Existió en otro tiempo una
persona que anotaba todos sus pensamientos. Cualquier cosa que le viniera a la
mente, él la escribía donde pudiera hacerlo. Era por eso que siempre cargaba
con una hoja y un lápiz; los cuidaba como otros cuidarían a un perro, y lloraba
cuando alguno de estos fieles compañeros no podían entregar más de sí;
cuando el papel no daba más espacio, o cuando el lápiz terminaba sus funciones.
Si por descuido uno se rompía o el otro se quebraba, las lágrimas le brotaban
como a un niño que ha perdido su juguete preferido. Nadie sabía que detrás de
su casa, en un patio pequeño, al lado de un árbol que parecía morir pero que no
terminaba de hacerlo, él tenía tumbas para cada lápiz y cada hoja muerta.
Casi nunca comprendía
lo que anotaba, aunque lo leyera una y otra vez. Colocaba el papel entre sus ya
envejecidas manos y observaba con detenimiento cada letra, después las ordenaba
de diferente manera, como si fueran un complicado anagrama, pero no lograba
conjeturar ninguna idea.
Ya no trabajaba, sus
fuerzas en esos momentos no le permitían desarrollar semejante tarea. En
vez de eso, iba a la plaza cuando le daba la gana a ver nacer y morir el día.
Subía las pupilas conforme el sol iba llegando al centro del cielo; andaba a
ratos, obsequiaba alimento a las palomas y después volvía a sentarse para
seguir el camino de los astros. Cuando las piernas le pesaban y los años le
cerraban los párpados, huía a su cementerio para escapar de la ciudad y los ruidos,
y era justo en esos instantes donde los pensamientos enterrados a medio
terminar le traían otros vivos que tenía que anotar junto a los otros
compañeros, sustitutos de los caídos.
Trataba de no andar
encorvado, de no usar bastón aunque realmente lo necesitara; de usar un
borsalino que más bien era suplente de su antiguo sombrero, y que a la vez
ocultaba su calvicie. Tenía el rostro ceniciento; sus ojos eran tan grises como
las nubes que anuncian las peores tormentas, enmarcados siempre por sus
arcaicos anteojos. El tiempo ya había dejado la marca en su frente que, fruto
de tristezas, alegrías, y de la senectud de los tejidos incapaces de seguir
tensos, se encontraba trazada por tres surcos profundos realmente notorios; se
plegaba la piel sobre sí misma, haciendo que los rayos del sol no pudieran
penetrar hasta la profundidad, como si dentro de la arruga hubiera un tesoro
escondido que nunca debía de ser visto. A diario se rasuraba y era por eso que
sólo se podía mirar el leve rastro de una barba cerrada.
El hombre se
levantaba temprano todos los días. Aunque no quisiera, a veces la espalda le
dolía; estiraba las manos, se colocaba los lentes y presuroso tomaba a sus
compañeros de vida; anotaba lo que había soñado, si con suerte recordaba algo
de ello; en caso contrario solamente emitía un largo suspiro, veía hacia la
enorme ventana que tenía enfrente, como hurgando entre la claridad que entraba,
esperando que la luz que penetraba en el cuarto también le alumbrara el alma;
tratando de traer algún retazo, buscando la palabra correcta. Como guerreros
listos para la batalla, esperando el grito de guerra que los llevara a la
lucha; así se quedaban el lápiz y la hoja, tensos, aguardando el movimiento;
pero a veces sólo se mecían fruto del bombeo del cansado corazón a las
extremidades, y no había nada más. Escuchaban el resoplar del viejo; una, dos,
tres o cuatro veces bufaba y después se daba por vencido.
Había días en que se
erguía de la cama y caminaba con un ritmo pesaroso, como si las plantas de los
pies no quisieran despegarse del suelo; se rascaba la nuca, bostezaba de manera
amplia –algunas veces abría tanto la boca que sentía una punzada en los oídos–;
con las manos se arreglaba y desarreglaba el poco cabello blancuzco que le
quedaba, más frondoso hacia los lados y la frente que hacia la zona donde se le
hacía un remolino; y tomaba un baño matutino, siempre al pendiente de mantener
la hoja en una zona donde no pudiera mojarse y que a la vez le quedara
asequible en caso de necesitarla.
