martes, 30 de agosto de 2016

Literatura: La cariátide que sonríe (cuento)

Por: José Contreras



I

Mi nombre es Manuel. El día de hoy he tomado posesión legal de la tienda de antigüedades que heredé de mi medio hermano Silvestre, al que nunca tuve la fortuna de conocer. De hecho, no estaba enterado de su existencia hasta hace unas semanas, cuando empezaron a llegar sus llamadas, la última justo antes de su muerte.

Con la ayuda de un intendente de la plaza comercial, llegué a un hermoso local, nada pretencioso, con una pantalla de vidrio que desde afuera permitía contemplar la mayor parte de sus tesoros almacenados; cada cristal cuenta con un pequeño cartel informativo -pegado en los entrepaños del mobiliario- para que los posibles compradores conozcan mejor la historia detrás de los productos: desde la galería egipcia, la estancia de los fósiles de crustáceos, la sección del Japón bajo el régimen de los shogunes, sin obviar las réplicas legales de los códices de las civilizaciones precolombinas. Cuando entré, cada pared blanca poseía una elegante serie de lámparas de alta luminosidad que apenas dejaban lugar para las minúsculas sombras de los objetos; no conozco de maderas, pero su piso es color café claro, y despide un aroma muy relajante, que invita a recorrer todos los pasillos del lugar. Por respeto, decidí conservar el nombre de Antigüedades Silvestre. Voy a dejar todo tal y como lo recibí, que por lujo no se detiene: es mucho más hermosa de lo que me la había descrito por teléfono.

Todo quedará igual, exceptuando el taller artístico de mi hermano al fondo del local; ya que no tengo dotes creativas sería un espacio desaprovechado.Y es que la imagen de su cadáver tendido en el suelo y la de aquella costra de su sangre, tan persistente, que tanto trabajo me costó remover sin dañar la madera, me hacen sentir que corro el mismo peligro si no hago nada al respecto. Supongo que mañana ampliaré el espacio dedicado al oriente medio antes de Cristo, y  le daré cabida a una nueva zona de arte moderno, así me desharé de ese lugar espantoso. 

¡Dios mío! Apenas recuerdo vagamente las clases de arte que cursé en la preparatoria, no estoy seguro de cómo administraré la tienda si no conozco todos los productos.

A lujo de detalle recuerdo todas nuestras conversaciones. Él era apenas cinco meses mayor que yo, o eso fue lo que me dijo, así que si aún viviera estaría próximo su cuadragésimo primer aniversario. Mi padre era a la vez el suyo, lo que me convierte en un bastardo porque mi madre jamás se casó.  Supongo que ya llevaba tiempo queriendo ponerse en contacto conmigo, ignoro qué le detenía, pero adivino la razón de sus llamadas. Era obvio que tenía la vehemente necesidad de contarme toda su historia antes de enloquecer por completo. 

Oh, cómo prevalece en mi memoria su habla totalmente desquiciada. Hablando de suicidarse y de otras cosas que en su estado eufórico me confesó.

Como si estuviésemos frente a frente, en vez de en un vulgar milagro de la tecnología que sólo nos da la ilusión de ello, comenzó por hablar de sí mismo. Ya que lo pienso, en ningún momento hablé de mí. Me dijo que él era un hombre muy sofisticado, de correcto hablar y modos muy finos; sumado a lo anterior, vestía de una forma tan colorida que rallaba en los limites de la extravagancia; no se casó y jamás tuvo hijos, ni le interesaba nada de ello; así que era comprensible que quienes trataran por primera vez con él, con prejuicio asumieran que tenía una predilección contraria al sexo femenino. Nada más erróneo. Sin embargo, sí tendía a exaltar con ansiedad hasta el más mínimo dejo de belleza que encontrar en cualquier cosa, ya fuese un florero o una pintura. Aunque su voz era tan afeminada que charlar con él era como charlar con Liberace.

Cuando terminó de describirse, sin darme tiempo a nada, relató cómo conoció a su asistente, Victoria.

