Por: José Contreras
El exorcista (1973), director William Friedkin |
Nidia, atada de pies y manos, se sacudía como una crisálida a punto de ser rota por su huésped, exclamó a todo pulmón "¡Cállense todos que ya no los aguanto! ¡¿Por qué tienen que hablar todos al mismo tiempo!?", gimoteando después de su rabieta y revoloteando su cabeza en la almohada hasta que su madre, todavía amodorrada por la desvelada, llegaba a darle sus píldoras que la volverían a dormir.
Así vivía la familia Balero desde hacia cinco
años; Nidia tenía la misma conducta desde el día de su nacimiento, expresándose
mediante el llanto hasta que al año y medio aprendió a hablar. Cada día
consecuente era bastante similar al previo, a menos que Telma o Marcelo, su
esposo, intercalaran turnos para drogar a Nidia, y así poder dormir o sentarse a mirar la televisión; tan fastidiados de no tener tiempo para sí
mismos, se repartían momentos de soledad, por lo que muy rara vez follaban o convivían
como una pareja que se ama. Al ser tan pequeña su hija, no podían administrarle
los somníferos en una dosis que la noqueara al instante, obligándolos a supervisarla
constantemente, evitando que se soltara las amarras y se insertara objetos en
los oídos o se diera cabezazos contra cualquier superficie dura.
Pero este día sería un poco diferente al
resto. Con anterioridad habían citado a toda clase de profesionales, desde médicos generales y neurólogos hasta psicólogos y psiquiatras, y a pesar de la cantidad de estudios, terapias y medicinas,
ninguno parecía encontrar otra solución que no fuera paliar el sufrimiento de
la niña. Hartos de lo primero y de las consecuentes mermas económicas, de las
cuentas y medicinas de Nidia, que los habían obligado a vender sus autos y a
hipotecar la casa para lograr solventarlas, decidieron botar su ánimo escéptico
e indagar en el campo de lo sobrenatural, por lo que habían concertado una
cita con el doctor Rico Puccini, uno de los parapsicólogos con mayor audiencia
en los programas de televisión enfocados en el tema, y que sólo ociosos o entusiastas veían. Como el matrimonio sospechaba que el popular doctor pudiera
ser un charlatán más, con recelo Marcelo investigaba otros prospectos que
pudieran tener mayor profesionalismo que un hombre que, en inicios del siglo
XXI, insistía en usar una capa negra y un sombrero de copa, como el estereotipo
de los magos de principios y mediados de la centuria pasada.
Cuando el timbre sonó, Marcelo se estaba
lavando las manos y se enteró de la llegada del doctor más por el grito de su
hija que por el timbre al que la niña hizo eco con un alarido prolongado.
Telma seguía con Nidia, así que el padre tuvo
que salir a recibir al espiritista y a cuatro camarógrafos que ya estaban
filmando los alrededores de la casa mientras el doctor, parado en el pórtico
donde había tocado el timbre, narraba a uno de ellos el caso que resolvería en
esta ocasión.
—Buenos días, doctor Puccini —saludó Marcelo con la deferencia que le daría a su jefe en el trabajo si éste le visitara en vez del doctor—. Nidia, mi niña, está en… —no terminó de dar la ubicación de su hija porque un sonoro e iracundo “¡cállense ya!”, proferido por una voz tan dulce que casi haría inverosímil el nivel de furia que expresó, reveló al doctor que la habitación de Nidia estaba al fondo de la casa. Antes de que ambos fueran para allá, Marcelo lo encaminó a la sala para mostrar a su invitado todos los archivos médicos de Nidia, que estaban sobre una mesa de madera, al tiempo que le contaba a detalle cómo habían vivido durante un lustro. Una vez sentados en los sillones, con el permiso tácito de Marcelo, tres miembros del equipo de filmación recorrieron la casa; el restante, que al parecer siempre estaba al lado del espiritista, se quedó en la sala para grabar la primera entrevista.
