domingo, 7 de agosto de 2016

Literatura: El sueño de Poe (cuento)

Por: Karim Yaver



«Calm bloc ici-bas chu d’un désastre obscur,
Que ce granit du moins à jamais sa borne
Aux noirs vols du Blasphème épars dans le future».
Stéphane Mallarmé, Le tombeau d’Edgar Poe

Me ha parecido atinado el plasmar aquí, primeramente, esta pequeña introducción, a modo de disculpa (aunque no existe justificación alguna para el presente acto de blasfemia).
Lo que a continuación presento es una versión propia (y expresamente libre, pues no pretendo perturbar el aparente descanso ni de Eddie ni de Vicky), que parte de una interpretación meramente subjetiva, del hermoso y trágico poema The sleeper, engendrado por el grandioso y nunca marchito, nunca entero, Edgar Allan Poe. Partiendo de la enorme empresa que aquél nos impuso al germinar desde el negro de su pluma tantos horrores y fantasías, es éste un precoz ―y seguramente desafortunado― homenaje a su poco apreciada poesía (en comparación con sus cuentos), adoptando el género por el que precisamente tanto se le recuerda, y al que dio, finalmente, una forma propia, no escapando asimismo de su sagaz y oscura imaginería.
Ya fuera cantando el repiqueteo incesante y monótono de unas campanas misteriosas, o exaltando, maligno, el nombre de su amada, tras el desespero de un imposible Nevermore; ya fuera infundiendo la obsesión por el brillo perlado de una sonrisa peligrosa, o desatando las riendas del miedo y rompiendo los hierros de esos barriles que hoy derraman la sangre tibia en ellos contenida, el genial y desdichado poeta bostoniano fue, ante todo, un instrumento de los sueños, un agente de lo desconocido capaz de sumergirse en las aguas de la nada y de la sombra, para traer a la superficie que es esta realidad familiar, al mundo palpable, esos pedacitos de quimeras que desde siempre nos habitan.
Si bien Poe no creó las pesadillas, sí que fue capaz de reinventarlas desde aquel páramo abyecto que es la muerte, para lograr, ante todo, seducirnos y atraernos hacia ese precipicio inmemorial en cuyo fondo observamos nuestra propia carne —y nuestra propia conciencia— carcomida. Así hoy, y cada noche, podemos estar seguros de que la sombra que nos invade es ese sueño que quizás Edgar sueña todavía, bajo el albor de la luna y con la amable compañía de los gusanos, absorbido por la frialdad avasalladora de esa tumba, ésa, que eventualmente será nuestra también…

* * *

El sudor helado que la noche imprimía sobre mi frente no era nada más que un suspiro inmundo comparado con el grito férreo que su halo negro plasmaba sobre el pecho suave y tembloroso de mi amada Irene. Gotas amargas de desesperación empapaban mis ropas, mientras el golpeteo monótono del péndulo de ese reloj, que aún hoy de frente me mira, sarcástico y venenoso, vomitaba a un ritmo hipnótico los acordes que de a poco atestaban mi frágil condición con los elíxires sardónicos de la locura. Irene, en tanto, agonizaba sobre la cama que esta noche, al igual que ese reloj, me acusa, que me señala con el blanco de sus sábanas y con el púrpura impregnado en ellas.
Ríos sombríos de dolor recorrían el lánguido cuerpo de mi joven esposa. La agonía era su nombre y era su cauce, las aguas en que se bañaba y las aguas que jamás fueron las mismas.
La muerte sostenía el exangüe rostro de Irene entre sus manos, y la enfermedad destilaba de entre sus dedos para adentrarse sigilosa —y brutal— en sus pulmones abatidos. Su aliento, antes rica esencia, destilaba ahora el letal y fúnebre perfume de la sangre. La tuberculosis mataba a Irene al ritmo macabro de una tos frenética, mientras que sus pasos taladraban, lentamente, como una aguja plateada sobre un cristal quebradizo, las capas brumosas de mi cordura.
Las épocas felices lucían entonces tan lejanas, hoy mismo me parecen el reflejo borroso de un sueño engendrado muchas edades atrás… aquellos días, distantes, ajenos, casi irreales, eran ya reflejos etéreos de un espejo roto, en que las sonrisas y el júbilo envolvían fenecidos segundos. Memorias impalpables. Los segundos ahora son una espina emponzoñada que se injerta rabiosa en mis pensamientos. ¿Mis pensamientos? ¿Habré de llamarlos aún así? ¿No son acaso nada más que obsesiones, pesares y quimeras, las Furias que se arrastran desbocadas en mi cabeza, que la desgarran con su marcha, que la descarnan con su aullido? No soy capaz de fijar mi atención por más de un par de segundos en los recuerdos que me devuelven a aquellos tiempos en que Irene y yo fuimos dichosos; tampoco soy capaz de apartar mi memoria de aquella corrosiva noche en que la muerte lasciva se escapó por entre las tinieblas cargando su alma famélica…