Un día, un millonario -no me dijo quién-, lo contrató para que creara un par de cariátides con el fin de adornar un chalé a donde frecuentaba ir de vacaciones. Las columnas servirían como un artístico  soporte para un futuro techo que convertiría en una terraza, donde celebraría diversas reuniones. Eso fue a comienzos de año. Silvestre estaba muy contento ya que con poca frecuencia había prestado esa clase de servicio -la última vez recreó un pequeño busto para un museo y lo hizo más por respeto al arte que por obtener dinero-, aunado el hecho de que estas obras serían las más elaboradas en toda su trayectoria, y la paga era tan generosa que podría recorrer cada ciudad europea derrochando suntuosidad por un año. Mas el escultor necesitaba de varias cosas antes de esculpir sus mayores creaciones hasta ese momento: resultaban indispensables dos enormes trozos oblongos de mármol, con dimensiones de tres metros de alto, y ambas bases cuadradas de un metro de cada lado. De igual forma necesitaba tiempo para conseguir una modelo cuya belleza fuera ecuánime con su paciencia y disciplina, ya que tendría que pasar muchas horas manteniendo la misma pose mientras él tallara el mármol hasta reducirlo a las medidas reales de una joven esbelta, lo que requeriría meses de trabajo continuo. 

El ricachón no se mortificó al respecto, ni siquiera un poquito, de sobra conocía a varias damas de compañía con una constitución adecuada para el proyecto; se las enviaría al día siguiente a su estudio para que las evaluara. Silvestre agradeció el gesto aceptándolo de buena gana, pero le sugirió que enviara sólo una por día, ya que haría esculturas a escala usando barro; también complementaría buscando mujeres por su parte para encontrar a la más adecuada.

Repitiéndose la rutina a lo largo de diez días, desde muy temprano había una mujer diferente, todas eran hermosas en demasía y le esperaban en la entrada de su tienda anticuaria antes de que la abriese. Durante ese período, las chicas, que tenían como común denominador el liso y la suavidad de su cabellera, posaban desnudas sosteniendo un cántaro de alfarería con ambas manos, arqueando los brazos sobre su cabeza, en donde descansaba la mayor parte del peso de la alhaja, mientras que Silvestre manipulaba la arcilla hasta crear una estatuilla del tamaño de un florero de mesa.

Como era de esperarse, aquellas mujeres no mostraban pudor alguno, se desvestían con rapidez y se sentían a gusto con su figura; eso era bueno porque le ahorraba tiempo a mi hermano. Pero se quejó de que casi ninguna era apta para la labor que se les requería. La mayoría se cansaba muy rápido de la misma postura que debían mantener para ser esculpidas; con demasiada frecuencia pedían descansar o que las dejara moverse un poco; otras se quejaban del peso del cántaro. Incluso una, la cuarta en modelar, se retiró del estudio en menos de media hora tras haber llegado. Un artista como él no podía inspirarse con gente así. Para colmo, transcurridos nueve días, ninguna otra persona respondía a sus anuncios. Toda esa inconformidad y exasperación acumuladas se las hizo saber a su cliente, hasta llegó a disculparse por tener que renunciar al trabajo. Simplemente estaba tan desalentado que ya no deseaba continuar.

No obstante, el millonario ya se había tomado demasiadas molestias como para permitir que su anhelado proyecto quedase inconcluso. Desde el día en que mi hermano accedió a trabajar para él, había pedido cotizaciones a todos los proveedores de mármol en la ciudad española de Novelda, y ya había adquirido los dos bloques con las medidas requeridas; sólo estaban pendientes los trámites de importación y su envío. Así que le dijo al escultor que esperase un día más, porque recordó que conocía a una dama que con anterioridad había posado para pintores y fotógrafos, si lo anterior no era lo suficientemente convincente para él, le aseguró que ella también practicaba yoga; sin duda eso le daba ventaja en donde sus antecesoras habían fallado. La esperanza marchita en Silvestre reverdeció ante estas palabras; pensó que tal vez ella sí tendría lo necesario para ser inmortalizada en un par de columnas hechas con el mejor mármol blanco del mundo.

A la décima mañana, como se había hecho costumbre, una despampanante fémina de singular belleza esperaba en la entrada. A diferencia de todas las anteriores, ésta parecía tener un semblante muy profesional y un físico muy vigoroso. De hecho, su dedicación fue tan admirable que el propio Silvestre era quien le exigía tomar descansos cada cierto tiempo, mas la Eva que tenía presente parecía no fatigarse jamás y se le veía entusiasmada con cada menor progreso que se hacía en su pequeña réplica de sí misma.