Además de papeles y
lápices, con nadie más compartía su vida. No había una mujer con la cual
platicar cuando el sol se ocultara, a la cual decirle cómo es que había
marchado el día, lo mal que a veces lo trataba su antiguo jefe, o las horribles
miradas de las que a veces era víctima por cargar siempre con aquellos
utensilios. No había mejores amigos con los cuales poder charlar sobre lo mal
que iba el mundo, o tomar una cerveza y hablar de trivialidades. La soledad era
su única compañera desde niño, porque incluso sus padres no comprendían aquella
rareza en la que él ponía tanto cuidado. De cuando era pequeño, sólo
recordaba haber pasado por múltiples médicos, obteniendo tantos diagnósticos
como doctores diferentes visitó. Pero sobre todo una cosa recordaba de esa
época: su hermana un día le había quebrado a propósito un lápiz. Él había
gritado tanto, que su madre, que se encontraba en la cocina, había acudido con
rapidez al cuarto pensando lo peor; al llegar no vio más que a la hija tan
asustada como ella, con la cara blanca del espanto, petrificada por el alarido
de su hermano que chillaba como si le hubiera quebrado un brazo o encajado un
cuchillo. Especialmente él recordaba esa escena por la tunda que había recibido
después, primero por parte de su madre y luego por parte del padre. Hacía tanto
tiempo de aquello que no tenía idea del año en que había acontecido, lo que sí
resonaba en su mente era que ésa había sido la razón por la cual se aisló aún
más, perdiendo a lo largo de los años todos los lazos con su familia.
II
Terminó de escribir,
vio de nuevo, corrigió los detalles y dejó la hoja en la mesita de al lado.
Pasó la palma de la mano izquierda por sus ojos cansados, bostezó ampliamente
–le dolieron los oídos–; se arregló y desarregló el pelo. Se preguntó hasta cuándo
seguiría haciendo aquello que por momentos se convertía en un suplicio. No se
arrepentía de estar solo, le gustaba eso tanto como tal vez le hubiera gustado
encontrarse casado y no tener que anotar todo lo que le viniera a la mente. A
ratos se preguntaba si su hermana seguía viva, porque calculaba que sus padres
ya debían de estar muertos, o cuando menos próximos a ser tomados por la parca;
se cuestionaba si tenía sobrinos, si sabían de él, o si los habían engañado
diciéndoles que no tenían ningún tío y que eran hijos de la única hija. Sí, eso
era lo más probable, lo menos dañino para ellos. No podrían explicarles que
había un tío que no quería saber nada de ellos sólo porque le rompieron un
lápiz.
Recordaba no haber
aprendido a escribir en la escuela, sino haber presionado a su madre para que
le enseñara, porque tenía el ímpetu desde pequeño; en aquellos momentos no
figuraba tan larga justificación como la que ahora a veces ponía, sólo creía
que era para algo que él no comprendía; una motivación externa lo instigaba a
transcribir todo lo que pensaba. Al principio era divertido, podía llenar hojas
y hojas con lo que se le ocurría; a veces eran historias largas que no sabía
cómo terminar, en otras eran simplemente frases pequeñas que no entendía.
Incluso sabía que al comenzar, había enseñado lo que escribía a otras personas,
tanto de la familia como externas a ella. ¿Por qué nos muestras esto? Habían
preguntado. ¿Tiene sentido para ti?, contestó él alguna vez. No, le dijeron.
