Hacia tiempo que había visto a aquel ser escabullirse por debajo de la cama de Lina, su primogénita. Le causaba horror tener que imaginar que cada noche, ese ente nauseabundo salía de su escondite y se posaba sobre el cuerpo adolescente de su hija.
Lina nunca se quejó de algún malestar o trauma nocturno, ni de ninguna pesadilla, pero todas las mañanas la notaba agotada, como si no hubiera tenido oportunidad de descansar. Él estaba seguro de que el objetivo siniestro del monstruo era arrancarle algo sagrado: su energía vital o su inocencia.
Meditó mucho la manera más efectiva de atraparlo y obligarlo a alejarse para siempre; enviarlo a los infiernos de donde había salido, sin oportunidad alguna de retorno.
La noche marcada preparó todo para la liberación: una pequeña botella con agua bendita, la Biblia abierta en el evangelio según San Lucas, un rosario enredado en sus manos, un crucifijo...
Abrió despacio la puerta de la habitación. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo al ver la silueta del demonio mismo aprisionando la frágil corporalidad de Lina. De pronto, el temor se convirtió en profunda ira.
Sin pensar y sin acordarse siquiera de los rituales estudiados, se precipitó hacía el ser con crucifijo en mano y de una estocada atravesó su garganta de lado a lado.
Sangre oscura y burbujeante emergió, manchando la pureza blanca de las sábanas. La tosca y peluda creatura cayó hacía un lado de la cama. Lina se incorporó asustada, desnuda, con ojos incrédulos y llorosos. De un salto se puso de rodillas y abrazo el cuerpo inerte del monstruo. Le buscó los ojos a su padre y le aventó una mirada acusadora; después, inclinó la cabeza hasta que su boca estuvo cerca de su oído.
-Lo siento, te amo, lo siento- susurró
Con un beso en los párpados, cerró los ojos verdes de la derrotada bestia.
Johann Heinrich Füssli, 1781 |
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