Si el día había comenzado bien, se pondría aún mejor para mi hermano. Mientras Silvestre laboraba copiosamente en la estatuilla de arcilla, la campana que había colocado en la entrada para percatarse de la entrada de algún cliente o curioso, tintineó. Entonces el dueño de la tienda tuvo que asumir su rol como tal. Le dijo a la modelo que descansara unos minutos, y luego fue a recibir a quien fuera que la campana anunciara. Se trataba de una joven con pinta de estudiante universitaria, tal vez tendría unos diecinueve años; su pequeña nariz filosa y puntiaguda cargaba unos delicados lentes de aumento rectangulares, cuyo color era como el platino; por encima de su cabello castaño, levemente ondulado, un gorro negro adornaba su cabeza; en su espalda traía una enorme mochila negra que aparentaba pesar demasiado porque se le veía repleta de cosas, al grado de que los cierres se abrían debido al contenido que desbordaba. 

Mi hermano supuso que era una artista neófita que trataría de venderle sus obras, o al menos exhibirlas en sus estantes, su aspecto así se lo indicaba. Estaba harto de rechazar  a los amateurs que no dejaban de asediarlo desde que inauguró la tienda, así que le dijo tajantemente que si no iba a comprar algo, que no se molestara en ofrecerle nada y se largara.

Para su sorpresa, la estudiante fingió no escuchar su tono grosero y sonriendo con gentileza se presentó. Dijo llamarse Victoria y, comentó, apenas había salido de clases para acudir a donde indicaba un anuncio que había leído en el periódico, en el cual se solicitaba una modelo para una escultura. Entonces, dándose cuenta de su absurda equivocación, mi hermano rió nerviosamente, supo el gran error que cometió a causa de un arrebato, y lo repararía prontamente pidiéndole a Victoria que esperara su turno hasta que la llamase al taller.

La universitaria, con el fin de entretenerse en algo hasta que fuese llamada a posar para la prueba, se puso a curiosear cada pasillo y estante de la vasta tienda. Para ella era algo increíble contemplar aquellas maravillosas piezas que quedarían en el olvido de no ser por tiendas especializadas como en esa; aún así lamentaba que formarían parte de alguna colección privada de un magnate que sólo las usaría para presumir a sus afines, únicamente accesibles para los ojos de unos pocos afortunados. Consideró que el local debería convertirse en algún museo -al día siguiente se lo hizo saber a su dueño-; pero mientras tanto siguió deleitando sus pupilas hasta que fue convocada a atender el asunto por el que se había presentado.

Mi hermano, disimulando hasta lo humanamente posible ante la mujer desvestida en su estudio, había sentido una atracción muy poderosa hacia la estudiante. La joven de lentes no sólo era bella, sino también muy culta, lo supo apenas observó cómo ella apreciaba los distintos productos que exhibían los estantes. Su estatura era apenas más baja del mínimo que había solicitado en el periódico, pero eso le era fácil de resolver: era cuestión de aumentar unos cuantos centímetros en la parte del bloque de mármol que correspondería al pedestal. Con la mirada, hizo especial énfasis en su esbelta silueta; sus proporciones no eran tan generosas si se le comparaba con todas las modelos anteriores, y mucho menos con la profesional que en ese instante trabajaba, pero era tan exquisita y bien balanceada que ya se imaginaba las columnas terminadas con su imagen. Aunque ya había tomado una decisión, no la llevaría a cabo hasta someter a la recién llegada a la misma prueba que a sus precedentes. Sin contar que no quería hacer tan evidente el delicioso efecto causado por Victoria ante la otra modelo. Por ética no iba a actuar de modo que ofendiera o desalentara de alguna forma a la Venus que había llegado antes; pero en eso fracasó, no pudo disimular lo que su mirada delatora ponía en evidencia. La otra modelo, haciendo uso de aquella intuición extraordinaria que se le atribuye a su género, le dedicó una penetrante mirada recriminadora; mas como buena profesional enmudeció hasta terminar con su trabajo y después se marchó; no sin antes dejar su numeró telefónico, recalcando con ahínco que lo dejaba en el recibidor en caso de que él "cambiara de opinión", haciendo mucho énfasis en la última parte de su frase de despedida.

