Lo primero que notó al despertar fue un
desagradable hedor a humedad corrompiendo su habitación y un amarillo opaco tiñendo
las sábanas de su cama que, por la noche —recordaba—, habían sido blancas.
Luego observó que las manecillas del reloj de pared no se movían, que se habían
quedado fijas a las 9:30, y que las
hojas del calendario que colgaba sobre la cabecera de su cama estaban
carcomidas, sucias y atestadas de hongos. Finalmente, se dio cuenta de que no
escuchaba nada. Pero no porque estuviera sordo, sino porque no había en toda su
casa más que silencio y error: ninguno de los aparatos electrónicos, ni
siquiera los de batería, funcionaba.
Continuó un rato
acostado, hasta que decidió estirar las piernas. «¡Crac!», un crujido extraño escapó
de sus huesos y rompió el silencio que imperaba. El dolor lo obligó a mover los
brazos primero y la espalda después. Una serie en cadena de nuevos e
intolerables dolores le atravesaron entonces el cuerpo, dolores que, no
obstante, rápidamente se esfumaron. Tuvo que aguantar cerca de cinco minutos
casi petrificado antes de poder mover sus miembros con normalidad.
Ya sentado, pero aún en
la cama, un antojo de jugo de naranja se le aferró al pensamiento como una
sanguijuela. El antojo lo impulsó a levantarse, a vestirse y a salir a la calle,
ignorando, al pasar por la fría y enmohecida cocina, la no menos enmohecida —y
descompuesta— nevera, enterrada bajo una fina capa de polvo. Una vez dejadas
atrás —la nevera y la cocina—, una vez franqueada la puerta de entrada y ya fuera,
descubrió que todo, que absolutamente todo, desde el pavimento hasta las tres
luces de los semáforos, era blanco, que no había más tonos, que no había
colores ni luces ni sombras, sino puro blanco, puro y deslumbrante blanco. Luego
descubrió que no tenía idea de qué hora del día podía ser, y, por último, que
no tenía forma de saberlo: buscó por todos lados un reloj que no pudo jamás encontrar.
Pensó que era como si el tiempo hubiese sido abolido.
Se había pasado toda la mañana en busca
de un jugo de naranja, y lo único con que se toparon sus ojos fueron casas
blancas y cerradas, calles blancas y vacías, y aves blancas y cansadas silbando
al viento canciones que, de tan suaves, eran blancas también. Tras cerca de dos
horas de infructuosa búsqueda, decidió regresar a su hogar. Pero el camino,
como todo, era igualmente blanco, y las señalizaciones, si las había, debían
ser blancas también. Y ya sabe uno, blanco sobre blanco… Pensó entonces que,
tal vez, no había gente en las calles porque seguro los pocos que se habían
atrevido a salir después no pudieron regresar a sus casas.
La cabeza se le enfrió
de pronto y se desmayó, así, en medio de la calle, o de la banqueta, o de
alguna pista de patinaje; tal vez un parque o un estacionamiento… ¿quién sabe?,
todo era blanco. El caso es que cayó, como el árbol que cae en el bosque pero
que no cae en realidad, porque nadie lo escucha, porque no hay nadie en el
bosque, así como tampoco había nadie a la vista, paseando por las calles
blancas y sin relojes de la ciudad.
Un hombre, asido de la cintura por una
cuerda negra que se extendía más allá de lo que alcanzaba la mirada, lo
encontró a los pocos minutos, derrumbado, y lo sacudió para despertarlo.
—Dígame la hora, el
día… ¿en qué año estamos? —dijo al hombre, creyendo apenas sus propias
palabras, como delirando.
El hombre se molestó,
por supuesto. Es de muy mal gusto jugar con eso, pues todo mundo sabe que un
día, simplemente, llegaron y se lo llevaron.
Muy buen cuento. Atractivo de principio a fin.
ResponderBorrarQué gusto que te agradara. Saludos.
BorrarNo hay desperdicio entre los jóvenes talentos de este blog. Muy atractivo relato!
ResponderBorrarMuchas gracias por seguir con nosotros y por tus palabras, Agustín. Te mandamos un gran saludo.
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