Por eso lo escribo, comentó de nuevo, lo que para mí y para ti no tiene
sentido, es probable que para alguien sí; imagina, lo que creemos que son
pensamientos vacíos, es posible que lo sean porque no les ponemos atención, los
dejamos pasar sin reparar en ellos, pero qué si los escribimos y nos damos
cuenta de que hay un verdadero mensaje, quizá una ayuda para algo que nos está
pasando, qué si nosotros no podemos descifrarlo pero alguien más sí, si otro le
encuentra sentido y nos dice que realmente tienen una razón de ser; mucha gente
busca a Dios por todas partes, pero quizá Él se comunica de manera anticuada,
usa nuestra mente y nos inserta mensajes al azar en nuestros pensamientos para
transmitirnos algo, pero nosotros, tan mortales e incapaces de reconocer ese
código, desechamos lo que nos pone; qué si nuestros pensamientos son como una
canción cuando apenas está en la mente del autor, ahí no tiene sentido sino
hasta que pone la mano en la guitarra y acomoda los tonos, hace los arreglos y
los sonidos van tomando forma; qué si nuestros pensamientos son como los
cuentos en un principio, como las ideas que después se hacen novelas; y
nosotros aquí, pensando que tenemos mensajes raros que no valen la pena; así
como el artista nunca descubriría la forma si no talla el mármol, o no podría
ver el resultado final si no posa y mueve las manos sobre el barro para
moldearlo; yo me entristecería de pensar que no anoté algo que pudiera ser
importante a largo plazo; es cuestión de paciencia. Y cuando terminó de decir
semejante cosa, las risas atronaron el lugar. A pesar de eso, siguió mostrando
los escritos posteriores en otros momentos, siempre tratando de encontrar el
sentido, siempre fallando.
III
El hombre terminó de
escribir, vio de nuevo, corrigió los detalles y dejó la hoja en la mesita de al
lado. Miró hacia la ventana; la luz de la luna menguante atravesaba la delgada
cortina que durante mucho tiempo fue blanca y ahora era de un amarillo
desgastado y sucio; se movía a causa del viento tranquilo que algunas veces
llegaba a su ciudad en el mes de marzo, era de ese tipo de aire que con calma
mueve las hojas de los árboles y alegra a las flores por ser fresco y apacible.
Se pasó la palma de la mano derecha por los ojos cansados, bostezó sin abrir
mucho la boca, después se arregló y desarregló el pelo; desvió sus ojos hacia
el reloj, ignoraba hace cuánto tiempo se habían detenido las manecillas a las
dos quince. Se preguntó hasta cuándo seguiría con ese suplicio, nadie
encontraba sentido a lo que escribía, además, cada vez ponía cosas más cortas,
como si la mente pidiera un descanso. Luego tenía que hacer algo de forma
diferente, para que no tuviera la impresión de que siempre estaba llevando a
cabo todo de igual manera. La sensación de repetición le hacía perder algunas
veces el pasar del tiempo, ignorando si era todavía el mismo día, si era la
misma noche en que había comenzado a escribir o si ya habían pasado las horas.
Se enfrentó entonces
a la decisión que los últimos días había venido cargando: dejar de escribir. No
era la primera vez que la cuestión le rondaba en la mente, pero sin duda podía
ser la primera en que con alegría dejaría de hacerlo. En múltiples
oportunidades había abandonado su atormentante tarea, pero el resultado había
sido extenuante: al no escribir, la cabeza se le llenaba de ideas, a veces le
dolía y terminaba soñando las cosas que tenía que colocar en la hoja; al paso
del tiempo, no podía descansar, se le formaban unos sacos tan amoratados debajo
de los ojos, que parecía que le hubieran dado un golpe; entonces abría el cajón
de la mesita y regresaba a transcribir; a veces con las letras se le venían las
lágrimas, que caían en la hoja y la volvían endeble, trayendo como consecuencia
que con rapidez se rompiera; en momentos también le llegaba la rabia, tomando
el lápiz con enojo y quebrándolo en dos o tres pedazos; si ése era el caso,
tenía que ir a su cementerio a sepultar a los fieles amigos, a llorarles, y era
justo en esos instantes donde los pensamientos enterrados a medio terminar le
traían otros vivos que tenía que anotar junto a los otros compañeros,
sustitutos de los caídos.
IV
Voy a morir aquí, se
dijo. Volteó a la ventana, de nuevo era de noche y el reloj marcaba otra vez
las dos quince. Afuera la oscuridad era casi total, no había luna, solamente
algunas estrellas tintineaban en lo alto. La mayor parte de su vida la había
llevado solo, y tuvo la certeza de que así moriría. Un día podía amanecer
muerto por causa natural, o matarse –porque la palabra ‘suicidarse’ no le
gustaba–, ¿y quién lo notaría? Era un simple perro callejero que bien podía
morir hoy sin que alguien se preocupara por él. Hasta por los animales se
preocupan más que por mí, se dijo. Se levantó la camisa y se observó en el
viejo espejo; tenía la piel pegada a los huesos, las costillas eran
prominentes, el arco costal se adivinaba con facilidad y, debajo, el abdomen se
mostraba hundido; las venas a punto de reventar le saludaban en la zona de los
hombros. Quiso que explotaran todas al mismo tiempo, imploró por que se formara
un tapón que recorriera las arterias y bloqueara alguna, haciéndolo exhalar por
última vez. Esperó en la misma posición, viendo su cuerpo enflaquecido en el
reflejo… no pasó nada.