Victoria creía que estaba lista para el desafío, su autoestima se lo dictó apenas leyó la convocatoria en el diario, sin embargo descubrió lo difícil que era la prueba. Le resultó penoso desnudarse enfrente de un completo extraño, sus mejillas de inmediato se tornaron rojizas, como si toda la sangre de su cuerpo de pronto decidiera acumularse allí. Cuando hubo conquistado esa primera trampa que su pudor le había puesto, se topó con otro obstáculo, uno bastante complicado, apto sólo para personas con excelente condición física. Al colocarse en la posición que se le había pedido, la misma que usaría después en caso de ser elegida, descubrió que el trabajo sería bastante agotador; el jarrón resultaba muy liviano al principio, pero con el transcurso de los minutos se volvía cada vez más pesado y difícil de equilibrar; mantenerse erguida y en total rigidez, como se le demandaba, empeoraba la situación; entonces trató de relajar los músculos para poder soportar el dolor provocado por el entumecimiento, pero mi hermano gruñó exigiendo que no se moviera hasta que le permitiera descansar. Pero la voluntad de la estudiante era lo bastante fuerte, así que resistió hasta que su réplica inorgánica fue terminada, sin reposar incluso cuando el escultor se lo permitía. De esa forma superó pesarosa su audición y prevaleció sobre todas las predecesoras. Mi hermano se emocionó tanto que corrió a su recibidor para telefonear a su cliente, y avisarle que comenzaría a laborar el fin de semana.

II

Llegó el viernes, y con él, el primer día de lo que serían casi ocho meses de trabajo continuo en cada fin de semana. Silvestre me platicó minuciosamente lo sucedido en esa jornada llena de emociones, casi todas reprimidas hacia Victoria.

Como habían acordado, Victoria debía llegar a la anticuaria al salir de sus clases de arte. De allí partirían a la casa de verano del millonario, en donde se hospedarían hasta el domingo. Dicho lugar era precioso, se encontraba oculto entre unas colinas, con una solitaria callecita pavimentada como único acceso a ella. El chalé contaba con un espacioso patio lleno de lozanía en su notable variedad de flora, cuyo centro albergaba una fuente de estilo barroco, donde predominaba un orgulloso Neptuno empuñando su tridente. Allí descansaban, al lado de la fuente, como enamorados en silencio a punto de estrecharse entre sus brazos bajo el suave murmullo del agua, ambos bloques de mármol esperando ser esculpidos por Silvestre. No era casualidad que estuviesen colocados en ese lugar, el sol daba de lleno hasta que la calígine del crepúsculo se asomara, tal cual niño pequeño que trata de coger un objeto sobre una mesa.

A diferencia de la pintura, la escultura no necesita de tanta luz, sólo la suficiente para cincelar hasta lograr el tamaño y la forma deseada antes de limar las asperezas; así que el escultor le solicitó a su cliente que le proveyera de un par de sombrillas, para que el calor del sol no hiciera estragos en su tez  y en la de Victoria. El rico no solo cumplió con esa condición, la mejoró con un par de toldos que servirían hasta para acampar, además se aseguró de que todo día que trabajaran en sus cariátides no escaseasen las bebidas y los bocadillos, también les consiguió las mecedoras más cómodas que en su vida habían usado. 

A medida que el primer trozo blanco de piedra se convertía en una Victoria inamovible, el sentimiento que había invadido la paz de Silvestre lo iba atormentando en sobremanera, no dejaba de pensar en el día que la había conocido. Mientras cincelaba el rostro de piedra, fantaseaba con acariciar el de carne; cuando le daba forma a los sólidos pechos, imaginaba sentir el calor de los reales sobre su cuerpo; ni hablar de los vacíos oídos, a los que en secreto les confesaba su amor, ante el temor de hacerlo ante los de la verdadera Victoria. Cuando le pregunté la razón por la que nunca expuso sus sentimientos, se limitó a decirme que por ética profesional no se involucraría con ella, pero como en cierta forma ya lo estaba, no le quedaba más que esperar hasta el día en que terminara la primera columna; a partir de allí ya no necesitaría de sus servicios, entonces ese día le declararía lo que sentía por ella.

