Por: Karim Yaver
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"The Handless Maiden", by Jeani Tomanek |
«La causa
verdadera
es la
sospecha general y borrosa
del
enigma del Tiempo;
es el
asombro ante el milagro
de que a
despecho de infinitos azares,
de que a
despecho de que somos
las gotas
del río de Heráclito,
perdure
algo en nosotros:
inmóvil,
algo que
no encontró lo que buscaba».
Jorge Luis Borges, Final de año
Debajo de esta carne pálida, precoz,
impaciente —sobre ella o alrededor—, danza como un látigo caliente un alma
vieja. Y el látigo danza a su vez como el agua sucia que brota de una fuente.
La fuente está en medio de una plaza pública. En torno de ella hay tres
parejas; dos niños, gritando, saltando; uno más, aislado, llorando quedamente;
un viejo que espera… y yo. Las parejas, el viejo y yo estamos sentados, repartidos
en cuatro bancas. Los niños corren y gritan y saltan. Dos de las parejas se
besan; de la tercera nace una discusión —los padres de los niños, a mi lado—,
quizás un llanto. El viejo reposa solo en su propia banca, como un águila en su
propio risco, vieja y sola. Y espera. Una bolsa de papel se tambalea sobre su
regazo, vacía; migas de pan vacilan en sus manos, entre sus dedos, entre las
comisuras de sus dedos. Migas que en realidad son aire, pero que él cree que
son migas —y yo lo creo también. El viejo espera, espera por las aves que no
volverán. Y yo, yo también espero, espero a que el agua de la fuente, sucia,
como un látigo, como un alma vieja, deje de brotar.
Luego
recuerdo, aún sentado, recortada mi figura por la luz agónica de un sol que
muere, larga como sombra de espantapájaros eludiendo la vida, y, junto a esos
otros débiles albores de estos días de luces cortas, una conversación reciente
acude a mi memoria. Más que acudir, me golpea de frente, como gotas de una
lluvia que cae al igual que silbidos, heladas salpicaduras de sueños que anhelo; lluvia que se larga tras humedecer mi rostro un solo instante,
para evaporarse finalmente junto a ella,
a una velocidad tan lenta que me percato de que envejezco. El sol perece de
vergüenza, ocultándose sin reparo, cada día con mayor prontitud. Cada día.
Pesan sobre mí los ronquidos de los meses hibernando, la muerte de silencios
amortajados por las horas idas, y la migraña irrefrenable, irresistible, que
viene brotando de doce campanadas que se acercan. Es el último día del año, y
yo me siento a recordar…
—Dos notas, sólo dos notas. La primera
era triste, un re menor. La segunda, la segunda no la recuerdo ya. Pero, esa
imagen que se me va, desde su ausencia… la escucho palpitando como un instante
de luz amarilla. Vaya, sobre esa fotografía que crece como borrosa en mi
memoria… sabes, lo que veo no es más lo que veía.
Un
fantasma, era un fantasma. Ese rostro pálido y chupado frente a mí, carcomido
por los gusanos del desvelo y de la falta; esas mejillas horadadas; esas ojeras
que su desnudez ruborizaba, mostrando ante mi propia vergüenza su piel seca y
obscena. Ese rostro, digo, entregándose a mis ojos vidriosos y cansados, se me
presentaba como una figura fantasmagórica. Y esas palabras, ilusorias tanto
como sus gestos no presentes, recorrían impetuosa y violentamente, impulsadas
por la imagen ante mí, cada parte de mi pensamiento. Lo recorren en este
instante, al ritmo del suave llanto de ese niño aislado, en forma de imágenes
desconocidas que arriban inesperadas, trasladándose frenéticas de un extremo a
otro de eso-lo-que-sea que (me) esté pensando.
El fantasma
deliraba, y yo, ser viviente, deliraba junto a él, escuchando.
Allí
estábamos, sentados cara a cara, separados tan sólo por una mesa que nos tenía,
si bien a distancia, más cerca de lo que nunca habíamos estado. No nos
mirábamos. Uno y otro, encontrados y sin mucho que expresar, acordamos sin
palabras previas que algo había de suceder. Yo, con tanto que escuchar, y él,
con tanto más que decir, nos empoderamos unidos ante el silencio. Sin embargo,
la negrura intermitente de mi departamento sin luz —el servicio había sido
cancelado por falta de pago— fue esa noche la triunfadora.