V
El hombre despertó,
guardó las notas y el lápiz en el cajón, se puso la mejor ropa, salió a la
calle y trató de no andar encorvado, de no usar bastón aunque realmente lo
necesitara. Vio el cielo azul, los pájaros volando en todas direcciones; le
llegaron los murmullos de otra gente que salía a pasear, una pareja de jóvenes
se le adelantó, iban sonriendo y platicando, se interrumpieron para darle los
buenos días, él les contestó animosamente, inclusive les preguntó cómo se
encontraban; ellos, extrañados, le respondieron que todo estaba bien, mas no
regresaron la pregunta, como era usual; simplemente siguieron caminando entre
risas. Al hombre eso no lo desanimó, muy por el contrario, mantuvo su andar
tranquilo hacia la plaza; hoy no era un nuevo día, era El Día, definitivamente
esta vez dejaría de hacerlo. Al llegar al lugar, fue a sentarse en la banca
acostumbrada; con sorpresa y pesar vio que ya estaba ocupada por una señora que
calculó de su misma edad; ella llevaba un enorme sombrero rojo, un collar de
perlas que le rodeaba la garganta, cayendo en la periferia del cuello redondo
de su blusa blanca, debajo llevaba una falda que era principalmente de ese
color, con pincelazos azules, amarillos y verdes. Una bolsa del mismo tinte del
sombrero se encontraba ocupando el asiento de al lado. La mujer veía en todas
direcciones, como esperando a alguien; a ratos observaba el reloj que llevaba
en la mano derecha y luego bufaba. Él pensó que si este era Él Día, tenía que
comenzarlo de manera diferente. Con cierta timidez, notoria en su voz
tambaleante, le preguntó a la extraña si podía sentarse con ella; a lo que la
mujer, observando la bolsa que había dejado al lado, respondió con un pequeño
grito de sorpresa; añadiendo:
—Disculpe usted, no fue mi intención dejar esto aquí.
—Bonito día eh —profirió
mientras se sentaba.
—Sí, es bonito.
Un silencio incómodo
se formó entre ambos.
—Disculpe, a qué día estamos.
La mujer rió,
pensó que era la manera más rara en la que alguien había tratado de sacarle
algunas palabras.
—Hoy es miércoles, nueve de noviembre; ¿no quiere saber también el año?
—No.
—Usted siempre viene aquí, ¿no es así?
—No siempre, algunas veces.
—Es una casualidad entonces que cada que venga, usted se encuentre aquí,
en esta misma banca.
—Así que es de las que cree en las casualidades.
—No a mi edad, los más viejos no nos podemos permitir esas tonterías, lo
dije de esa manera porque no se me ocurrió de otra.
—No debería de hablar apresuradamente, hay que dar tiempo a que el
pensamiento se acomode para luego decirlo.
—Tiempo es lo que menos nos queda.
—Y
sin embargo parece que espera a alguien.
—Los
más jóvenes siempre harán esperar porque creen que lo que a nosotros nos falta,
a ellos les sobra. La contradicción que más bien veo es que usted viene aquí
todos los días, y mire, ahí enfrente tiene el reloj de la catedral, que cada
hora pita. Podría saber perfectamente el tiempo en el que vive.
—No
siempre vengo.
—Entonces
no siempre quiere saber de fechas y horas.
—A
nuestra edad da lo mismo un día que otro.
—No
finja que nada le sorprende.
—No
finjo.
—Si
me paro y le doy un beso, dudo mucho que no le tome por sorpresa.
El
hombre permaneció serio. La mujer comenzó a reír.
—Tranquilo,
tómeselo con calma, pensé que nos estábamos divirtiendo.
—Sí
—dijo dudosamente.
