jueves, 7 de julio de 2016

Literatura: Jugo de naranja (cuento)

Por: Karim Yaver

By Sarolta Bán

Lo primero que notó al despertar fue un desagradable hedor a humedad corrompiendo su habitación y un amarillo opaco tiñendo las sábanas de su cama que, por la noche —recordaba—, habían sido blancas. Luego observó que las manecillas del reloj de pared no se movían, que se habían quedado fijas a las 9:30, y que las hojas del calendario que colgaba sobre la cabecera de su cama estaban carcomidas, sucias y atestadas de hongos. Finalmente, se dio cuenta de que no escuchaba nada. Pero no porque estuviera sordo, sino porque no había en toda su casa más que silencio y error: ninguno de los aparatos electrónicos, ni siquiera los de batería, funcionaba.
Continuó un rato acostado, hasta que decidió estirar las piernas. «¡Crac!», un crujido extraño escapó de sus huesos y rompió el silencio que imperaba. El dolor lo obligó a mover los brazos primero y la espalda después. Una serie en cadena de nuevos e intolerables dolores le atravesaron entonces el cuerpo, dolores que, no obstante, rápidamente se esfumaron. Tuvo que aguantar cerca de cinco minutos casi petrificado antes de poder mover sus miembros con normalidad.
Ya sentado, pero aún en la cama, un antojo de jugo de naranja se le aferró al pensamiento como una sanguijuela. El antojo lo impulsó a levantarse, a vestirse y a salir a la calle, ignorando, al pasar por la fría y enmohecida cocina, la no menos enmohecida —y descompuesta— nevera, enterrada bajo una fina capa de polvo. Una vez dejadas atrás —la nevera y la cocina—, una vez franqueada la puerta de entrada y ya fuera, descubrió que todo, que absolutamente todo, desde el pavimento hasta las tres luces de los semáforos, era blanco, que no había más tonos, que no había colores ni luces ni sombras, sino puro blanco, puro y deslumbrante blanco. Luego descubrió que no tenía idea de qué hora del día podía ser, y, por último, que no tenía forma de saberlo: buscó por todos lados un reloj que no pudo jamás encontrar. Pensó que era como si el tiempo hubiese sido abolido.

Se había pasado toda la mañana en busca de un jugo de naranja, y lo único con que se toparon sus ojos fueron casas blancas y cerradas, calles blancas y vacías, y aves blancas y cansadas silbando al viento canciones que, de tan suaves, eran blancas también. Tras cerca de dos horas de infructuosa búsqueda, decidió regresar a su hogar. Pero el camino, como todo, era igualmente blanco, y las señalizaciones, si las había, debían ser blancas también. Y ya sabe uno, blanco sobre blanco… Pensó entonces que, tal vez, no había gente en las calles porque seguro los pocos que se habían atrevido a salir después no pudieron regresar a sus casas.
La cabeza se le enfrió de pronto y se desmayó, así, en medio de la calle, o de la banqueta, o de alguna pista de patinaje; tal vez un parque o un estacionamiento… ¿quién sabe?, todo era blanco. El caso es que cayó, como el árbol que cae en el bosque pero que no cae en realidad, porque nadie lo escucha, porque no hay nadie en el bosque, así como tampoco había nadie a la vista, paseando por las calles blancas y sin relojes de la ciudad.

Un hombre, asido de la cintura por una cuerda negra que se extendía más allá de lo que alcanzaba la mirada, lo encontró a los pocos minutos, derrumbado, y lo sacudió para despertarlo.
—Dígame la hora, el día… ¿en qué año estamos? —dijo al hombre, creyendo apenas sus propias palabras, como delirando.
El hombre se molestó, por supuesto. Es de muy mal gusto jugar con eso, pues todo mundo sabe que un día, simplemente, llegaron y se lo llevaron.

4 comentarios:

  1. Muy buen cuento. Atractivo de principio a fin.

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  2. No hay desperdicio entre los jóvenes talentos de este blog. Muy atractivo relato!

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    1. Muchas gracias por seguir con nosotros y por tus palabras, Agustín. Te mandamos un gran saludo.

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