Después de todo, en caso de no ser rechazado, la universitaria sería su pareja ideal; resultaría vano hablar de su carisma, redundante ante su belleza. Sus obras como pintora y escultura brillaban por su mediocridad, apenas dignas de mostrarse en un supermercado donde la clase media compra adornos para decorar una sala escueta, los cuales sin duda mejorarían al ganar ella más experiencia como artista, pero lo importante era que conocía lo suficiente como para heredar su tienda. Y vaya que en ese entonces no tenía a quien confiársela. Me dijo que quizás, eventualmente, reduciría la exhibición feudal para dar cabida a los trabajos más maduros de Victoria.

III

El día esperado con vehemencia por Silvestre había llegado, por fin había concluido de pulir la primera cariátide. Tanto él como la chica estaban extasiados por la hazaña. Victoria en el acto tomó una bata para cubrirse, vistiéndose al mismo tiempo que corría para contemplar de cerca a su clon de piedra. Hasta se le veía más emocionada que al propio escultor que apenas se preparaba mentalmente para exponerle su corazón.

Victoria miraba con regocijo cada centímetro de la columna, no podía sentirse más halagada al ver su físico capturado a la perfección, salvo por un tanto minúsculo como casi imperceptible detalle. Una de las cejas de la figura era más densa que la otra, pero sólo se veía al tomar cierta distancia, como retrocediendo tres pasos de la obra.

Silvestre agradeció su agudeza, reconociendo que Victoria era muy observadora y la felicitó por ello. Pero como el pedestal ocupaba un tercio de la altura de la columna, tenía que subirse a la escalera de madera que estuvo usando durante tanto tiempo. Se acomodó del lado derecho de la estatua, ascendió hasta donde fue necesario, como dos metros según él, y con una lija redujo aquella imperfección. Por su parte, Victoria fue hacia el lado opuesto para evitar que le cayera polvo en la cara.

Pero de pronto la desgracia hizo acto de presencia. Una de las patas de la escalera se quebró, como reflejo mi hermano se sostuvo de la columna, pero ésta no logró mantenerse estable y se inclinó hasta caer sobre la pobre Victoria. Simultáneamente, mientras resbalaba, Silvestre miró cómo la frente de mármol chocaba con su contraparte gemela de hueso. Aunado al propio peso del escultor, fue como si un colosal martillo diera en la cabeza de un clavo con forma humana, la pesada columna tallada destrozó la calavera de Victoria, matándola al instante.

Tal como un arroyo que desemboca en un lago, un delgado caudal de sangre desembocó en el suelo, formando un pequeño charco en rededor del cuerpo. Asimismo la frente de la Victoria de mármol parecía sangrar, pero eran los brotes de la verdadera que buscaban su vertedero. La bata blanca que cubría los frutos carnales de la difunta, lentamente absorbió como esponja el color escarlata. Sin importar que se tratara de un trágico accidente, de una mala coincidencia entre una escalera frágil y la proximidad de la chica, Silvestre la había asesinado.

Recién terminó de relatarme el penoso infortunio, la voz de mi hermano que solía ser clara, mutó en un tartamudeo ininteligible, con claridad oí que rompió en llanto y tenues lamentaciones. Abruptamente el sonido intermitente de la línea muerta me indicó que la llamada ya había finalizado, por su parte. Por un momento pensé en marcarle de vuelta, pero me detuve porque decidí darle espacio, o esperar a que él se contactara conmigo cuando tuviese nuevos ánimos de hablar.

IV

Una semana después, ya no creo casualidad que fuera en otro viernes, Silvestre me marcó por segunda vez. Anteriormente había narrado parte de su vida con mucha candidez y nostalgia, ahora, por el contrario, su tono era seco y deprimente, como si la personificación de la Culpa hablase en su lugar. No tuve más remedio que escuchar al penitente.

Cualquier persona con un mínimo de decencia llamaría a la policía para reportar el accidental fallecimiento, y mi hermano no sería la excepción. Así que mientras la policía llegaba a la escena del crimen, el millonario no quiso que su reputación, y la del chalé, fuesen dañadas a raíz del incidente por culpa de cualquier diario amarillista que pudiera enterase; por lo que convenció al escultor, recordándole cada cinco minutos que pisaría la cárcel por un largo tiempo, de que declarase que Victoria había subido a la escalera que se rompió de imprevisto y que, al tratar de sostenerse de la columna, fue aplastada por ésta.