—Buenos días, doctor Puccini —saludó Marcelo con la deferencia que le daría a su jefe en el trabajo si éste le visitara en vez del doctor—. Nidia, mi niña, está en… —no terminó de dar la ubicación de su hija porque un sonoro e iracundo “¡cállense ya!”, proferido por una voz tan dulce que casi haría inverosímil el nivel de furia que expresó, reveló al doctor que la habitación de Nidia estaba al fondo de la casa. Antes de que ambos fueran para allá, Marcelo lo encaminó a la sala para mostrar a su invitado todos los archivos médicos de Nidia, que estaban sobre una mesa de madera, al tiempo que le contaba a detalle cómo habían vivido durante un lustro. Una vez sentados en los sillones, con el permiso tácito de Marcelo, tres miembros del equipo de filmación recorrieron la casa; el restante, que al parecer siempre estaba al lado del espiritista, se quedó en la sala para grabar la primera entrevista.
—Cuando hablamos por teléfono me aseguró que ustedes
son ateos, señor Marcelo —dijo Rico al terminar de leer la historia clínica—. Los
demonios sólo pueden poseer a quienes creen en ellos, y únicamente en la
respectiva religión o folklore en el que se les reconoce. Por ejemplo, no se puede combatir a un Yōkai, con agua bendita, aunque la haya bendecido el sumo pontífice de la iglesia católica, pues sería inútil contra un demonio que se combate con antiguos rituales japoneses —dejó de mirar a su anfitrión para dirigirse al camarógrafo
principal—. Eso sólo reduce a las siguientes dos posibilidades, ya que las
pruebas de la ciencia han fracasado en dar un diagnóstico certero: Nidia Balero,
una nenita de tan sólo cinco años, tiene habilidades psíquicas que no ha
aprendido a controlar; o los muertos están tratando de contactar con alguien,
siendo las mentes inmaduras las más susceptibles para escucharlos—. Apenas había
terminado de hablar Rico Puccini, casi como si hubiese estado en un libreto, cuando Nidia volvió a gritarles a todos que se callaran, culminando así la
primera entrevista, generando tal suspenso que emocionaría a los televidentes
cuando se transmitiera el programa.
La segunda entrevista se hizo en el cuarto de
Nidia, ya que a ésta comenzaban a hacerle efecto los somníferos y se había
sosegado.
El hombre del sombrero de copa se sentó en una esquina de la cama —la opuesta a donde se había colocado la madre—, en tanto su camarógrafo satélite se ubicó enfrente de ellos; Marcelo aguardaba, impaciente y ansioso, en la sala; el doctor así se
lo había pedido.
—Señora Telma, dígame, ¿cuánto tiempo nos queda antes de que Nidia se duerma por completo? —preguntó Rico Puccini.
La madre con su cara más ojerosa que la de su hija, contestó:
—Se tranquiliza como diez minutos antes de caer dormida.
Tras esto, el doctor Rico Puccini entabló una conversación básica con la niña, preguntándole desde qué era lo que más le gustaba hasta a qué le gustaría dedicarse cuando fuera mayor; la menor respondió con ternura:
—Quiero ser enfermera, para cuidar a otros igual que mis papis lo hacen conmigo.
A todos los presentes les pareció una respuesta conmovedora, pero se agotaba el tiempo más rápido de lo que les hubiera gustado, casi la mitad disponible de éste se había usado; así que el espiritista preguntó a la niña:
—¿Sabes de quién son las voces que escuchas? —le contestaron que no, así que continuó:¿Cuántas voces escuchas?
Nidia, cerrando los ojos para tratar de concentrarse, respondió:
—No lo sé. A veces oigo como si mi cuarto estuviera lleno de personas hablándome al mismo tiempo, también escucho mascotas, como perros y gatos —la niña abrió los ojos para mirar al doctor—. En ocasiones, mientras duermo, escucho discutir a mis papis.
Telma, avergonzada por la respuesta de su hija, bajó la cabeza y evitó el contacto visual con el doctor:
—Perdónanos, hija. Tu papá y yo te amamos, nunca lo olvides —y comenzó a llorar.
