Por: Karim Yaver
«Calm bloc ici-bas
chu d’un désastre obscur,
Que ce granit du
moins à jamais sa borne
Aux noirs vols du
Blasphème épars dans le future».
Stéphane Mallarmé, Le tombeau d’Edgar Poe
Me ha parecido atinado el plasmar aquí,
primeramente, esta pequeña introducción, a modo de disculpa (aunque no existe
justificación alguna para el presente acto de blasfemia).
Lo que a continuación
presento es una versión propia (y expresamente libre, pues no pretendo
perturbar el aparente descanso ni de Eddie ni de Vicky), que parte de
una interpretación meramente subjetiva, del hermoso y trágico poema The
sleeper, engendrado por el grandioso y
nunca marchito, nunca entero, Edgar Allan Poe. Partiendo de la enorme empresa
que aquél nos impuso al germinar desde el negro de su pluma tantos horrores y
fantasías, es éste un precoz ―y seguramente desafortunado― homenaje a su poco
apreciada poesía (en comparación con sus cuentos), adoptando el género por el
que precisamente tanto se le recuerda, y al que dio, finalmente, una forma
propia, no escapando asimismo de su sagaz y oscura imaginería.
Ya fuera cantando el
repiqueteo incesante y monótono de unas campanas misteriosas, o exaltando,
maligno, el nombre de su amada, tras el desespero de un imposible Nevermore; ya fuera infundiendo la obsesión por el
brillo perlado de una sonrisa peligrosa, o desatando las riendas del miedo y
rompiendo los hierros de esos barriles que hoy derraman la sangre tibia en
ellos contenida, el genial y desdichado poeta bostoniano fue, ante todo, un
instrumento de los sueños, un agente de lo desconocido capaz de sumergirse en
las aguas de la nada y de la sombra, para traer a la superficie que es esta
realidad familiar, al mundo palpable, esos pedacitos de quimeras que desde
siempre nos habitan.
Si bien Poe no creó
las pesadillas, sí que fue capaz de reinventarlas desde aquel páramo abyecto
que es la muerte, para lograr, ante todo, seducirnos y atraernos hacia ese precipicio inmemorial en cuyo fondo observamos nuestra propia carne —y nuestra
propia conciencia— carcomida. Así hoy, y cada noche, podemos estar seguros de que
la sombra que nos invade es ese sueño que quizás Edgar sueña todavía, bajo el
albor de la luna y con la amable compañía de los gusanos, absorbido por la
frialdad avasalladora de esa tumba, ésa, que eventualmente será nuestra
también…
*
* *
El
sudor helado que la noche imprimía sobre mi frente no era nada más que un
suspiro inmundo comparado con el grito férreo que su halo negro plasmaba sobre
el pecho suave y tembloroso de mi amada Irene. Gotas amargas de desesperación
empapaban mis ropas, mientras el golpeteo monótono del péndulo de ese reloj,
que aún hoy de frente me mira, sarcástico y venenoso, vomitaba a un ritmo
hipnótico los acordes que de a poco atestaban mi frágil condición con los
elíxires sardónicos de la locura. Irene, en tanto, agonizaba sobre la cama que
esta noche, al igual que ese reloj, me acusa, que me señala con el blanco de
sus sábanas y con el púrpura impregnado en ellas.
Ríos sombríos de dolor recorrían el lánguido cuerpo de mi
joven esposa. La agonía era su nombre y era su cauce, las aguas en que se
bañaba y las aguas que jamás fueron las mismas.
La muerte sostenía el exangüe rostro de Irene entre sus
manos, y la enfermedad destilaba de entre sus dedos para adentrarse sigilosa —y
brutal— en sus pulmones abatidos. Su aliento, antes rica esencia, destilaba
ahora el letal y fúnebre perfume de la sangre. La tuberculosis mataba a Irene
al ritmo macabro de una tos frenética, mientras que sus pasos taladraban,
lentamente, como una aguja plateada sobre un cristal quebradizo, las capas
brumosas de mi cordura.
