Por: Karim Yaver
Pintura por Naz, "Sin título" (2016, inspirada en "Apología del silencio"), técnica mixta sobre madera, 30 x 30 cm. |
«Porque
si no uso la lengua para hablar tropiezo con mis labios que crecen, con mis
labios enormes, y me muerdo, y luego me lo trago todo; así, justo así, como si
me tragara a mí mismo. Es tanta la saliva, después, que parece que nado.
Entonces hablo y hablo y hablo, porque si no lo hago, termino por ahogarme». Y
luego un silbido, a lo lejos. No importaba su origen, de dónde proviniese ni
quién lo estuviera emitiendo, siempre, en cualquier lugar, en cualquier momento,
todo silbido lo arrojaba de vuelta treinta años atrás a esa escena gris en que
él y su padre compartían un espacio y un tiempo precisos como asistentes de un
espectáculo que en ese entonces le parecía único: aquella máquina giratoria que
lo obsesionaba, girando y girando… silbando. «Papá, ¿por qué salían chispas
cuando ponías ahí el cuchillo? Papá…»
Fue justo en esa época cuando su padre dejó de hablar, y cuando
para Luis las palabras comenzaron a ser algo más que un simple medio, una
simple herramienta. Para este joven, no tan joven ya, para este niño envuelto
en la carne casi arrugada de un adulto medio, para este ser pequeño por las
dudas y la angustia que acarrea el no encontrar jamás respuestas —al menos
nunca las que él espera—, para Luis, decía, para él, son las palabras la confesión, confesión igual a la de otro hombre
triste. Pero Luis no es realmente un
hombre triste, hay demasiada energía en él, ¡qué digo!, demasiadas imágenes. Porque
para Luis las palabras son alimento. Estamos frente a un vampiro de las
palabras que no hace más que escupirlas. «¿Sabes lo que es ser esclavo de tu
lengua?...»
Luis, hablábamos del sonido aquél, ése que te obsesionaba
cuando eras niño. ¿Recuerdas que papá hacía girar la rueda y con delicadeza
colocaba el filo del cuchillo sobre ella? «Era como ver a una hermosa bailarina
danzar sobre una pista de metal caliente, un cisne blanco ardiente y veloz que
a su paso dejaba chispas y fuegos artificiales. ¡Bum! Retumbaban en mis oídos,
desde dentro. Casi podía oír a los perros asustados aullando por el tronido y
el relámpago. De pronto volvía a la realidad, y lo que veía era lo que
escuchaba: un silbido helado y penetrante con el que yo mismo podía danzar. A
veces platicaba con él, en mi cabeza claro, o papá me hubiera escarmentado,
antes de perder su lengua: “sólo los locos y los idiotas hablan solos, y mi
hijo no es ni idiota ni loco”. Pero cuando papá dejó de hablar y yo lo
acompañaba a afilar su cuchillo, entonces ya podía estar seguro de que no me diría
nada, aunque yo quisiera que lo hiciera —y tal vez por eso lo hacía, hablaba y
hablaba solo, esperando quizá que un día papá no pudiera contenerse más y de
pronto me gritara, me sermoneara, me pegara incluso; pero que me hablara, que
me dijera algo. Hablaba entonces con el silbido que nacía de la rueda y el
cuchillo. Imaginaba yo que así nacían los bebés, como si de esa danza sensible
y armónica del cuchillo-papá con la rueda-giratoria-mamá, de ese resbalar
naciera un silbido acompasado, perfecto; y yo de pronto era ese silbido, y yo
de pronto me daba cuenta de que hablando con él lo que hacía era hablar
conmigo, y entonces hablaba con total libertad, porque ya no importaba lo que
papá escuchara, puesto que no podría decir nada, no iba a decir nada, nunca, y
yo ya tampoco podría callar jamás».