«¡Irene! ¡Irene…!», una loba descarnada grita su nombre mientras corre furibunda por sobre la nieve grisácea que cubre un campo en el que crecen espinas negras y marrones. Es el ocaso, un ocaso violáceo.
«¡Irene! ¡Irene!», susurro yo, temblando, rodeado por cientos y cientos de esas mismas espinas heladas y delgadas. La loba corre desbocada. Una saliva verdosa se derrama de su boca y cae sobre la nieve, fundiéndose en ella, convirtiéndola en un grotesco flujo escarlata, horrorosamente similar a la sangre.
«¡Irene! ¡Irene! ¡Irene!», profiere con más fuerza la loba, para correr con mayor demencia. La confusión y el terror me abaten. Puedo sentir cómo un gélido sudor recorre mi cuerpo y cómo la cálida sangre que emerge de la nieve gris se acumula bajo mis pies. Puedo sentirla resbalando en la helada capa de piel que cubre mis pies.
«Irene, Irene», susurra finalmente la loba. Me mira de frente; ya toda la nieve es sangre y ya todas las espinas son negras. El ocaso muere y la noche se erige imponentemente sobre mi cabeza.
Veo emerger la luna menguante de entre las nubes sombrías, y de alguna manera creo atisbar que su enfermizo albedo señala a la loba frente a mí. Bajo la mirada y me horroriza el notar que, cubierta de sangre, de esa sangre nacida de su tóxica saliva, sobre esa nieve triste, la loba pare una figura de porcelana, una pequeña y deforme muñeca manchada de rojo y cuyo rostro es precisamente el de la mujer que muere a mi lado, que a mi lado agoniza, y que tanto amo yo.

Durante tres infernales años había padecido Irene los embates cáusticos de aquel nocivo mal, tres años que yo mismo había sufrido, sumergido en un desenfreno matizado por las corrientes de un océano de angustia, de pesar. Su conciencia se tambaleó todo ese tiempo sobre la misma delgada y frágil fibra que soportaba el peso de su salud física. Sobre este mismo lecho en que yacen sus fuerzas consumidas se vio ella constantemente amenazada por la promesa inminente de la muerte, de una muerte furiosa y negra que no arribaba nunca, que la azotaba con crueldad desde las sombras y la disminuía al punto más lamentable del más terrible sufrimiento.
Tres años de dolor y tortura, tres años en que, cada día, la idea desatinada de la esperanza se hallaba más y más lejana, más y más opaca, más y más ficticia. Los frecuentes flagelos que la tuberculosis infringía sobre Irene, y que a su vez, ella infringía sobre mí a través de su dolor, me habían preparado para recibir a la muerte con los brazos abiertos y con las lágrimas al filo de mis ojos. La verdad es que ansiaba que llegase el día, o la noche, o la madrugada, en que el lúgubre ángel de la perdición arribaría para beber el último aliento de mi amada, y lo dirigiría hacia las moradas mortuorias que se encuentran circundadas por el temible Estigia. No pensé que las intenciones de la fatalidad se verían reflejadas en su mirada, y que esa mirada se postraría sobre nosotros, reflejando tal lujuria.
En el transcurrir de estos tres años, los momentos de lucidez y de inconsciencia se veían aleatoriamente plasmados sobre la faz de Irene. Las últimas semanas, sin embargo, su estado se había visto enormemente deteriorado. Ya ella no era otra cosa más que delirios y llantos, y gritos, y sollozos, y pesar… y más pesar. Puro pesar. Sus ojos eran los ojos de un mártir. Fue entonces que me vi en la necesidad de dedicarle más tiempo que antaño. Más allá de esta dura necesidad, las circunstancias me indicaban que ya su hora final se acercaba, por lo que opté por suplir a su madre en los cuidados y situarme a mí mismo a su lado, en cuerpo y alma, en espacio y tiempo, para acompañarla hasta el último de sus alientos y así entregarla personalmente a la fría mano de la eternidad.

El día en que murió Irene no contó en su génesis con un amanecer precisamente sombrío, por el contrario, el alba engañosa trajo consigo una aparente mejoría en mi esposa, una mejoría extraña e inesperada, puesto que las noches y los días anteriores, como ya he mencionado, habían sido los más ruines y pesarosos de estos tres años de enfermedad.
Amanecí aquella mañana a los pies de la cama en que vivió Irene sus males, y en que estos mismos males le brindarían la muerte unas horas después. Un sutil roce de las sábanas de su lecho sacudió ligeramente mi mejilla derecha, tendida justamente sobre ellas. Era el pie de Irene acariciando mi rostro. Alcé entonces lentamente la mirada hacia la cabecera, esperando encontrar a mi amada aún dormida, tal vez tan sólo perturbada por el influjo pesaroso de la tuberculosis, que estaría causando ese involuntario movimiento de su pie. No era así. Me vi sorprendido gratamente al descubrir que, aunque pálida y debilitada, Irene sonreía y me miraba con dulzura. Sonreí para ella, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás.
Aún ignoro qué circunstancia extraña le devolvió la salud a la joven que tanto amaba entonces —y que ahora tanto lloro—, en los albores de aquella mañana de invierno, lo único que sé con seguridad es que la esperanza regresó a mi cuerpo y a mi alma con tal celeridad, que el cansancio debido a la falta de sueño de las noches anteriores se disipó en el cegador destello del olvido.
Preparé un parco desayuno para mi dulce Irene —¡Irene, Irene!, su nombre danza en mi cabeza como un eco corrosivo en un teatro vacío, y ese teatro es este sueño que no logro abandonar—, pues las condiciones en que nos encontrábamos para ese entonces eran lamentables, y le suministré los medicamentos pertinentes. Al cabo de un par de horas, los escasos nutrientes comenzaron a hacer efecto en ella, y se notaban en su tez, un poco menos paliducha. Pasamos juntos la tarde, recordando tiempos mejores y planeando un futuro más brillante. No sólo la esperanza me recogía de nuevo, también la fe y la felicidad que por unos momentos se volvieron parte de mí.
A pesar de la mejoría clara, lucía sumamente fatigada, yo mismo lo estaba tras el desvelo que su padecer me había causado, así que decidimos dormir un par de horas antes de la hora de la cena. Aquella noche entendí lo que tan bien comprendieron, dos milenios atrás, los antiguos hijos de la Hélade: el Sueño y la Muerte son hermanos incestuosos...