Las épocas felices lucían entonces tan lejanas, hoy mismo me
parecen el reflejo borroso de un sueño engendrado muchas edades atrás… aquellos
días, distantes, ajenos, casi irreales, eran ya reflejos etéreos de un espejo
roto, en que las sonrisas y el júbilo envolvían fenecidos segundos. Memorias
impalpables. Los segundos ahora son una espina emponzoñada que se injerta
rabiosa en mis pensamientos. ¿Mis pensamientos? ¿Habré de llamarlos aún así?
¿No son acaso nada más que obsesiones, pesares y quimeras, las Furias que se
arrastran desbocadas en mi cabeza, que la desgarran con su marcha, que la
descarnan con su aullido? No soy capaz de fijar mi atención por más de un par
de segundos en los recuerdos que me devuelven a aquellos tiempos en que Irene y
yo fuimos dichosos; tampoco soy capaz de apartar mi memoria de aquella
corrosiva noche en que la muerte lasciva se escapó por entre las tinieblas
cargando su alma famélica…
«¡Irene!
¡Irene…!», una loba descarnada grita su nombre mientras corre furibunda por
sobre la nieve grisácea que cubre un campo en el que crecen espinas negras y
marrones. Es el ocaso, un ocaso violáceo.
«¡Irene! ¡Irene!», susurro yo, temblando, rodeado por
cientos y cientos de esas mismas espinas heladas y delgadas. La loba corre
desbocada. Una saliva verdosa se derrama de su boca y cae sobre la nieve,
fundiéndose en ella, convirtiéndola en un grotesco flujo escarlata,
horrorosamente similar a la sangre.
«¡Irene! ¡Irene! ¡Irene!», profiere con más fuerza la loba,
para correr con mayor demencia. La confusión y el terror me abaten. Puedo
sentir cómo un gélido sudor recorre mi cuerpo y cómo la cálida sangre que
emerge de la nieve gris se acumula bajo mis pies. Puedo sentirla resbalando en
la helada capa de piel que cubre mis pies.
«Irene, Irene», susurra finalmente la
loba. Me
mira de frente; ya toda la nieve es sangre y ya todas las espinas son negras.
El ocaso muere y la noche se erige imponentemente sobre mi cabeza.
Veo emerger la luna menguante de entre las nubes sombrías, y
de alguna manera creo atisbar que su enfermizo albedo señala a la loba frente a
mí. Bajo la mirada y me horroriza el notar que, cubierta de sangre, de esa
sangre nacida de su tóxica saliva, sobre esa nieve triste, la loba pare una
figura de porcelana, una pequeña y deforme muñeca manchada de rojo y cuyo
rostro es precisamente el de la mujer que muere a mi lado, que a mi lado
agoniza, y que tanto amo yo.
Durante
tres infernales años había padecido Irene los embates cáusticos de aquel nocivo
mal, tres años que yo mismo había sufrido, sumergido en un desenfreno matizado
por las corrientes de un océano de angustia, de pesar. Su conciencia se
tambaleó todo ese tiempo sobre la misma delgada y frágil fibra que soportaba el
peso de su salud física. Sobre este mismo lecho en que yacen sus fuerzas
consumidas se vio ella constantemente amenazada por la promesa inminente de la
muerte, de una muerte furiosa y negra que no arribaba nunca, que la azotaba con
crueldad desde las sombras y la disminuía al punto más lamentable del más
terrible sufrimiento.
Tres años de dolor y tortura, tres años en que, cada día, la
idea desatinada de la esperanza se hallaba más y más lejana, más y más opaca,
más y más ficticia. Los frecuentes flagelos que la tuberculosis infringía sobre
Irene, y que a su vez, ella infringía sobre mí a través de su dolor, me habían
preparado para recibir a la muerte con los brazos abiertos y con las lágrimas
al filo de mis ojos. La verdad es que ansiaba que llegase el día, o la noche, o
la madrugada, en que el lúgubre ángel de la perdición arribaría para beber el
último aliento de mi amada, y lo dirigiría hacia las moradas mortuorias que se
encuentran circundadas por el temible Estigia. No pensé que las intenciones de
la fatalidad se verían reflejadas en su mirada, y que esa mirada se postraría
sobre nosotros, reflejando tal lujuria.