Luis no tiene bien ubicado entre los recovecos de su memoria
el momento específico en que su padre dejó de hablar; mucho menos cómo fue que
se dio ni por qué. Lo que sí recuerda es cómo fue que él comenzó, por el
contrario, a dejar de callar. Aunque sólo tiene presente que un día pasó… «Y lo
recuerdo perfectamente, fue con el silbido».
Su padre era carnicero, y a él no le agradaba que el pequeño
Luis, el pequeño niño impresionable ya consciente, estuviese presente cuando
tenía que destripar a algún chancho o cortarles las cabezas a los pollos —deseaba
algo más para su hijo: que rompiera con la tradición y se dedicase a otra cosa
cuando le llegase su momento—, aunque no oponía ninguna resistencia cuando lo
acompañaba al patio trasero a afilar sus cuchillos. La madre de Luis murió
siendo él muy pequeño… «Tanto que no la recuerdo. No sé cómo era y papá nunca
hablaba de ella, siempre evadía mis preguntas, como aquella vez que…» Entonces
su padre tuvo que hacerse cargo del bebé él solo, pero no podía descuidar
tampoco el negocio familiar (su propio padre, su abuelo y quién sabe cuántas
generaciones atrás, fueron todos de oficio carniceros). En ese momento, con un
bebé Luis memoria-de-teflón, ¿cuál podía ser el problema? ¡Era justamente un
bebé! Aunque ya desde entonces no deseaba que su hijo estuviese presente,
pensaba en que los niños no suelen recordar las cosas precisamente cuando son
bebés, ¿qué importaba entonces que lo observase mientras destripaba a los
cerdos y degollaba a los pollos? Así, cada mañana, desde antes del amanecer, el
bebé Luis veía cómo su padre introducía ese cuchillo —recién afilado la tarde
anterior— en el vientre rosado y henchido de mamá puerca, haciéndolo resbalar a
todo lo largo, dejando a su paso una abertura de Gran Cañón por la que emergían
triunfantes las tripas oscuras y los riñones rosados, y el hígado púrpura y el
estómago blanquecino, y los últimos restos de sangre y toda la peste de la
muerte congelada. El bebé Luis sonreía al gran papá con la sonrisa del infante
que goza, agitando una sonaja plástica que titilaba como campanas de catedral en
aquel lugar cerrado; papá devolvía esa sonrisa con una carcajada al tiempo que dejaba
caer el machete sobre el hueso que asomaba… ups,
éste no era un cerdo y seguía un poco vivo, y el bebé que no recordaría veía
cómo a la cara de papá se adherían, salpicados por el golpe, unos puntos
rojizos que de a poco iban convirtiéndose en manchas como de Rorschach.
La época era mala. Nadie se imaginaba cómo era posible que
el carnicero no fuera a la quiebra, como tantos otros… «Papá tampoco me contó
eso, pero cuando crecí me enteré de que, en efecto, había habido algo así como
una gran crisis en el pueblo, tal vez por la guerra, aunque la guerra no nos
tocó a nosotros, pero siempre sus efectos se dejan ver, ya sabes, lazos económicos
y comerciales y…» Sí, Luis, yo estoy contando esta historia, tu historia… Decía que la época era
mala, y su padre se vio en la necesidad de encontrar la forma. Por la crisis se
habían incrementado demasiado los precios de la carne roja, y muchos terminaban
arrojados a las calles… «A veces creo que recuerdo cómo papá introducía el
cuchillo en esa carne, entonces me entran ganas de rezar…» Luis, no me
interrumpas… Había que alimentar al pequeño, pero la mejor manera de olvidar lo
hecho era callándolo; había que guardar silencio, por respeto y por asco, creer
que la carne era de cerdo… «…o de ir a la iglesia…» Luis, ¡ya cállate! «…y
confesarme…» ¡Me largo, Luis, me largo! «…y luego, luego guardar silencio… por
un instante. Sólo un instante».
Busca un editor, no desperdicies tu talento. Juegas bien con el lenguaje, sé ese carnicero.
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