Despierto de ese hórrido sueño, con el rostro transmutado y sin vida de Irene plasmado en la faz de aquella muñeca de porcelana, grabado e inmutable en mis pupilas; despierto trastornado, tembloroso y cubierto de sudor.
Giro mi rostro hacia la izquierda —en esa costado de la cama duerme ella—, lo giro lentamente con los ojos siempre fijos y amplios al frente. Miro su rostro, el brillo natural del alabastro que lo componía en mi terrible sueño, lo causa en la realidad un torrente de gélido sudor provocado por la fiebre que acaba con mi amada, que le arranca, que le exprime el alma. Su aliento escapa como gotas de cristalino rocío por entre sus poros, puedo verlo surcar el espacio vacío de esta habitación.
La impresión me hiela a la vez que me devuelve con furia a la realidad, a la cruel y volátil realidad. Esta realidad, a su vez, impregnada por el perfume ponzoñoso de la muerte —me parece percibir en la habitación, toda, una peste a flores marchitas y tierra húmeda— me paraliza, pues no creo ser capaz a partir de este momento de comprender los alcances lascivos del Hado: la esperanza ha muerto, Irene agoniza, la negra lengua de la noche se acerca a ella y sus labios fríos reciben el beso de otros labios fríos, roídos éstos por las tinieblas que hoy sé bien, son el motor lúgubre de éste, el más bajo y mezquino de los mundos. ¿Un sueño acaso, un sueño mezquino, bajo?
Irene tose, y expulsa de su boca sangre y saliva. Irene tose, expulsa de su boca el alma misma. Y yo no puedo apartar de mí el tenue y reciente recuerdo de aquella loba, de aquellas espinas podridas, muertas; puedo sentirlas también sobre mi piel, rasgándola a la vez que rasgan mi espíritu, marchitándome con ellas. Ese pesar y ese sufrimiento que nos acometen, tanto a Irene como a mí, se dispersan junto a la sangre y a la saliva, teñidas por el agrio carmesí de la tuberculosis, sobre las ropas de mi esposa y sobre las sábanas de nuestro lecho.
Irene, joven y amada, muere agonizando, víctima de un terrible dolor, de una iracunda y vesánica tortura, tras expulsar chorros y chorros de más sangre y más saliva impulsadas por una tos gutural, mientras mi conciencia se desmorona en el reino maldito en que cae una nieve gris, en que una loba roñosa da a luz a la negra estrella que me desgarra, que la aparta de mí. No obstante el cese del palpitar de su corazón, no obstante la huida fugaz de su aliento, el beso lúbrico que la agonía le ha brindado se difumina junto a las sombras y atiborra de un temible e insoportable silencio cada esquina de esta casa que siento derrumbándose, como se derrumba cada átomo que compone mi cuerpo, como se derrumba cada soplo que compone mi ser estéril.
El láudano, el ajenjo y el opio encuentran en mi organismo un hogar afable; la locura lo encuentra en mi mente. La noche se cimbra entonces sobre mi existencia, y mi existencia se revela como la nada eterna, o tal vez como una frágil y absurda fantasía. Ya ni eso importa. Me consume la confusión.

Irene murió agonizando, yo permanezco —pues falleció mi espíritu junto a mi esposa— agonizando igualmente, y esta cama, sobre la que ambos hemos dejado de existir, y el blanco de sus sábanas y el púrpura de su sangre añorada, en ellas impregnada, aún me acusan, me señalan con la misma frialdad, con la misma desolación que recorre al cadáver —el cadáver a mi lado— que la agonía finalmente acarició.

4 comentarios:

  1. De verdad que qué buen cuento, felicidades Karim!

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  2. Vaya talento, muchacho. No es la primera vez que te leo y te digo francamente que es un agasajo hacerlo.

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    1. No veo cómo agradecer sus palabras. Es un gusto para mí que le haya gustado.

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