En el transcurrir de estos tres años, los momentos de
lucidez y de inconsciencia se veían aleatoriamente plasmados sobre la faz de
Irene. Las últimas semanas, sin embargo, su estado se había visto enormemente
deteriorado. Ya ella no era otra cosa más que delirios y llantos, y gritos, y
sollozos, y pesar… y más pesar. Puro pesar. Sus ojos eran los ojos de un
mártir. Fue entonces que me vi en la necesidad de dedicarle más tiempo que
antaño. Más allá de esta dura necesidad, las circunstancias me indicaban que ya
su hora final se acercaba, por lo que opté por suplir a su madre en los
cuidados y situarme a mí mismo a su lado, en cuerpo y alma, en espacio y
tiempo, para acompañarla hasta el último de sus alientos y así entregarla
personalmente a la fría mano de la eternidad.
El
día en que murió Irene no contó en su génesis con un amanecer precisamente sombrío,
por el contrario, el alba engañosa trajo consigo una aparente mejoría en mi
esposa, una mejoría extraña e inesperada, puesto que las noches y los días
anteriores, como ya he mencionado, habían sido los más ruines y pesarosos de
estos tres años de enfermedad.
Amanecí aquella mañana a los pies de la cama en que vivió
Irene sus males, y en que estos mismos males le brindarían la muerte unas horas
después. Un sutil roce de las sábanas de su lecho sacudió ligeramente mi
mejilla derecha, tendida justamente sobre ellas. Era el pie de Irene
acariciando mi rostro. Alcé entonces lentamente la mirada hacia la cabecera,
esperando encontrar a mi amada aún dormida, tal vez tan sólo perturbada por el
influjo pesaroso de la tuberculosis, que estaría causando ese involuntario movimiento
de su pie. No era así. Me vi sorprendido gratamente al descubrir que, aunque
pálida y debilitada, Irene sonreía y me miraba con dulzura. Sonreí para ella,
como no lo hacía desde mucho tiempo atrás.
Aún ignoro qué circunstancia extraña le devolvió la salud a
la joven que tanto amaba entonces —y que ahora tanto lloro—, en los albores de
aquella mañana de invierno, lo único que sé con seguridad es que la esperanza
regresó a mi cuerpo y a mi alma con tal celeridad, que el cansancio debido a la
falta de sueño de las noches anteriores se disipó en el cegador destello del
olvido.
Preparé un parco desayuno para mi dulce Irene —¡Irene,
Irene!, su nombre danza en mi cabeza como un eco corrosivo en un teatro vacío,
y ese teatro es este sueño que no logro abandonar—, pues las condiciones en que
nos encontrábamos para ese entonces eran lamentables, y le suministré los
medicamentos pertinentes. Al cabo de un par de horas, los escasos nutrientes
comenzaron a hacer efecto en ella, y se notaban en su tez, un poco menos paliducha.
Pasamos juntos la tarde, recordando tiempos mejores y planeando un futuro más
brillante. No sólo la esperanza me recogía de nuevo, también la fe y la
felicidad que por unos momentos se volvieron parte de mí.
A pesar de la mejoría clara, lucía sumamente fatigada, yo
mismo lo estaba tras el desvelo que su padecer me había causado, así que
decidimos dormir un par de horas antes de la hora de la cena. Aquella noche
entendí lo que tan bien comprendieron, dos milenios atrás, los antiguos hijos
de la Hélade: el Sueño y la Muerte son hermanos incestuosos...