—Vengo
los miércoles y viernes a las once de la mañana.
La
mujer observó un carro que llegaba a estacionarse en la banqueta de la plaza.
Saludó al muchacho que iba conduciendo; tomó su bolso y se fue.
VI
El
hombre despertó asustado en la madrugada, sudoroso y jadeante. Cuando logró
tranquilizarse, tomó sus anteojos y miró a través de la cortina. Como el humo
gris que se eleva densamente hacia el cielo cuando una casa enorme se quema;
así era la espesa niebla que se apretujaba contra el cristal. Un sonido le
atrajo; volteó y vio cómo la mesita de al lado comenzaba a temblar, primero de
manera lenta y dudosa, casi imperceptible, para después vibrar
precipitadamente; las patas se levantaban unos centímetros del suelo y luego se
estrellaban de manera estrepitosa, hiriéndose, tirando pedazos de madera que
atravesaban con violencia vertiginosa el aire; el cajón salía y entraba,
emitiendo un sonido parecido al de un edificio derrumbándose; cada vez lo hacía
más rápido, los tornillos se desprendían; la lámpara que se encontraba arriba
de la mesita cayó al piso, el foco se quebró en pedazos finos. La hoja y el
lápiz quedaron postrados a los pies del hombre, que se encontraba agazapado,
cubriéndose la cara, con los codos en las rodillas y la espalda pegada a la
pared. Vio los utensilios; cuando los tomó, la mesita dejó de brincar. El
hombre gritó con rabia: ¡No!
Entonces,
un sonido subió de las entrañas de la tierra. Primero se escuchó a lo lejos,
después poco a poco fue llenando el espacio; como el tren que pitando se va
acercando a la estación. Ya no solamente vibraba la mesita, ahora también la
cama, la ventana; toda la casa. El hombre seguía gritando con cólera. Cuando
rompió la hoja, un pedazo de la pared se partió; luego agarró con fuerza el
lápiz y, al quebrarlo, sintió cómo pasaba lo mismo con su fémur izquierdo. Dio
un alarido que resonó por arriba de todos los otros ruidos, las lágrimas
le brotaban en torrentes inagotables. Acto seguido estrelló la punta del lápiz
en el suelo. Un dolor de huesos le recorrió todo el cuerpo, se arqueó y un
pitido agudo le llenó los oídos; abrió mucho la boca pero no emitió un sonido;
de la cabeza le brotó sangre espesa, un chorro grueso y tibio comenzó a
recorrerle toda la cara. El hombre, al ver el destino que le deparaba, anduvo a
rastras hacia el armario mientras todo seguía en constante movimiento; las
puertas se abrían y cerraban, y luchando contra ellas, tomó una soga que ató a
una madera que había en el marco de la entrada a su cuarto, con la ayuda de una
silla. Múltiples veces cayó, fruto del temblor que cada vez se hacía más
fuerte, pero tantas caídas hubo como intentos hizo, logrando por fin dejarla
ajustada.
El
hombre se subió con dolor a la silla, se colocó la soga alrededor del cuello;
vio por última vez la casa que vibraba, la espesa niebla que se
apretujaba todavía contra el vidrio; quiso decir adiós y agradecer por todo lo
vivido. Pero no había nada que agradecer. Durante toda su vida había pensado
que él era el mar que pegaba con insistencia en las rocas, que era la
persistencia su principal virtud; pero ahí, en ese momento, descubrió que no,
que lejos de lo que siempre creyó, él siempre fue la roca, y esa tempestad, ese
huracán que a veces se avecinaba, no eran pruebas para superarse; el mar que se
agitaba era solamente la vida tratando de desgajarlo, tratando de partirlo, de
corroerlo hasta que quedara dividido. Y él, que nunca se había atrevido a hacer
nada, ni tan siquiera a aventarse contra el mar por temor a herirlo, por miedo
a tener castigo en la otra vida, si es que otra vida lo estaba esperando; tomó
la decisión de al fin tirarse, de golpear con fuerza contra el agua, porque el
infierno no era lo que lo esperaba al otro lado, el infierno era ser la piedra
que se desgajaba sin decir nada.
Me gustó mucho, lo imprimo para que mi esposa pueda disfrutarlo. De verdad gracias!
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