El miedo de morir en prisión le dio un terror indecible. Por otra parte, su remordimiento le hizo sentir que no debía dar falso testimonio. Su conciencia se movía, cual péndulo, entre ambos pensamientos igual de atormentadores. Él no sufrió ningún daño visible, así que nadie dudaría de su palabra, y menos si lo respaldaba el millonario y su personal. Sin embargo, ignoraba si podría vivir con aquel punzante recuerdo en caso de quedar impune del crimen. No sabía por cuál tortuosa alternativa inclinarse, y no lo supo hasta que llegó un detective de aspecto fiero a tomar su declaración.

Sin duda Silvestre revivió en forma vívida aquella indagatoria, ya que por casi un minuto guardó silencio. Esperé pacientemente por ese lapso, pero no podía resistir el morbo de saber lo que aconteció después. Dentro de mí quería conocer su testimonio. Abrí la boca para formular la pregunta, pero la respuesta llegó antes de pronunciar alguna sílaba. Él fue un cobarde y mintió.

La vergüenza por lo anterior lo había invadido al grado que había decidido por no ir al funeral. Pero después de pensarlo mejor, se armó de aplomo y fue al entierro, ya que se sentiría peor si no hubiera ido. Una vez en el panteón, sin separarse de la multitud de compañeros estudiantes y familiares de Victoria, se mantuvo lo más lejos posible de la tumba, aunque deseó ser el primero en la fila. Como no entabló conversación con nadie, ni siquiera para dar el pésame a la familia, se puso a escuchar lo que la gente decía.

Entre los rumores había varios indicios que indicaban que Victoria había hablado de él con mucha frecuencia. Aunque como cualquier chisme, existían variaciones en sus versiones en las habladurías de los presentes; no obstante, todas concordaban en que la chica tenía un novio mayor ella, unos decían que era un artista, otros el dueño de una tienda de antigüedades, ambos grupos tenían razón en algo. Todos hablaban sobre él y no lo conocían, de lo contrario tendrían muchos reproches hacia su persona. Y si algo así hubiese ocurrido, en su excentricidad melodramática, habría considerado lanzarse dentro de la tumba de Victoria para ser sepultado junto a ella.

Sobre ese tema no quedó nada que añadir. De la forma más educada posible le dije que ya era muy tarde y tenía que dormir. Él asintió, prometiendo que me llamaría pronto. En eso también mintió, porque no volvimos a conversar sino hasta el siguiente viernes.

V

 No sólo estaba siendo telefoneado cada siete días, además siempre concordaba la hora a las seis y media de la tarde. Cada "sesión", por llamarla de alguna manera, descubría una nueva faceta de mi hermano; en esta sesión sospeché que era adicto, o por lo menos que ocasionalmente consumía alguna sustancia alucinógena. ¿Qué otra explicación podría dar a los disparates que dijo? Lo oí casi tan claro como si hubiese salido de parranda con él, casi como haber sido echados a patadas de un maloliente antro para buscar refugio en otro peor; su habla era la de un bohemio trasnochado que no conseguía librarse de las consecuencias de sus orgías psicotrópicas.

Dentro de lo poco que le entendí a sus balbuceos: El primer día hábil de esa semana, sin explicación inmediata, recibió en la entrada de su tienda a un séquito de personas que transportaban una enorme y pesada caja de madera. Encabezando dicha comitiva, el millonario lo tomó del hombro para hablarle en privado.

Silvestre lo condujo a su estudio. Una vez a solas se disculpó apenándose  por no haber terminado el trabajo, y le prometió que el próximo fin de semana comenzaría a labrar el segundo bloque. Para su sorpresa, el rico se negó, alegando que ya había importado otro bloque, contratado otro escultor, y que la nueva modelo era la última chica que le había recomendado; por último, desde el patio del chalé le traía la cariátide terminada, aseverando que le parecía mejor que mi hermano se la quedara.