Retomando el control de la entrevista, el doctor preguntó:
—¿Has visto o sentido fantasmas? —la niña lo negó y recalcó que simplemente oía unas voces, pudiendo identificar sólo las de sus papás. Rico Puccini le hizo una seña a su camarógrafo, y éste dejó de filmar, luego se dirigió a la niña: Nidia. Vamos a hacer un pequeño juego antes de que te duermas. Voy a salir y tocar la puerta muy despacio, cuando vuelva quiero que me digas cuántas veces la golpeé —apenas dijo esto, salió rumbo a la entrada, deteniéndose en la sala para comentarle a Marcelo sus intenciones.
—Señora Telma, dígame, ¿cuánto tiempo nos queda antes de que Nidia se duerma por completo? —preguntó Rico Puccini.
La madre con su cara más ojerosa que la de su hija, contestó:
—Se tranquiliza como diez minutos antes de caer dormida.
Tras esto, el doctor Rico Puccini entabló una conversación básica con la niña, preguntándole desde qué era lo que más le gustaba hasta a qué le gustaría dedicarse cuando fuera mayor; la menor respondió con ternura:
—Quiero ser enfermera, para cuidar a otros igual que mis papis lo hacen conmigo.
A todos los presentes les pareció una respuesta conmovedora, pero se agotaba el tiempo más rápido de lo que les hubiera gustado, casi la mitad disponible de éste se había usado; así que el espiritista preguntó a la niña:
—¿Sabes de quién son las voces que escuchas? —le contestaron que no, así que continuó:¿Cuántas voces escuchas?
Nidia, cerrando los ojos para tratar de concentrarse, respondió:
—No lo sé. A veces oigo como si mi cuarto estuviera lleno de personas hablándome al mismo tiempo, también escucho mascotas, como perros y gatos —la niña abrió los ojos para mirar al doctor—. En ocasiones, mientras duermo, escucho discutir a mis papis.
Telma, avergonzada por la respuesta de su hija, bajó la cabeza y evitó el contacto visual con el doctor:
—Perdónanos, hija. Tu papá y yo te amamos, nunca lo olvides —y comenzó a llorar.
Retomando el control de la entrevista, el doctor preguntó:
—¿Has visto o sentido fantasmas? —la niña lo negó y recalcó que simplemente oía unas voces, pudiendo identificar sólo las de sus papás. Rico Puccini le hizo una seña a su camarógrafo, y éste dejó de filmar, luego se dirigió a la niña: Nidia. Vamos a hacer un pequeño juego antes de que te duermas. Voy a salir y tocar la puerta muy despacio, cuando vuelva quiero que me digas cuántas veces la golpeé —apenas dijo esto, salió rumbo a la entrada, deteniéndose en la sala para comentarle a Marcelo sus intenciones.
Entonces dio seis golpecitos a la puerta, lo
bastante tenues como para que no se oyeran más allá de la sala. Primero le
preguntó a Marcelo, que seguía sentado en el sillón, cuántos golpes escuchó: «seis», le confirmaron. Luego fue al cuarto de Nidia e hizo lo mismo con Telma,
pero como Telma no había escuchado nada, repitió la pregunta a la niña, «seis» contestó
ella victoriosa. Sólo para asegurarse, el doctor renovó el experimento, pero esta vez golpeando tres veces la puerta, obteniendo los mismos resultados
con los participantes.
Ya con la doble comprobación obtenida, el
doctor le ordenó al camarógrafo que le llevara unos protectores para oídos que
tenía en la camioneta, los cuales eran idénticos a los utilizados por músicos profesionales en los
conciertos, y que se los colocara a Nidia.
—Volveremos mañana, no se los vayan a quitar —le pidió a Telma y Marcelo antes de irse junto con su equipo de filmación.
—Volveremos mañana, no se los vayan a quitar —le pidió a Telma y Marcelo antes de irse junto con su equipo de filmación.