Despierto
de ese hórrido sueño, con el rostro transmutado y sin vida de Irene plasmado en
la faz de aquella muñeca de porcelana, grabado e inmutable en mis pupilas;
despierto trastornado, tembloroso y cubierto de sudor.
Giro mi rostro hacia la izquierda —en esa costado de la cama
duerme ella—, lo giro lentamente con los ojos siempre fijos y amplios al
frente. Miro su rostro, el brillo natural del alabastro que lo componía en mi
terrible sueño, lo causa en la realidad un torrente de gélido sudor provocado
por la fiebre que acaba con mi amada, que le arranca, que le exprime el alma.
Su aliento escapa como gotas de cristalino rocío por entre sus poros, puedo
verlo surcar el espacio vacío de esta habitación.
La impresión me hiela a la vez que me devuelve con furia a
la realidad, a la cruel y volátil realidad. Esta realidad, a su vez, impregnada
por el perfume ponzoñoso de la muerte —me parece percibir en la habitación,
toda, una peste a flores marchitas y tierra húmeda— me paraliza, pues no creo
ser capaz a partir de este momento de comprender los alcances lascivos del
Hado: la esperanza ha muerto, Irene agoniza, la negra lengua de la noche se
acerca a ella y sus labios fríos reciben el beso de otros labios fríos, roídos
éstos por las tinieblas que hoy sé bien, son el motor lúgubre de éste, el más
bajo y mezquino de los mundos. ¿Un sueño acaso, un sueño mezquino, bajo?
Irene tose, y expulsa de su boca sangre y saliva. Irene
tose, expulsa de su boca el alma misma. Y yo no puedo apartar de mí el tenue y
reciente recuerdo de aquella loba, de aquellas espinas podridas, muertas; puedo
sentirlas también sobre mi piel, rasgándola a la vez que rasgan mi espíritu,
marchitándome con ellas. Ese pesar y ese sufrimiento que nos acometen, tanto a
Irene como a mí, se dispersan junto a la sangre y a la saliva, teñidas por el
agrio carmesí de la tuberculosis, sobre las ropas de mi esposa y sobre las
sábanas de nuestro lecho.
Irene, joven y amada, muere agonizando, víctima de un
terrible dolor, de una iracunda y vesánica tortura, tras expulsar chorros y
chorros de más sangre y más saliva impulsadas por una tos gutural, mientras mi
conciencia se desmorona en el reino maldito en que cae una nieve gris, en que
una loba roñosa da a luz a la negra estrella que me desgarra, que la aparta de
mí. No obstante el cese del palpitar de su corazón, no obstante la huida fugaz
de su aliento, el beso lúbrico que la agonía le ha brindado se difumina junto a
las sombras y atiborra de un temible e insoportable silencio cada esquina de
esta casa que siento derrumbándose, como se derrumba cada átomo que compone mi
cuerpo, como se derrumba cada soplo que compone mi ser estéril.
El láudano, el ajenjo y el opio encuentran en mi organismo
un hogar afable; la locura lo encuentra en mi mente. La noche se cimbra
entonces sobre mi existencia, y mi existencia se revela como la nada eterna, o
tal vez como una frágil y absurda fantasía. Ya ni eso importa. Me consume la
confusión.
Irene
murió agonizando, yo permanezco —pues falleció mi espíritu junto a mi esposa—
agonizando igualmente, y esta cama, sobre la que ambos hemos dejado de existir,
y el blanco de sus sábanas y el púrpura de su sangre añorada, en ellas
impregnada, aún me acusan, me señalan con la misma frialdad, con la misma
desolación que recorre al cadáver —el cadáver a mi lado— que la agonía
finalmente acarició.
De verdad que qué buen cuento, felicidades Karim!
ResponderBorrarMuchas gracias, Aris.
BorrarVaya talento, muchacho. No es la primera vez que te leo y te digo francamente que es un agasajo hacerlo.
ResponderBorrarNo veo cómo agradecer sus palabras. Es un gusto para mí que le haya gustado.
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