Como en una
vieja película francesa que alguna vez vi, donde las cosas parecían no tener
mucho sentido la mayor parte del tiempo, donde lucían como sucediéndose en un
torbellino de curiosas situaciones hasta que algo extraño surgió e
inesperadamente logró acomodarlo todo recurriendo a un toque sutil de anarquía
e ironía, otorgándole una razón, una razón igualmente extraña a eso que se
estaba narrando, así, de la misma manera, mis recuerdos sobre Gabriela no están
subordinados a ninguna determinación lógica (ni siquiera en apariencia). En su
defensa, creo que ninguna clase de recuerdo lo está, en ninguna clase de
persona. La memoria es una maquinaria que trabaja con lo absurdo, y su
contenido es una maraña extraña de huellas que llegan y se van tan pronto como
ya volvieron.
Hablo de
Gabriela, no de la memoria, y al hablar de ella hablo también del deseo
irreprimible contra el que luchaba, sentado a la mesa, paciente como ostra,
escuchando una historia que me remitía a ella, y que, a su vez, me retornaba
constantemente a la realidad presente, inalterable, irremplazable: Gabriela
había muerto asesinada, y quien hablaba, ese fantasma encarnado frente a mí,
era su asesino, era el volcán que expulsaba como magma las palabras,
combustible de aquella maquinaria extraña. Y cuando digo «su asesino» lo digo
muy literalmente, y lo digo también más allá del término mismo. No estoy
haciendo uso de ninguna metáfora para significar eventuales acontecimientos de
naturaleza únicamente metafísica, como hablando de un «asesino del alma». Pero
tampoco me refiero a un simple asesino de la mera carne. No; era un asesino del
ser, entero, alma y cuerpo, de ella, entera… Gabriela.
Así,
delante mío, desgarrado igual que yo, tembloroso igual que yo, intentaba
desembarazarse de su culpa, de su desesperación, aquel espectro. Pero, tanto
para él como para mí, el verdadero fantasma, el que nos aterraba, el que pesaba
sobre ambos —y pesaba con el peso de una sombra profunda—, era Gabriela, ella y
su niebla espesa que iba alargándose invisible junto a nosotros.
Los minutos
escaparon sin advertirlos, y la conversación, antes de extenderse, se
comprimió. Él deliraba y yo poco entendía lo que decía. Fuera de esos devaneos,
inmersos en sus breves momentos de lucidez, no hablamos mucho más allá de lo
expresamente necesario. Más que una confesión, era aquello el soliloquio de un
loco. Él y Gabriela tenían juntos cerca de seis meses, pero ésta era la primera
ocasión en que compartíamos más de 2 oraciones. «Hola», «hasta luego»,
normalmente; a veces un «¿qué tal?» que solía quedarse sin respuesta. Aunque,
pensándolo bien, conocíamos muy bien nuestros rostros, nuestros gestos, la
manera en que cada uno hablaba a Gabriela mirándolo al otro de reojo, receloso
como perro que cuida su hueso —él a punto de devorarlo, yo buscando
arrebatárselo. Gabriela y yo habíamos sido amigos desde mucho tiempo antes de
que él llegara a su vida. Siempre la amé, desde el primer momento la amé, desde
el primer saludo y desde la primera despedida, desde la primera señal que
indicara que seguro la volvería a ver al día siguiente, a la semana siguiente,
en unos días, la amé. Y ella, siendo consecuente con la moda de este todavía
joven siglo, prefirió dirigir su cariño a alguien ajeno al sólido lazo de
camaradería y confianza que, tras tanto y tanto vivido, habíamos construido.
Y ahora, él
frente a mí, los ojos hinchados y la cara demacrada, una voz cansada y una
conciencia enferma, bramaba:
—Creí que
me amaba, luego creí que en realidad te amaba a ti. ¡Pero sonrió al final,
estoy seguro de haberla visto sonreír! Creo ahora que siempre me amó… y que
nunca debí hacerlo.
