lunes, 29 de agosto de 2016

Literatura: Las tres décadas del círculo (cuento)

Por: Antonio G.


 
Seis días después de cumplir los treinta, Pedro vio una gallina que, desde el primer instante, le pareció diferente. Todos la veían, pero él sabía que escondía algo debajo de su plumaje rojo, de su cresta verde; algo permanecía escondido en sus grandes ojos oscuros, negros como el fondo de un pozo profundo. Qué gallina tiene esos colores, Qué gallina tiene esos ojos, se cuestionó. Por eso, preguntó al dueño en cuánto la vendía. No está para comerciar con ella, le contestó el propietario. Esto lo hizo afianzar aún más el pensamiento de que, en efecto, aquella ave guardaba algo debajo de sus plumas. Seguro el dueño lo sabía. Tenía la sensación de que, en definitiva, lo que se hallaba dentro de la gallina no era una cosa bella, sino más bien algo siniestro.

Esperó la noche y entró al gallinero mientras el dueño dormía en su casa, a unos cincuenta metros. En cuanto los primeros pasos fueron escuchados, las aves revolotearon, aturdidas por haber sido espantadas de su ligero sueño. Las alas de una se estrellaban con las alas de la otra. Levantaban quejidos por haber sido interrumpidas en su descanso, cuando todavía ni un rayo de sol rasgaba el cielo negro. Pero en una cosa curiosa se centraban los ojos de Pedro: la gallina de la cresta verde permanecía inmóvil, erguida como los árboles viejos, al centro del corral. Se notaba en su pecho que mantenía una respiración regular, como si fuera un día lleno de calma. Su vista se posaba en la luna, que en esos instantes, sólo dejaba ver la mitad de su cuerpo celeste.

La actitud atípica del ave confirmó lo que creía. Y tenía que saber qué era aquello que ocultaba. Por un momento pensó en que era mejor matarla, deshacerse de ella. Lo que estuviera latiendo dentro, tomando el cuerpo del animal, debía de tener una buena razón para hacerlo. Tal vez no sería tolerable para ojos humanos, tal vez no era pertinente que un humano lo viera. Pero tenía que saber. Tomó a la gallina y salió corriendo. Llegó al bosque contiguo y se internó en él, apresurándose como quien ha robado el tesoro más preciado. El corazón le martilleaba, sentía a ratos que las sienes iban a reventarle. Cuando estuvo en total oscuridad, se detuvo. Colocó el animal a sus pies y esperó. Aunque en realidad no sabía si debía de esperar.

En un momento en el que la luz de la luna se filtró por las hojas diáfanas de los árboles, Pedro vio directo a los ojos del ave. Entonces todo se confirmó: ahí había algo que parecía revolotear, moviéndose como un pájaro aleteando incesantemente dentro de su jaula. Lo que estaba dentro desaparecía por un segundo y, al siguiente, ahí estaba de nuevo. Se hacía grande, y después reducía su tamaño hasta casi perderse. De pronto se vio a él viendo a la gallina. Vio el bosque donde estaba internado y lo lejos que se encontraba de las últimas casas.

Sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo; no obstante, creyendo que debía de ir por más, optó por tranquilizarse y frotar a la gallina como si estuviera sacándole brillo. Entonces del pico del ave salió un humo de un color que nunca antes había visto; se formó algo traslucido que tenía, casi en la periferia, unos ojos negros ancestrales; debajo de estos, seis enormes colmillos que se tornaban rojos y amarillos sobresalían de sus fauces; arrugas milenarias se repartían a lo largo de la forma.

Cuántos deseos cumples, le preguntó. No ofrezco ninguno, espetó la forma, No soy un genio, soy la mano de un Dios que da a elegir entre dos caminos. Pedro distinguió más de dos voces en aquello que le contestaba; se llenó de miedo. Cuáles son, cuestionó, repentinamente abandonado a la premura de terminar con todo lo que estaba sucediendo. Son sencillos, le dijeron con cadencia las voces, En el primero te regalo mentiras que defenderás como a tu vida; las creerás porque tendrás que sacar adelante a tu familia que, está de sobra decir, yo te daré, del tamaño que quieras y con la persona que sea de tu conveniencia; si no quieres esposa ni hijos, a cambio te brindaré ego, el cual tendrás que alimentar todos los días; además te otorgaré la voluntad y el deseo para herir a otras personas, sin sentirte culpable por ello.

Cuál es el otro camino, preguntó Pedro, quien se encontraba inquieto por la respuesta. En este, te hallarás del otro lado, dijo la forma, Podrás ver la realidad tal cual es y sin máscaras, el verdadero estado de las cosas, el conocimiento de la materia, el nacimiento de lo que te rodea y la muerte que se avecina, Sabrás si hay otra vida, y qué se oculta en ella; rozarás la omnisciencia, Por todo esto, cuando hables, lo harás sabiendo que dices la verdad, Mas no serás escuchado nunca, porque a los otros les he dado la facultad de no oírte y de sentirse bien con ello.

Es todo, preguntó. Sí, contestó la forma. No hay una zona donde se pueda tomar algo de los dos caminos, cuestionó Pedro. La forma sonrió, enseñando los colmillos en toda su longitud. Ésta habló de nuevo: Puedes dejarme entrar de nuevo en la gallina, sin embargo, al hacerlo, olvidarás que me has visto. Y cómo puedo volver a encontrarte, inquirió Pedro, tambaleando en la fina decisión. La forma volvió a reír, y su risa fue como la de diez hienas bramando. Quizá ya no vuelvas a verme, pocas personas han vuelto a hacerlo. Cuántos, quiso saber. Cuenta mis colmillos, contestó aquello.

Pedro duró alrededor de una hora pensando cuál era la opción que debía de tomar. En todo momento la forma se mantuvo tranquila, paciente, posando su vista en la nada. El cuerpo del ave se hallaba en el suelo; parecía un globo que se hubiera desinflado. Al final, Pedro optó por regresar todo al animal, y llevarlo de nuevo al gallinero. Después de eso, volvió a la soledad de su casa. Concibió el sueño con facilidad.

A la mañana siguiente, Pedro vio una gallina que, desde el primer instante, le pareció diferente. Todos la veían, pero él sabía que escondía algo debajo de su plumaje rojo, de su cresta verde…


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