jueves, 14 de abril de 2016

Literatura: Apología del silencio (cuento)

Por: Karim Yaver


Pintura por Naz, "Sin título" (2016, inspirada en "Apología del silencio"), técnica mixta sobre madera, 30 x 30 cm.


«Porque si no uso la lengua para hablar tropiezo con mis labios que crecen, con mis labios enormes, y me muerdo, y luego me lo trago todo; así, justo así, como si me tragara a mí mismo. Es tanta la saliva, después, que parece que nado. Entonces hablo y hablo y hablo, porque si no lo hago, termino por ahogarme». Y luego un silbido, a lo lejos. No importaba su origen, de dónde proviniese ni quién lo estuviera emitiendo, siempre, en cualquier lugar, en cualquier momento, todo silbido lo arrojaba de vuelta treinta años atrás a esa escena gris en que él y su padre compartían un espacio y un tiempo precisos como asistentes de un espectáculo que en ese entonces le parecía único: aquella máquina giratoria que lo obsesionaba, girando y girando… silbando. «Papá, ¿por qué salían chispas cuando ponías ahí el cuchillo? Papá…»
Fue justo en esa época cuando su padre dejó de hablar, y cuando para Luis las palabras comenzaron a ser algo más que un simple medio, una simple herramienta. Para este joven, no tan joven ya, para este niño envuelto en la carne casi arrugada de un adulto medio, para este ser pequeño por las dudas y la angustia que acarrea el no encontrar jamás respuestas —al menos nunca las que él espera—, para Luis, decía, para él, son las palabras la confesión, confesión igual a la de otro hombre triste. Pero Luis no es realmente un hombre triste, hay demasiada energía en él, ¡qué digo!, demasiadas imágenes. Porque para Luis las palabras son alimento. Estamos frente a un vampiro de las palabras que no hace más que escupirlas. «¿Sabes lo que es ser esclavo de tu lengua?...»
Luis, hablábamos del sonido aquél, ése que te obsesionaba cuando eras niño. ¿Recuerdas que papá hacía girar la rueda y con delicadeza colocaba el filo del cuchillo sobre ella? «Era como ver a una hermosa bailarina danzar sobre una pista de metal caliente, un cisne blanco ardiente y veloz que a su paso dejaba chispas y fuegos artificiales. ¡Bum! Retumbaban en mis oídos, desde dentro. Casi podía oír a los perros asustados aullando por el tronido y el relámpago. De pronto volvía a la realidad, y lo que veía era lo que escuchaba: un silbido helado y penetrante con el que yo mismo podía danzar. A veces platicaba con él, en mi cabeza claro, o papá me hubiera escarmentado, antes de perder su lengua: “sólo los locos y los idiotas hablan solos, y mi hijo no es ni idiota ni loco”. Pero cuando papá dejó de hablar y yo lo acompañaba a afilar su cuchillo, entonces ya podía estar seguro de que no me diría nada, aunque yo quisiera que lo hiciera —y tal vez por eso lo hacía, hablaba y hablaba solo, esperando quizá que un día papá no pudiera contenerse más y de pronto me gritara, me sermoneara, me pegara incluso; pero que me hablara, que me dijera algo. Hablaba entonces con el silbido que nacía de la rueda y el cuchillo. Imaginaba yo que así nacían los bebés, como si de esa danza sensible y armónica del cuchillo-papá con la rueda-giratoria-mamá, de ese resbalar naciera un silbido acompasado, perfecto; y yo de pronto era ese silbido, y yo de pronto me daba cuenta de que hablando con él lo que hacía era hablar conmigo, y entonces hablaba con total libertad, porque ya no importaba lo que papá escuchara, puesto que no podría decir nada, no iba a decir nada, nunca, y yo ya tampoco podría callar jamás».
Luis no tiene bien ubicado entre los recovecos de su memoria el momento específico en que su padre dejó de hablar; mucho menos cómo fue que se dio ni por qué. Lo que sí recuerda es cómo fue que él comenzó, por el contrario, a dejar de callar. Aunque sólo tiene presente que un día pasó… «Y lo recuerdo perfectamente, fue con el silbido».
Su padre era carnicero, y a él no le agradaba que el pequeño Luis, el pequeño niño impresionable ya consciente, estuviese presente cuando tenía que destripar a algún chancho o cortarles las cabezas a los pollos —deseaba algo más para su hijo: que rompiera con la tradición y se dedicase a otra cosa cuando le llegase su momento—, aunque no oponía ninguna resistencia cuando lo acompañaba al patio trasero a afilar sus cuchillos. La madre de Luis murió siendo él muy pequeño… «Tanto que no la recuerdo. No sé cómo era y papá nunca hablaba de ella, siempre evadía mis preguntas, como aquella vez que…» Entonces su padre tuvo que hacerse cargo del bebé él solo, pero no podía descuidar tampoco el negocio familiar (su propio padre, su abuelo y quién sabe cuántas generaciones atrás, fueron todos de oficio carniceros). En ese momento, con un bebé Luis memoria-de-teflón, ¿cuál podía ser el problema? ¡Era justamente un bebé! Aunque ya desde entonces no deseaba que su hijo estuviese presente, pensaba en que los niños no suelen recordar las cosas precisamente cuando son bebés, ¿qué importaba entonces que lo observase mientras destripaba a los cerdos y degollaba a los pollos? Así, cada mañana, desde antes del amanecer, el bebé Luis veía cómo su padre introducía ese cuchillo —recién afilado la tarde anterior— en el vientre rosado y henchido de mamá puerca, haciéndolo resbalar a todo lo largo, dejando a su paso una abertura de Gran Cañón por la que emergían triunfantes las tripas oscuras y los riñones rosados, y el hígado púrpura y el estómago blanquecino, y los últimos restos de sangre y toda la peste de la muerte congelada. El bebé Luis sonreía al gran papá con la sonrisa del infante que goza, agitando una sonaja plástica que titilaba como campanas de catedral en aquel lugar cerrado; papá devolvía esa sonrisa con una carcajada al tiempo que dejaba caer el machete sobre el hueso que asomaba… ups, éste no era un cerdo y seguía un poco vivo, y el bebé que no recordaría veía cómo a la cara de papá se adherían, salpicados por el golpe, unos puntos rojizos que de a poco iban convirtiéndose en manchas como de Rorschach.
La época era mala. Nadie se imaginaba cómo era posible que el carnicero no fuera a la quiebra, como tantos otros… «Papá tampoco me contó eso, pero cuando crecí me enteré de que, en efecto, había habido algo así como una gran crisis en el pueblo, tal vez por la guerra, aunque la guerra no nos tocó a nosotros, pero siempre sus efectos se dejan ver, ya sabes, lazos económicos y comerciales y…» Sí, Luis, yo estoy contando esta historia, tu historia… Decía que la época era mala, y su padre se vio en la necesidad de encontrar la forma. Por la crisis se habían incrementado demasiado los precios de la carne roja, y muchos terminaban arrojados a las calles… «A veces creo que recuerdo cómo papá introducía el cuchillo en esa carne, entonces me entran ganas de rezar…» Luis, no me interrumpas… Había que alimentar al pequeño, pero la mejor manera de olvidar lo hecho era callándolo; había que guardar silencio, por respeto y por asco, creer que la carne era de cerdo… «…o de ir a la iglesia…» Luis, ¡ya cállate! «…y confesarme…» ¡Me largo, Luis, me largo! «…y luego, luego guardar silencio… por un instante. Sólo un instante».

1 comentario:

  1. Busca un editor, no desperdicies tu talento. Juegas bien con el lenguaje, sé ese carnicero.

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