miércoles, 20 de abril de 2016

Literatura: Los culpables (cuento)

Por: Antonio G.
Salvador Lavado Tejón (Quino).



Un día mi dinero cobró vida. Me quedé dormido, y a la mañana siguiente ahí estaban los vástagos de mi fortuna, de pie frente a mí; no necesitaron decírmelo ni yo preguntárselos, simplemente había algo que nos hacía saberlo. Yo era su amo y ellos mis sirvientes.
Yo soy rico, y en este país ser rico quiere decir tener mucho capital. Como siempre llevo mucho dinero en mi cartera, el día en que esto sucedió, mi cuarto terminó lleno de gente.
Reconocí rápidamente cada denominación de billete en la cara de esos que me rodeaban: los grandes tenían una cara afilada, tosca, se mostraban reacios con los otros, mirándolos a todos como hacia abajo. Sabían lo que representaban y se sentían con el derecho de comportarse con atrevimiento, enojo y desesperación. Los chicos eran más tranquilos y prácticamente sumisos. Como era de esperarse, entre menor era su denominaciónmás nobleza parecían expresar sus miradas. Yo no poseía monedas, así que nunca supe qué tan nobles podrían ser ellas, aunque, por lo visto, supongo que mucho.
Como era mi dinero, decidí decirles que me siguieran: quería que estuvieran siempre conmigo.
Cuando salí a la calle, vi a toda la gente acompañada; yo vivía en una zona opulenta, así que a todas las personas nos escoltaban casi la misma especie de billetes humanos. Entre ellos trataban de no mezclarse ni por error, si se llegaban a estorbar, escupían la molestia por los ojos y nunca se pedían perdón ni permiso para pasar.
Era raro, el dinero no era amable.
Mucha gente iba muy bien acompañada, tal como yo, y otra no tanto. Estábamos todos en la misma zona, pero unos a duras penas podían darse el lujo de vivir ahí. Pobres de ellos, pensé, porque esta mañana no pueden ocultar su falta de dinero, basta con ver qué tantas personas van a su alrededor.
Aquel día hice varias compras y, por la tarde, ya de regreso, me di cuenta de que mi compañía era diez veces menor que con la que contaba horas antes. Eso me hizo sentir un poco mal, tenía menos personas con las cuales platicar, aunque, siendo sincero, los billetes de alta denominación hablaban poco; luego me percaté de que no importaba que ellos no hablaran mucho y que los menos valiosos sí: yo quería a los altos, a los que veían con arrogancia a los demás.
Así que, los días siguientes, cada persona que salió a la calle trató de verse lo más acompañada posible. Afuera había tanta vida; la gente reía con su dinero, les gustaba rodearse de él, platicar, tomar el café, llenar las plazas.
Un mes después salió en las noticias que había una sobrepoblación en la ciudad: los bancos ya no tenían billetes humanos para dar porque la gente estaba sacando todo su dinero con el fin de estar acompañada. No había suficiente para abastecernos.
Eso sembró pánico. Era increíble, lo sé, pero nos daba miedo no tener más dinero que el que estaba en nuestras casas o el que caminaba con nosotros.
Y fue ése el hecho que tal vez lo cambió todo, porque el capital se dio cuenta de nuestra turbación: los billetes se percataron de que queríamos rodearnos de ellos y, peor aún, que éramos más felices estando entre ellos que con nuestros propios familiares y amigos.
No quise aceptarlo aunque en el fondo lo sabía, ni tampoco quise pensar que el dinero lo había notado.
Un día por la mañana, vi que todos mis billetes tenían una reunión. Fue inaudito porque, como ya dije, billetes grandes rara vez hablaban con billetes chicos; pero esto era diferente, se estaban poniendo de acuerdo para algo, pero no sabía para qué.
Les hablé entonces, mas no me hicieron caso. Tuve que hacerlo otras tres veces, en la última alcé la voz. Ellos voltearon y uno me dijo:
No queremos que seas más nuestro amo. Nosotros hemos acordado esta reunión y decidimos que ahora seremos quienes mandemos. Si quieres estar rodeado por nosotros todavía, tienes que aceptarnos como los amos. Nos hemos dado cuenta de que no puedes vivir sin nuestra compañía.
—¡Ustedes son míos!
Tú eres más de nosotros que nosotros de ti. Si queremos nos podemos marchar, no lloraríamos estando lejos de tu compañía; tú, sin embargo, quedarías deprimido si no permanecemos contigo. Además, esto está pasando en todos los hogares de la ciudad, no te aflijas pensando que serás el único que nos aceptará o rechazará. En todo caso no será doloroso, sólo tienes que aceptarnos como tus amos y señores. No llevarás una correa como perro, simplemente el pensamiento te dirá quién es el que manda en este lugar.
Entonces acepté.
Después me enteré de que mis familiares habían acordado lo mismo, e incluso los padres de nuestra iglesia; de hecho, no supe de ninguna persona que no hubiera aceptado el mismo pacto.
Poco a poco, así como nos habíamos acostumbrado a vernos acompañados por billetes, nos habituamos a que el dinero nos mandara, a que nos aconsejara sobre qué hacer y qué no. Todas nuestras decisiones eran influenciadas por los billetes humanos, no había una sola cosa que uno pudiera hacer sin que ellos metieran sus pláticas, sus pros y contras, su evaluación de la situación.
Luego de un tiempo ya ni siquiera tenían que hablar cuando queríamos hacer algo, porque cada quien por sí mismo pensaba lo que diría cada billete, y bajo eso decidíamos si hacer algo o no.
Un día, en las noticias se transmitió un discurso de nuestro gobernante. Era corto, simplemente decía:
“Damas y caballeros, he aceptado el pacto con los billetes, así que de ahora en adelante el dinero nos gobierna”.
Una mañana los billetes ya no eran humanos; todo era tal cual lo es ahora, pero nosotros no necesitábamos ya que nos estuvieran aconsejando: teníamos todo en el cerebro, pensábamos como el dinero, pensábamos en el dinero.
Y así inculcamos a nuestros hijos.
Conforme pasó el tiempo, y los que vivimos esa época donde el dinero cobró vida comenzamos a morir, dejó de conocerse esa historia.
Es triste, ahora que lo pienso, si aquel día yo hubiera dicho “No”, en lugar de “Sí”, tal vez todo hubiese sido diferente.
Las nuevas generaciones dicen que el dinero nos corrompe, pero eso es una mentira muy grande: nosotros fuimos los que en aquel tiempo corrompimos al dinero, le dimos el poder… pero nos cuesta, nos cuesta darnos cuenta, y nos quitamos la responsabilidad diciendo que él es el culpable… y ahora lo sabes.

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