Era obvio que un día de estos iba a suicidarme. Lo tenía planeado: me despedí de todos
para después explotar el palacio. Ya puedo ver mis restos en las paredes, los
encabezados en los periódicos, la gente llorando por mí; le quitaré a mis familiares esa sonrisa que hoy tienen y en realidad no me importa.
Me voy
a ir.
Estoy
enfadado y me voy a matar; no será lento y doloroso, sino raudo y fugaz. ¡PUM!
Y se acabó. Ya no habrá más yo. Dios
ha de esperarme, porque mientras me despedace, en esa fracción de segundo en que sienta el punzante, agudo y eterno dolor, voy a arrepentirme, ¿y qué podrá hacer entonces?
Perdonarme, porque Dios es amor y comprensión y ternura y toda esa sarta de
cosas. Creo en Él, y si no, antes de morir voy a convertirme en el más fiel
devoto que haya existido; no importa cuántas cosas hice y cuántas haré en estos
minutos que me quedan. Temo hasta estar acumulando ahorita más pecados, porque uno peca y ni se da
cuenta. Por fortuna Dios también perdona la ignorancia.
Los
dejo a todos y no me arrepiento. La alegría que tengo es mucha y no quiero
vivir más tiempo aquí. No me arrebatarán el momento porque es una dicha enorme
la que me invade, y así como yo no arruiné el día en que alguno se casó, o cuando
un festejo de cumpleaños se llevó a cabo, así ustedes no han de quitarme esto
que me hace sonreír: mi muerte.
He
preparado todo, he dejado el dinero y las tarjetas ahí en la mesita, junto a
esta carta que no sé si encuentren; tendrán todo para enterrarme. Ya ven, no
ahorraba para un carro ni para una casa: ahorraba con el fin de poder
marcharme. Los dejo en su mundo y en su vida.
No
digan que fui bueno, porque no es cierto. Prueba de ello es este acto que
juzgarán de egoísta. La gente hace muchos estándares y cánones, y se afianza a los que creen que son santos y dicen: Él es el ejemplo. Pero no, nadie lo es. Somos
simples humanos volviéndonos locos, o locos volviéndonos humanos. No lo sé.
Son
tantas las víctimas, tantos los mártires, tantos los es que creía en él, es que creía en ella, es que me traicionó. Sin embargo son todos unos estúpidos. Ahora
se los digo con tranquilidad, antes de morir. Ponemos la fe en otras personas
porque nos damos cuenta de que estamos corrompidos, y que por esas grietas que se están
formando en el alma, que era tan perfecta y pura, se nos está saliendo la
honestidad. No queda más que hacer que transferir todo lo que no ha abandonado
el cuerpo a otra parte. Y eso es lo único que hacemos bien toda la vida:
depositar la fe propia y perdida en otro ser que, creemos, no tiene fisuras;
pero también ya se está desgajando, aunque tal vez, menos rápido. Entonces no queda
más que culparlo de esa estupidez propia. Y qué bien se siente.
Al
final todos somos seres que se quiebran al contacto más ligero. Pero en
realidad la superficie áspera no viene a nosotros, sino que nosotros vamos a
ella. Porque Dios es un niño al que le gusta quebrar cosas y estas cosas le
rezan y estas cosas somos nosotros.
Yo no
me quiebro.
Entiendan
que estamos en un manicomio donde la cura es la muerte, donde la única manera
de demostrarle a Dios que no va a poder doblarnos y que somos los verdaderos dueños
de nuestras vidas, es fijando nosotros mismos el día, la hora y la fecha en que
hemos de caminar hacia el otro lado.
Por eso,
yo no soy un suicida, sino el redentor de mí mismo. Y me voy feliz, me voy tranquilo.
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