El escultor y anticuario no era ningún tonto. Juzgó muy raro que un avaro como su contratante se deshiciera de semejante y costosa posesión nada más porque sí, encima no se la quiso cobrar y, peor aún, le pagó como si su pedido hubiese sido completado. Concluyó que aquel hombre, a pesar de su amplia cultura y sofisticación, era tan supersticioso como la gente ignorante que cree en el mal de ojo. Más claro ni el agua: para el millonario tener en su patio una estatua que mató a la mujer que replicaba, resultaba un mal augurio o, por lo menos, algo que podría afectarle de alguna manera. Pero como la obra ya estaba en la entrada de su tienda, le pidió a su antiguo propietario como último favor que la mandara colocar en un rincón del taller, en la parte trasera de la tienda.

Cuando el rico y sus empleados se marcharon, Silvestre cerró con prisa la tienda. Fue a su taller a revivir nostálgicamente los bien atesorados recuerdos de Victoria, desde su llegada a la tienda por primera vez hasta la cara de felicidad que puso al ver la columna terminada. Se maldecía por no haberle declarado sus sentimientos hacia ella, así que destapó una botella de whisky, que guardaba en su escritorio, y se la bebió toda. En medio de su melancolía, miraba a la Victoria de mármol, y ésta le sonrió.

A veces creo que debí ser más comprensivo con él. Emocionalmente se encontraba inestable por obvias razones, pero no pude evitar decirle que el whisky le había afectado el buen juicio. Le recalqué con la mayor serenidad que Victoria ya estaba muerta y que lo mejor para él, y para su salud mental, sería que lo aceptara de una buena vez, o que recurriera a un psicólogo.

Silvestre se enojó conmigo después de escuchar lo que le dije. Me dijo que no le importaba lo que yo pensara. Él la había visto sonreír, y no nada más el lunes que la llevaron a su tienda, sino toda la semana. En eso golpeó el auricular del teléfono, seguramente con su propia base, y después de un segundo impacto lo colgó en su lugar. En ese momento me sentí el ser humano más insensible en la faz de la tierra.

Como supe que había cometido un terrible error, quise marcarle para disculparme, pero no me respondía. Volví a tratar de llamarle, pero en este segundo intento la línea marcaba ese tono que hace cuando ha sido desconectado el teléfono.

VI

Supuse que jamás volveríamos a charlar, sin embargo mi hermano era un hombre con manías. Como era su costumbre, fiel a sus obsesivos métodos, Silvestre se comunicó conmigo otra vez. Ahora sí era obvio que él había perdido la cordura por completo, mas decidí ser prudente y no decir nada hasta que fuese necesario. Sin duda sus vicios habían afectado su voz, casi podía oler sus hierbas y licores en su aliento; apenas podía hablar, su era tono afónico, como si le faltara el oxígeno para poder decir cualquier cosa. Su lucidez se había esfumado.

Con un tono gutural que no le era propio, me contó todo lo que le había ocurrido ese viernes. Me dijo que el jueves había decido hacer un retrato basándose en la columna. No la pintaría como a la escultura sin vida ante sus ojos, sino como a la mujer que durante muchos meses sostuvo un jarro y posó para él.

Esbozó la silueta de su próxima obra de arte. En su paleta mezclaba tantos colores como requería para imitar el brillo de aquella piel blanca sin imperfecciones visibles, y que había comenzado a pintar. A cada pincelazo que daba una lágrima escapaba fugazmente de su rostro, y para reponerlas bebió mucho whisky. Entonces ya embrutecido por tanta alta dosis de alcohol, se quedó dormido.

A la tarde del día siguiente despertó maldiciendo su suerte, ya que no abrió la tienda y no se levantó de su lugar hasta el anochecer más que para ir al baño. Una vez recuperado de la resaca –según él, aunque lo dudo-, apenas habiendo abierto los ojos, su modorra desapareció al instante ante el terror que penetró en cada poro de su piel. La cariátide que estuvo arrinconada desde su llegada ahora ocupaba el centro del estudio, como si Victoria decidiese posar de nueva cuenta para él. Todavía sin reponerse de la sorpresa, se colocó frente a ella, como jamás lo hizo mientras vivía, y le dijo que la amaba. Inesperadamente, ella le respondió con ternura que también lo amaba. El terror sobrenatural le hizo querer huir de su estudio, pero al llegar a la entrada de su tienda no pudo encontrar sus llaves; tal vez se le habían caído del pantalón mientras dormía pero no quería regresar a su estudio por ellas. Tras esto tomó el teléfono y me llamó para contarme todo. Decía que el espíritu de Victoria habitaba en la columna.

