy familiarizado con su estilo.
BorrarBustamante es un pueblo real, tiene unas grutas muy hermosas y es proveedor nacional de nuez (pero preferí hacer énfasis en el pan)
Gracias por leerme.