A la mañana siguiente, alrededor de las diez,
el doctor llegó con un equipo de filmación más amplio; esta vez un grupo de
diez hombres parecían equipados para grabar una película de Hollywood plagada
de efectos especiales. Saludando el doctor a los, ahora sí, sonrientes y bien
descansados Marcelo y Telma.
—Buen día familia, se ve que los protectores auditivos funcionaron bien.
Telma le contestó:
—Estamos muy agradecidos con usted, doctor —dándole un fuerte abrazo y un beso en la mejilla.
Marcelo también le dio otro abrazo:
—Doctor, ¿cómo supo ayudar a Nidia? Nadie lo había hecho tan bien como usted —dijo con la más sincera gratitud.
Rico Puccini sonrió.
—Simple. Las pruebas auditivas estándar están diseñadas para oídos promedios, los de su hija son tan sensibles como los de un perro o quizá más, ignoro si también puede escuchar infrasonido, pero en definitiva están más desarrollados de lo común.
Telma volvió a llorar, pero ya no a raíz de emociones negativas.
—Doctor, ¿cómo se lo podemos agradecer?
En respuesta, el espiritista dijo:
—Los médicos viven de sus pacientes, yo de mis programas y libros —sacando tres libretos que traía debajo de su capa e hizo aparecer en sus manos, de un rápido movimiento que parecía un acto de magia. Se los entregó a los padres, y después le dieron el suyo a Nidia en su cuarto.
—Buen día familia, se ve que los protectores auditivos funcionaron bien.
Telma le contestó:
—Estamos muy agradecidos con usted, doctor —dándole un fuerte abrazo y un beso en la mejilla.
Marcelo también le dio otro abrazo:
—Doctor, ¿cómo supo ayudar a Nidia? Nadie lo había hecho tan bien como usted —dijo con la más sincera gratitud.
Rico Puccini sonrió.
—Simple. Las pruebas auditivas estándar están diseñadas para oídos promedios, los de su hija son tan sensibles como los de un perro o quizá más, ignoro si también puede escuchar infrasonido, pero en definitiva están más desarrollados de lo común.
Telma volvió a llorar, pero ya no a raíz de emociones negativas.
—Doctor, ¿cómo se lo podemos agradecer?
En respuesta, el espiritista dijo:
—Los médicos viven de sus pacientes, yo de mis programas y libros —sacando tres libretos que traía debajo de su capa e hizo aparecer en sus manos, de un rápido movimiento que parecía un acto de magia. Se los entregó a los padres, y después le dieron el suyo a Nidia en su cuarto.
El equipo del doctor Rico Puccini trabajó
arduamente para alistar la escena descrita en el libreto: Poleas con hilos
invisibles ante las cámaras se encargarían de sacudir el mobiliario de la
alcoba, unos sensores harían temblar las ventanas y unos abanicos ondearían las
cortinas y las sábanas; Nidia se retorcería y gritaría tal y como lo hacía
antes de la llegada del doctor, mientras sus padres sostenían biblias y
rezarían padres nuestros y aves marías; Rico Puccini, con una
enorme cruz colgando de su cuello y sin su respectivo sombrero de copa,
arrojaría agua bendita a la niña y saldría humo de una máquina colocada debajo
de la cama.
El acto del exorcismo de Nidia Balero fue tan
realista para los televidentes que, medio año después, abarrotaron las librerías
para adquirir un ejemplar de Voces
asaltantes, libro que trataba sobre unos fantasmas que contactaban a una niña, con habilidades psíquicas que desconocía tener, para obligar a sus padres a abandonar una casa construida sobre un antiguo cementerio dónde enterraron a unos herejes que practicaron en vida la brujería negra -que pronto tendría una versión cinematográfica de título homónimo, y que se estrenaría a principios del siguiente año-. La fama del doctor Rico
Puccini se incrementó a niveles que él jamás hubiera imaginado, y la familia
Balero disfrutó entonces de un estilo de vida con menos preocupaciones.
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