En un principio creí que eran alucinaciones provocadas por su mente febril y que por eso acudió a mí, para que mi voz le diera la lucidez que él necesitaba. La verdad no sabía qué decir. Ignorando el verdadero estado de Silvestre se me ocurrió una forma muy singular de ayudarlo a eximirse, le sugerí que platicara con Victoria, que le dijera todo lo que omitió decirle cuando vivía, y que admitiera que se acobardó cuando vio al detective que le tomaría su testimonio.

Silvestre, convencido de que era la única forma de redimirse, sin soltar en algún momento el teléfono, caminó de vuelta a su estudio. El sonido de sus pachorros pasos era tan tenue como la velocidad a la que andaba, tan precavido y temeroso, casi resignado a recibir su merecido castigo.

Justo como la primera vez que supuestamente la piedra habló, oí una exclamación de Silvestre cargada de arrepentimiento genuino, que con vehemencia pedía perdón. Para mi asombro, la exclamación se convirtió en conversación, pero no podía discernir otro interlocutor que no fuese mi hermano, mas él seguía monologando, como si intercambiase palabras con la difunta. 

A partir de ese punto, escuché un golpe seco que hizo retumbar mi auricular, seguido por un grito desgarrador. La ansiedad y la impotencia se apoderaron de mí, ignoraba qué había pasado, pero algo sucedió porque mi hermano ya no me respondía al teléfono. Su taller quedó pronto en silencio. Acto seguido llamé a la policía para reportar aquel extraño incidente. Pero como no sabía la dirección de la tienda, le di a la operadora el número de teléfono para que la rastrearan, suplicándoles que me dieran noticias apenas llegaran.

Veinte minutos más tarde, la misma operadora que me había atendido, me contactó para que identificara el cuerpo del propietario de la tienda.

Tan pronto como me fue posible, llegué a la morgue. Antes de presentarme al occiso, me interrogaron sobre lo sucedido. Respondí que nunca lo había visto, es más, que ni siquiera sabía cómo era su rostro, salvo que era mi medio hermano. Como no coincidían nuestros apellidos, no pude convencer al hosco detective de que me entregara el cuerpo, de seguro era el mismo que acudió al patio del millonario en aquella terrible ocasión, porque mirarlo fijo inspiraba cierta inseguridad. El detective me comentó que legalmente tendría que esperar cuarenta y ocho horas para poder reclamarlo; pero como no pudieron encontrar algún otro familiar, pude trasladarlo a una funeraria al día siguiente.

El día de su funeral, el ataúd permaneció cerrado todo el tiempo. Ni siquiera aquel desgraciado viernes en la morgue tuve oportunidad de verle físicamente, ya que su rostro había quedado irreconocible a raíz del fatal accidente, del cual fui testigo auditivo gracias al teléfono. Me tuve que conformar con dar un beso al retrato de un estrafalario hombre maduro, y llorar ante él.

Ahora que estoy viendo el lugar donde falleció, no me explico cómo fue que la cariátide llegó al centro del estudio. La columna de mármol era muy pesada como para que una sola persona la empujara desde su base. Por otra parte, si desde el rincón donde estaba se cayó y lo aplastó, pudo haber rodado un poco, pero es inconcebible la cantidad de metros que avanzó como para que quedara enfrente de la silla del escultor, sin obviar lo imposible del ángulo que giraría para poder llegar hasta allí, ya que se supone que estaba en un rincón. ¿Será que todo el tiempo estuvo en el centro del taller?

Hay marcas en el suelo que indican que la columna fue arrastrada, pero pudieron formarse desde que la trajeron, o desde que la policía la movió para rescatar a mi hermano ya inerte. ¿Y si no fue así? ¡Oh Dios, estoy tan nervioso que por un instante creí que la cariátide me sonrió! 



2 comentarios:

  1. Casi creí, que mientras leía las chispas que salen del libro que tienen de fondo se alzaban mientras leía. Me cautivo mucho, es triste y hermoso al tiempo.

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