Por: Antonio G.
Salvador Lavado Tejón (Quino).
Un día mi dinero cobró vida. Me quedé dormido, y a la mañana siguiente ahí estaban los vástagos de mi fortuna, de pie frente a mí; no necesitaron decírmelo ni yo preguntárselos, simplemente había algo que nos hacía saberlo. Yo era su amo y ellos mis sirvientes.
Yo
soy rico, y en este país ser rico quiere decir tener mucho capital. Como
siempre llevo mucho dinero en mi cartera, el día en que esto sucedió, mi
cuarto terminó lleno de gente.
Reconocí
rápidamente cada denominación de billete en la cara de esos que me rodeaban: los grandes tenían una cara afilada, tosca, se mostraban reacios con los otros, mirándolos a todos como hacia abajo. Sabían lo que representaban y se sentían con el derecho de comportarse con atrevimiento, enojo y desesperación. Los
chicos eran más tranquilos y prácticamente sumisos. Como era de esperarse,
entre menor era su denominación, más nobleza parecían expresar sus miradas. Yo no
poseía monedas, así que nunca supe qué tan nobles podrían ser ellas, aunque, por lo visto, supongo que mucho.
Como
era mi dinero, decidí decirles que me siguieran: quería que estuvieran siempre
conmigo.
Cuando
salí a la calle, vi a toda la gente acompañada; yo vivía en una zona opulenta, así que a todas las personas nos escoltaban casi la misma especie de
billetes humanos. Entre ellos trataban de no mezclarse ni por error, si se llegaban a
estorbar, escupían la molestia por los ojos y nunca se pedían perdón ni permiso
para pasar.
Era
raro, el dinero no era amable.
Mucha
gente iba muy bien acompañada, tal como yo, y otra no tanto. Estábamos
todos en la misma zona, pero unos a duras penas podían darse el lujo de vivir
ahí. Pobres de ellos, pensé, porque esta mañana no pueden ocultar su falta de
dinero, basta con ver qué tantas personas van a su alrededor.
Aquel
día hice varias compras y, por la tarde, ya de regreso, me di cuenta de que mi
compañía era diez veces menor que con la que contaba horas antes. Eso me hizo
sentir un poco mal, tenía menos personas con las cuales platicar, aunque, siendo sincero, los billetes de alta denominación hablaban poco; luego me percaté de que no importaba que ellos no hablaran mucho y que los menos valiosos sí: yo
quería a los altos, a los que veían con arrogancia a los demás.
Así
que, los días siguientes, cada persona que salió a la calle trató de verse lo
más acompañada posible. Afuera había tanta vida; la gente reía con su dinero,
les gustaba rodearse de él, platicar, tomar el café, llenar las plazas.
Un
mes después salió en las noticias que había una sobrepoblación en la ciudad: los
bancos ya no tenían billetes humanos para dar porque la gente estaba sacando
todo su dinero con el fin de estar acompañada. No había suficiente para abastecernos.
Eso
sembró pánico. Era increíble, lo sé, pero nos daba miedo no tener más dinero
que el que estaba en nuestras casas o el que caminaba con nosotros.
Y
fue ése el hecho que tal vez lo cambió todo, porque el capital se dio cuenta de
nuestra turbación: los billetes se percataron de que queríamos rodearnos de
ellos y, peor aún, que éramos más felices estando entre ellos que con nuestros propios familiares y amigos.
No
quise aceptarlo aunque en el fondo lo sabía, ni tampoco quise pensar que el
dinero lo había notado.
Un
día por la mañana, vi que todos mis billetes tenían una reunión. Fue inaudito
porque, como ya dije, billetes grandes rara vez hablaban con billetes chicos;
pero esto era diferente, se estaban poniendo de acuerdo para algo, pero no
sabía para qué.
Les
hablé entonces, mas no me hicieron caso. Tuve que hacerlo otras tres veces, en la última alcé la voz. Ellos voltearon y uno me dijo:
—No queremos que seas más nuestro
amo. Nosotros hemos acordado esta reunión y decidimos que ahora seremos quienes
mandemos. Si quieres estar rodeado por nosotros todavía, tienes que aceptarnos
como los amos. Nos hemos dado cuenta de que no puedes vivir sin nuestra compañía.
—¡Ustedes son míos!
—Tú eres más de nosotros que
nosotros de ti. Si queremos nos podemos marchar, no lloraríamos estando lejos
de tu compañía; tú, sin embargo, quedarías deprimido si no permanecemos contigo.
Además, esto está pasando en todos los hogares de la ciudad, no te aflijas pensando que serás el único que nos aceptará o rechazará. En todo caso no
será doloroso, sólo tienes que aceptarnos como tus amos y señores. No llevarás una
correa como perro, simplemente el pensamiento te dirá quién es el que manda
en este lugar.
Entonces acepté.
Después
me enteré de que mis familiares habían acordado lo mismo, e incluso los padres de
nuestra iglesia; de hecho, no supe de ninguna persona que no hubiera aceptado el mismo pacto.
Poco
a poco, así como nos habíamos acostumbrado a vernos acompañados por billetes,
nos habituamos a que el dinero nos mandara, a que nos aconsejara sobre qué
hacer y qué no. Todas nuestras decisiones eran influenciadas por los billetes
humanos, no había una sola cosa que uno pudiera hacer sin que ellos metieran
sus pláticas, sus pros y contras, su evaluación de la situación.
Luego de un tiempo ya ni siquiera tenían que hablar cuando queríamos hacer
algo, porque cada quien por sí mismo pensaba lo que diría cada billete, y bajo eso
decidíamos si hacer algo o no.
Un
día, en las noticias se transmitió un discurso de nuestro gobernante. Era corto,
simplemente decía:
“Damas
y caballeros, he aceptado el pacto con los billetes, así que de ahora en adelante
el dinero nos gobierna”.
Una
mañana los billetes ya no eran humanos; todo era tal cual lo es ahora, pero
nosotros no necesitábamos ya que nos estuvieran aconsejando: teníamos todo en
el cerebro, pensábamos como el dinero, pensábamos en el dinero.
Y
así inculcamos a nuestros hijos.
Conforme pasó el tiempo, y los que vivimos esa época donde el dinero cobró vida
comenzamos a morir, dejó de conocerse esa historia.
Es
triste, ahora que lo pienso, si aquel día yo hubiera dicho “No”, en lugar de “Sí”,
tal vez todo hubiese sido diferente.
Las
nuevas generaciones dicen que el dinero nos corrompe, pero eso es una mentira
muy grande: nosotros fuimos los que en aquel tiempo corrompimos al dinero, le
dimos el poder… pero nos cuesta, nos cuesta darnos cuenta, y nos quitamos la
responsabilidad diciendo que él es el culpable… y ahora lo sabes.
¡Excelente!
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