jueves, 8 de septiembre de 2016

Literatura: Reencuentro (cuento)

Por: Eduardo Barrionuevo

 
El reencuentro - Remedios Varo

—Un café por favor.

Dijo el hombre, mirando a través de la ventana concentrado en sus recuerdos. 

El mozo repitió el pedido allá en la barra como un eco constante; como en cualquier otro bar, en cualquier lugar del mundo, en cualquier momento de la historia. El olor del café era característico de aquél bar. No hace falta dar cuentas sobre el sabor y la textura del café, ni de lo que simboliza, ni de lo banal que parece en las narraciones. Sin embargo ahí está enfriándose, como la vida misma; perdiendo cuerpo con el transcurso de los segundos, ahí sin endulzar; y si se lo contempla pierde su calor efímero, como la vida misma. El último trago tanto frío como amargo tiene el color de la tristeza. 
La ventana estaba abierta, pero un cristal imaginario casi tangible se encargaba de separar el adentro del afuera de ese bar. El hombre seguía inmutable, indiferente. Sus ojos fijos miraban como esperando. Una melancólica espera que pasaba desapercibida. 
Nadie notaba lo enajenado que él estaba, y si alguno lo advertía, poco le interesaba. A veces sin darnos cuenta traducimos nuestras sensaciones en pequeños movimientos que las dibujan en lo cotidiano y las hacen invisibles para los demás. La letanía de este hombre se tradujo en un mezclar ese café sin detenerse durante mucho tiempo. Y el universo seguía su curso, acaso siendo él parte de ese curso o quizás siendo la excepción. 
Del otro lado de la ventana a lo lejos se podía ver que alguien se acercaba. Era ella a quien esperaba sin saberlo, y ahí venía. Graciosa, sonriente, llena de vida. Sus ojos enormes y negros eran inconfundibles y profundos. Cuando él la vio, sin querer tiró un vaso de vidrio cuando quiso acomodarse en la silla. El estrépito del vaso al romperse se acopló al unisono con algunos recuerdos que también parecían romperse. 
Ella seguía acercándose y su corazón se aceleraba. Él se preguntaba cuánto tiempo había pasado sin verla, o si ella se acordaba de él. 
Estaba ya a una calle de distancia y la emoción también ganaba terreno. Una mezcla de miedo y satisfacción. La sangre de ambos era una sola y el tiempo se retorcía en idas y vueltas constantes entre el murmullo de la gente. El tiempo es el águila que devora nuestras entrañas, vísceras y almas mientras estamos encadenados en la roca de Escitia o en nuestras camas. Y así por haber roto una regla o por haber amado, llegan los castigos (castigos por astucias que los dioses nunca dejan pasar). 
Ella era en verdad hermosa, tanto cuánto él era soñador. Para él ella era el amor materializado, era todos los colores, era la tibieza del espíritu, ¡la extrañaba tanto! 
Ella pensaba en él mientras se acercaba, de alguna forma extraña sabía que lo encontraría ahí. No importaba el por qué se habían separado, no importaba nada. Ella pudo encontrarlo y él sin saberlo la esperaba. 
El encuentro se hizo inminente, ella apuró el paso y de un momento a otro empezó a correr. 
Al advertir esto él se levanto, dejó algunos billetes en la mesa y salió a la vereda. Un aire frío lo atravesó e inundó su pecho. 
Sin detener la carrera ella no aguanto sus ganas de gritar y lo hizo. Pronunció una palabra nada más, sólo una palabra que encerraba todo lo que hubiera querido decir: -"¡Papá!" 
Lo abrazó con todas sus fuerzas, con sus brazos de niña frágil. Una pequeña niña de doce años fundía en un abrazo la tristeza de su padre y la suya. La felicidad de su padre y la suya.

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