Por: Antonio G.
Seis
días después de cumplir los treinta, Pedro vio una gallina que, desde el primer
instante, le pareció diferente. Todos la veían, pero él sabía que escondía algo
debajo de su plumaje rojo, de su cresta verde; algo permanecía escondido en sus
grandes ojos oscuros, negros como el fondo de un pozo profundo. Qué gallina
tiene esos colores, Qué gallina tiene esos ojos, se cuestionó. Por eso,
preguntó al dueño en cuánto la vendía. No está para comerciar con ella, le contestó
el propietario. Esto lo hizo afianzar aún más el pensamiento de que, en efecto,
aquella ave guardaba algo debajo de sus plumas. Seguro el dueño lo sabía. Tenía
la sensación de que, en definitiva, lo que se hallaba dentro de la gallina no
era una cosa bella, sino más bien algo siniestro.
Esperó la noche y entró al gallinero mientras el dueño dormía en su casa, a unos
cincuenta metros. En cuanto los primeros pasos fueron escuchados, las aves
revolotearon, aturdidas por haber sido espantadas de su ligero sueño. Las alas
de una se estrellaban con las alas de la otra. Levantaban quejidos por haber
sido interrumpidas en su descanso, cuando todavía ni un rayo de sol rasgaba el
cielo negro. Pero en una cosa curiosa se centraban los ojos de Pedro: la
gallina de la cresta verde permanecía inmóvil, erguida como los árboles viejos,
al centro del corral. Se notaba en su pecho que mantenía una respiración
regular, como si fuera un día lleno de calma. Su vista se posaba en la luna, que
en esos instantes, sólo dejaba ver la mitad de su cuerpo celeste.
La
actitud atípica del ave confirmó lo que creía. Y tenía que saber qué era
aquello que ocultaba. Por un momento pensó en que era mejor matarla, deshacerse
de ella. Lo que estuviera latiendo dentro, tomando el cuerpo del animal, debía
de tener una buena razón para hacerlo. Tal vez no sería tolerable para ojos
humanos, tal vez no era pertinente que un humano lo viera. Pero tenía que
saber. Tomó
a la gallina y salió corriendo. Llegó al bosque contiguo y se internó en él, apresurándose
como quien ha robado el tesoro más preciado. El corazón le martilleaba, sentía a
ratos que las sienes iban a reventarle. Cuando estuvo en total oscuridad, se
detuvo. Colocó el animal a sus pies y esperó. Aunque en realidad no sabía si debía de
esperar.
En
un momento en el que la luz de la luna se filtró por las hojas diáfanas de los
árboles, Pedro vio directo a los ojos del ave. Entonces todo se confirmó: ahí
había algo que parecía revolotear, moviéndose como un pájaro aleteando
incesantemente dentro de su jaula. Lo que estaba dentro desaparecía por un
segundo y, al siguiente, ahí estaba de nuevo. Se hacía grande, y después
reducía su tamaño hasta casi perderse. De pronto se vio a él viendo a la
gallina. Vio el bosque donde estaba internado y lo lejos que se encontraba de
las últimas casas.
Sintió
un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo; no obstante, creyendo que debía
de ir por más, optó por tranquilizarse y frotar a la gallina como si estuviera sacándole
brillo. Entonces del pico del ave salió un humo de un color que nunca antes había
visto; se formó algo traslucido que tenía, casi en la periferia, unos ojos
negros ancestrales; debajo de estos, seis enormes colmillos que se tornaban
rojos y amarillos sobresalían de sus fauces; arrugas milenarias se
repartían a lo largo de la forma.
Cuántos
deseos cumples, le preguntó. No ofrezco ninguno, espetó la forma, No soy un
genio, soy la mano de un Dios que da a elegir entre dos caminos. Pedro distinguió
más de dos voces en aquello que le contestaba; se llenó de miedo. Cuáles son,
cuestionó, repentinamente abandonado a la premura de terminar con todo lo que
estaba sucediendo. Son sencillos, le dijeron con cadencia las voces, En el
primero te regalo mentiras que defenderás como a tu vida; las creerás porque
tendrás que sacar adelante a tu familia que, está de sobra decir, yo te daré, del
tamaño que quieras y con la persona que sea de tu conveniencia; si no quieres
esposa ni hijos, a cambio te brindaré ego, el cual tendrás que alimentar todos
los días; además te otorgaré la voluntad y el deseo para herir a otras
personas, sin sentirte culpable por ello.
Cuál
es el otro camino, preguntó Pedro, quien se encontraba inquieto por la respuesta.
En este, te hallarás del otro lado, dijo la forma, Podrás ver la realidad tal
cual es y sin máscaras, el verdadero estado de las cosas, el conocimiento de la
materia, el nacimiento de lo que te rodea y la muerte que se avecina, Sabrás si
hay otra vida, y qué se oculta en ella; rozarás la omnisciencia, Por todo esto,
cuando hables, lo harás sabiendo que dices la verdad, Mas no serás escuchado
nunca, porque a los otros les he dado la facultad de no oírte y de sentirse bien
con ello.
Es
todo, preguntó. Sí, contestó la forma. No hay una zona donde se pueda tomar
algo de los dos caminos, cuestionó Pedro. La forma sonrió, enseñando los
colmillos en toda su longitud. Ésta habló de nuevo: Puedes dejarme entrar de nuevo
en la gallina, sin embargo, al hacerlo, olvidarás que me has visto. Y cómo
puedo volver a encontrarte, inquirió Pedro, tambaleando en la fina decisión. La
forma volvió a reír, y su risa fue como la de diez hienas bramando. Quizá ya no
vuelvas a verme, pocas personas han vuelto a hacerlo. Cuántos, quiso saber. Cuenta
mis colmillos, contestó aquello.
Pedro
duró alrededor de una hora pensando cuál era la opción que debía de tomar. En
todo momento la forma se mantuvo tranquila, paciente, posando su vista en la
nada. El cuerpo del ave se hallaba en el suelo; parecía un globo que se hubiera
desinflado. Al final, Pedro optó por regresar todo al animal, y llevarlo de nuevo al gallinero. Después de eso, volvió a la soledad de su casa. Concibió
el sueño con facilidad.
A
la mañana siguiente, Pedro vio una gallina que, desde el primer instante, le
pareció diferente. Todos la veían, pero él sabía que escondía algo debajo de su
plumaje rojo, de su cresta verde…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario