jueves, 1 de septiembre de 2016

Literatura: Desconcierto (relato)

Por: Eduardo Barrionuevo


Vidente (Hombre y muerte II) - Egon Schiele (1911)

No sé exactamente qué día es hoy, ni la hora en la que me encuentro. No estoy seguro del lugar que habito, aunque muchas veces me busco. No puedo ni siquiera sospechar si al transcurrir hay una dirección concreta, si es lineal u oblicua, si los círculos que veo pertenecen a un espiral infinito o si tan sólo son la metáfora gastada del eterno retorno. La imagen de la playa virgen en la que una hoja dibuja un circulo es muy profunda si se quiere, pero en este momento no. 

En mi basurero me revuelvo. Borracho sueño y así dormido grito hasta quedarme mudo. Con los ojos ardiendo, me precipito de la cama al infierno (la brecha es casi nula). Los demonios bailan en corro; simultáneas imágenes de posibilidades ilógicas se me presentan. Después, los recuerdos difusos se abren paso y toman protagonismo. 

Esto sucede tan sólo los días en que las personas sin saberlo se ponen de acuerdo para ignorarse entre sí; ya sea con un mensaje de texto, una llamada, o una publicidad mal lograda pegada en la pared contraria a la vereda que elegí; esto sucede tan sólo cuando decido borrar las conversaciones después de mucho mirarlas, en especial a esas conversaciones que misteriosamente necesito volver a leer (cada vez estoy más convencido de que todo es mejor en forma de recuerdo). 

El dolor físico es un interesante camino para volver de las cavilaciones por un instante. Mi pierna, por ejemplo, me ayudó a poner en pausa tres ideas simultáneas que masticaba mientras un vapor casi imperceptible me ahogaba levemente; la infección mordía de vez en cuando la carne y mi pensamiento primitivo se sentaba a esperar a que el dolor pasara. Y pasaba, siempre pasaba. 

Inevitablemente volvía a mirar mi alrededor para saber dónde estaba. Un silencio se apoderaba de todo a pesar de los ladridos del callejón, una sombra se tambaleaba al mismo ritmo que yo lo hacía, tropezando con todo lo que había en mi camino (no me moví nunca del lugar en el que estaba). Acostado, todavía un poco borracho. Sentado al borde de la cama con los pies colgados mojándolos con el agua fría del Leteo. Parado junto a la ventana mirándola cerrada con la idea de que en su madera gastada un mensaje indescifrable y perenne se encuentra escondido, el cual solamente puede leerse con la complicidad del alma triste y enojada. Colgado de las vigas con ambas manos me observo ahí, acostado, sentado, parado al lado de la ventana, en los tres lugares a un mismo tiempo. 

Todo esto ocurre de vez en cuando, casi siempre que las personas mienten y dicen la verdad al mismo tiempo, cuando la neblina se pone tan densa que quien entra en ella no es el mismo al salir, cuando suena algún tango viejo a lo lejos canturreado por alguien que no existe. Esto sucede únicamente cuando me doy cuenta que estoy ebrio. Si no lo advierto, aunque no pueda ni hablar, no sucede. 

Una vez sucedió sin haber tomado una sola gota de whisky. Sigo sin saber dónde estoy pero cada vez me importa menos, ahora el sueño da vueltas encima de mí, trato de encontrarle una cara y compararla con la cara de Himno. Entreabriendo los ojos veo desparramados vestigios de mis recientes sueños: seres fantásticos, sombreros, sacos, espadas, duendes, cuervos, cascos, cenizas, arcos, flechas, plumas, un árbol, un zapato y un suspiro con cara de estúpido sentado en el suelo temblando de frío. Veo un libro abierto, con sus hojas en blanco, e imagino a alguien escribiendo, con melancolía, ya que, con cada nueva palabra que escribe la anterior desaparece. 

Esta habitación se transforma en el escenario que describo los días en que me quedo dormido repitiendo una palabra cualquiera en mi cabeza, los días en que alguna mujer de ojos profundos llora, miente y blasfema al mismo tiempo. Otra vez el silencio, otra vez los gritos, otra vez los pies mojados (la laguna era Estigia), otra vez el dolor, otra vez los recuerdos, otra vez la ventana, otra vez los ojos profundos, otra vez el olor a alcohol, otra vez el desconcierto, otra vez la sombra de ese alguien que se parece un poco a mí, otra vez la mentira del eterno retorno, la imposibilidad del retorno, el amor al pasado inverosímil vestido de conveniencia, otra vez la escasa virtud perdiendo frente al espejo, otra vez el ladrido del perro. 

Y lo único que queda es la melodía de aquel tango, que quiero tararear pero no puedo. Ahí está de nuevo el dolor en la pierna.

1 comentario:

  1. Que buen trabajo: en el medio exacto entre relato y poesía. Una felicitación, Eduardo Barrionuevo!

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