Baja la
mirada y la plasma pesada sobre la mesa. Comienzo a respirar intranquilo y
desde mi garganta un silbido extraño escapa atropellado. Un nuevo deseo me
acomete, sentado frente a él en mi recuerdo y sentado de cara a la fuente, en
la plaza pública, privado ya del día —el ocaso finalmente ha sucumbido—,
rodeado por toda esta gente. Una fuerza desconocida comprime mi puño y luego lo
libera formando con mi mano un gancho. Cuando menos me doy cuenta, me lanzo al
frente, atravieso la mesa que se evapora junto a todo otro rastro de esa
realidad perdida, y termino en el piso. Los niños que juegan se espantan y
callan; el niño rechazado mira mi patético aislamiento desde el suyo, con mi
misma mirada derrotada; las parejas, todas, las dos enamoradas y la una que
pelea, callan también y también me miran. El viejo me ignora, encumbrado en su
senectud de águila apartada. El chorro de agua ha dejado de brotar de la
fuente. Me levanto, apenado, apresurado y sudoroso, y comienzo a caminar.
En unas horas tragaré doce uvas y luego
me embriagaré. En unas horas, el calendario de la cocina ya no servirá, ni
siquiera como adorno —y es que odiaría confundir los días y levantarme temprano
cuando podría alargar mi sueño hasta después de la hora de la comida—; deberé
conseguir uno nuevo. En unas horas veré a Gabriela y le sonreiré, y tendré que
sonreír también al idiota de su novio y abrazarlos a ambos mientras fuerzo una
mueca de dicha que habrá de ser doblemente forzada para no atemorizar a nadie.
En unas horas llegará un nuevo año, pero mi gato seguirá perdido, mis padres
seguirán sin hablarme y Gabriela seguirá sin mirarme como lo mira a él. Luego,
pasadas unas horas más, despertaré con resaca y migraña, vomitaré, me lavaré la
cara y, antes de decidirme a continuar con mi jodida vida, antes de levantarme
para seguir aceptando con la cabeza gacha las toneladas de mediocridad de cada
día, antes de desengañarme ante la idea de que ningún cambio de números significa
ningún cambio de mundo, recibiré un mensaje suyo afirmando que esta vez es la
definitiva, que lo dejará, que la ha vuelto a engañar. Pero nada de eso será
cierto, lo sabemos; ella y yo lo sabemos, y él lo sabe también. Lo va a perdonar
y yo la apoyaré, una vez más y otra y de nuevo, y cuantas sean necesarias,
porque la amo y porque desearía que estuviera conmigo, pero más desearía que la
matara, asfixiándola, y que llegara luego a mi departamento a confesarse como
perro avergonzado, igual a ese sol cobarde que ya se largó… que llegara y se
sentara y se rompiera frente a mí, desesperado, para luego abalanzarme por
encima de la mesa que no se evaporará, y caer sobre él y estrangularlo hasta haber
evitado la salida del último de sus alientos…
Sé de un
tipo que recordaba que su amiga, a la que amaba secretamente, se casaría con su
hermano. Él adoraba a su hermano y nunca habría hecho nada para lastimarlo. El
tipo estaba enfermo y, por alguna extraña razón, la única manera de sobrevivir
era olvidarlo todo sobre ella. Prefirió que le frieran el cerebro con electroshocks antes que contar la
verdad, antes que arruinar la felicidad de esos seres a los que tanto amaba.
Así que le aplicaron la carga directo en el encéfalo. Lo más triste: ninguno de
esos recuerdos era real. La amiga y el hermano no se iban a casar, ni siquiera
estaban juntos. El pobre sujeto fantaseaba demasiado fuerte, se creía sus
delirios tanto como nosotros, pero los suyos lo creaban más de lo que los
nuestros nos crean. El infeliz dejó de ser él mismo por nada; ya no recordaba,
sólo sabía su nombre. Quién sabe, tal vez, si hubiera hablado… tal vez ella
también lo amaba… pero claro, eso nunca lo sabré, pues pasó en un simple
episodio sin continuación de una serie de televisión de hace casi diez años.
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