sábado, 6 de agosto de 2016

Literatura: El niño (cuento corto)

Por: Luis Alejandro Ortiz


Niño al óleo - Por Morteza Katouzian


Ya había pasado una semana. Nosotros estábamos atentos, creyendo esperanzados que en cualquier momento iban a llegar. Pero la angustia por pensar que esto nunca pasaría iba convirtiéndose pronto en una verdad. Teníamos los ojos pelados en la ventana. Era lo único que nos quedaba por hacer ya, pues allá afuera, en el pueblo, uno no podía andar buscando al margen de la ribera de la sangre. 

Así pasaron los días hasta que nos resignamos a la realidad. ¿Cómo iban a estar vivos? Era imposible. Si no los mataban los hombres los iba a matar el sol. 
¿Por qué se fueron? Yo sé que Raúl se molestó, pero él bien sabía que aquí uno no puede salir así nomas de la casa. Él bien conocía los peligros de afuera. Y todavía se llevó al niño. Dígame ¿Él qué culpa tenía?

Era lo que más me dolía, el niño. Mi sobrino pecoso y alegre, de mejillas rosadas y cabellos negros. El niño inteligente, inquieto. Mi niño. El que nació envuelto en un aire de tristeza por tener que ver morir a su madre. Y ahora, pensaba yo, tal vez se volverían a encontrar. 

Así pasaron los días. María se despertaba siempre gritando y yo tenía que ir a su cuarto a consolarla.  

–Ya –le decía–. Ya no podemos hacer nada. Descanse, deje todo en las manos de Dios.

Pero eso era pura mentira, pues todos sabíamos perfectamente que Dios se había olvidado de este pueblo, si es que alguna vez lo tuvo en cuenta. Es que así era Dios, así fue con nosotros. Que no nos vengan a decir que Él es bueno, porque aquí nunca hubo ni una pizca de su infinita bondad. Y muchos ya se murieron así. Tal vez lo único que le debemos a Dios es que se hayan muerto felices. Sí, felices pensando en que la otra vida ya no sería un infierno. Y aunque lo fuera, de ninguna manera podría ser peor que esta. Pensando que todos los pecados que pudieron haber cometido ya los pagaron tan sólo con existir aquí, en el pueblo de Aguilatéa, siendo testigos de las tardes que nunca avanzan, de la vida que se queda quieta, que no florece. El lugar donde el tiempo se repite.

Pasaron dos días más y en la casa ya hasta habíamos quitado las dos sillas de la mesa para emplearlas en otras cosas.  Supusimos entonces que estaban muertos. Pero un día golpearon desganadamente la puerta mientras el pueblo yacía quemándose al sol.  

– ¿Quién es? 

No dijeron nada y volvieron a tocar. Yo me iba a ir, pero María, desesperada, reconoció los golpes de su hijo, mi hermano. Me empujó a un lado para poder abrir la puerta y entonces lo vimos. 

Venía casi muerto. No sé cómo se había tapado del sol o protegido de los hombres, pero lo más seguro es que jugaron con él, pues traía golpes de gravedad y un alma que ya casi se le despegaba del cuerpo. Lo ayudamos a caminar hasta la sala y le llevamos un litro y medio de agua que se bebió en un instante. Estaba quedo mirando al infinito.

¡Esto está mal! Gritó María ¿Dónde está mi nieto? ¿Dónde está el niño, dónde está? ¿Con quién lo dejaste? ¿Lo está curando la vecina? Sí, eso debe haber sido, ¡¿Dónde está el niño, Raúl?! ¡Por el amor de Dios, no te quedes callado, no nos juegues esta mala broma!

Raúl la miró indiferente. Luego desenvolvió las ropas que llevaba cargando y le mostró el niño a María. Yo también lo vi y quise cargarlo, pero ella me hizo otra vez a un lado. 

María lloró amargamente. Pobrecillo, había sufrido tanto. Pero lo peor es que ella sentía culpa. Sí, habían sido su culpa y su enfermedad, razones por las que Raúl salió molesto. María tomó entre sus brazos al niño, como se toma un bulto  de ropa sucia ya olvidada. 

–Dios santo. Mi niño está aquí  –suspiraba–, mi niño, mi niño. 

El niño no decía nada. El niño estaba envuelto, y entre las envolturas de ropa que le habían servido de sombra para el sol, se veía su pálida piel. María quería hacer lo necesario para que se sintiera cómodo. Lo bañó, le enjuagó los cabellos con tanto esmero que parecía que se los limpiaba uno a uno, le lavó la carita, le limpió los oídos en los que anidaba la tierra y el polvo, le cortó las uñas... Pero el niño ya no necesitaba nada. Una pequeña cajita, una cruz y un agujero profundo serían suficientes.  

Y para María, quizás también la muerte sería suficiente, pues en su alma llevaba la carga de que el niño hubiera muerto. De que hubiera despotricado contra Raúl y lo hiciera irse. Por su culpa. Y para Raúl también por hacer aquella estupidez.

Y es que aquí ese es el único remedio. Es el único impulso de creatividad: pensar en cómo se va a morir uno y poder ver, al fin, lo que verdaderamente es una buena vida; O lo que es salir de este infierno. Tal vez hasta el niño lo había pensado ya.

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