sábado, 30 de julio de 2016

Literatura: Se quiso morir conmigo (cuento)

Por: Luis Alejandro Ortiz




  
Sí. Así lo enterramos, como a sus padres. Con la cabeza al sur y los pies al norte. Le dejamos caer dos rosas rojas y no le quitaron el Cristo. Esto porque Amelia se aferró a ponérselo en el panteón, cuando lo enterraron, contraria a las indicaciones del cura, y le puso también un poema que ambos amaban en su juventud. Yo le dije que no lo hiciera, que no le pusiera el Cristo, que lo estaba condenando. Le recordé lo que dijo el cura, que al Cristo no se le debía enterrar. Pero ella no me quiso escuchar. Alegó que el Santo Señor Jesucristo protegería a don José en las tinieblas. Dijo que su esposo era muy miedoso, que Nuestro Señor le quitaba el miedo. Que la santa cruz de plata le iba a ayudar a encontrar la salvación eterna. Yo ya no le quise decir nada.  

Nadie habló. Parecía que la tarde había absorbido en su infinidad los dolores y el llanto. Un rato después Amelia lloró. Pero su llanto se perdió en el viento, como el canto de los gorriones, aquel cantito que todos ignoran y que pronto llega a formar parte del silencio.  

Nos quedamos allí como tres horas. Las gotas de lluvia mojaban de a poquito la espalda, pero terminaban empapándola. Pero la tierra no se mojaba. Parecía que ni estaba lloviendo. Sólo como a las siete de la tarde empezó a sentirse fuerte el golpe del agua en los hombros, y las víboras empezaron a escapar de sus guaridas para comerse a las ranas que salían del pasto. Nomás así Amelia se quiso ir, cuando una víbora casi le muerde un pie.   

Llegamos a la casa envueltos en una densa nube de enfermedad. Es que sólo así se le puede llamar a lo que vivimos en todo ese tiempo. Enfermedad. Desde la agonía hasta la muerte de aquel viejecito, y todavía después sabíamos que la enfermedad sería difícil de curar. La dejó ahí con nosotros. No se la quiso llevar a la tumba.

Ayudamos a Amelia a que se acostara en su cama, pero ella gruñía diciéndonos que podía sola. Pobre de ella. En sus ojos, en la inmensidad de sus negros ojos, se notaba la realidad, se notaba que nos gritaba que la ayudáramos.  

Luego de un rato se levantó y se dispuso a cocinar. Pero la pobre, ya confundiendo la sal, el azúcar, la harina, el bicarbonato, y todos los polvos blancos de la cocina, nos hizo galletas de quien sabe qué. En fin, no sé qué habrá sido aquello, pero vaya que me curó el dolor de estómago.  

Luego la volvimos a acostar. Nos quedamos a su lado hasta cerciorarnos de que estaba dormida. Su respiración se tranquilizó. Entonces nos retiramos a nuestras habitaciones.  

Los demás pronto se quedaron dormidos. Pero el murmullo del viento y el roncar de los volcanes me impedían conciliar el sueño. Más aún, cuando por fin me estaba quedando dormido, vi por la puerta una negra sombra merodeando por las habitaciones. Aquel ser era alto, delgado, triste. Salió del cuarto de Amelia y se dirigió a donde estaba Marcela. Yo supuse que era don José. Yo pensaba que era él, que venía a cuidarnos. Que venía a agradecerle a Amelia por dejarle al Señor entre las manos. Ya no vi la sombra salir. Sólo la luna correr a lo largo del cielo y nada más. A los gatos jugando con su sombra y a las estrellas palidecer más y más hasta desaparecer en la luz del sol.  

Al otro día vi que Marcela estaba pálida, aterrada. Respiraba muy a fuerza y no quería hablar para nada. Ni siquiera comer. Tal vez los demás estaban tan ensimismados que no lo notaron. O tal vez se me figuró, pues yo esperaba con toda certeza verla así. Así quedó aquel día, y para la tarde se había controlado un poco. Pero esa noche quiso quedarse en el cuarto de Emma. La noche regresó. A propósito, no escuché a Amelia hablar en todo el día, como si ella supiera también lo que pasaba. Sólo nos veía fijamente. Uno a uno. Pasaba su mirada de uno a uno. Su mirada siniestra… Pero aun así, yo supe que también estaba asustada.  

Una vez más vi la sombra salir del cuarto de Amelia. Yo estaba velando con una lámpara de pálida luz (más luz daba una vela, por cierto), sentado en la silla que le había pertenecido a aquel sabio viejecito.  

–¡Don José! –grité– ¡Don José! ¡Venga! Quiero platicar con usted.  

Pero me ignoró, como si supiera que en realidad no quería platicar con él, sino que quería que se diera cuenta de que yo lo miraba. Que él ya estaba muerto.  

–¡Venga! –Volví a decir.  

Pero luego se escondió en el cuarto de Mario. Entonces, no sé por qué ni cómo, me quedé totalmente dormido.  

Al otro día me dijo que sólo vio la sombra de aquel ser, y que sintió cómo se recostaba en su cama. Pero que pronto se levantó y se fue. A él no le dio miedo, pues amaba a su padre, pero yo le dije que era raro. Que no parecía él. Así quedó, una noche más y se paseó por otro cuarto, y por otro, asustándolos a todos. Una noche oí a don Fermín murmurar. Entonces pensé que estaba platicando con él. Hasta que llegó la noche esperada, cuando había pasado por todos los cuartos de la casa excepto por el mío.  

Hice mi ‘‘ritual’’ diario. Me cepillé los dientes, me lavé la cara, me desenredé el cabello, el poco cabello que me quedaba, pero que era largo como el de don José. Me puse cómodo, leí un poco y me dispuse a meditar. Todo parecía normal. Abrí la ventana de par en par y me recosté en la cama sin levantar las cobijas. Pronto pude conciliar el sueño.  

Por la noche desperté. Inmediatamente supe que era hora. Miré de reojo y ahí en el suelo la sombra se proyectaba en la puerta. Luego sentí sus pasos, como si hubiera estado esperando que yo despertara para por fin acercarse a mí. Afuera no se oía nada. Sentí cómo a mi lado se sentaba un alma pesada y con cuidado se recostaba apoyándose sobre mi espalda. Los resortes de mi cama también lo sintieron. ¿Tanto pesa el alma humana?  

Yo la dejé ahí, que encontrara por fin la paz. Sólo conmigo quiso hacer eso. Castañeaba los dientes y mis músculos se contorsionaban. Pero traté de calmarme. Mi padre no hubiera querido asustarme.  

–Ya descanse don José. Mire, ya no tiene a dónde ir. Descanse en paz, ya ve que Amelia le dejó a Cristo en las manos. Descanse, deje que él en su infinita misericordia lo ayude. Ya no perturbe nuestro sueño.  

Escuché un largo suspiro.  

Luego lo abracé. En ningún momento abrí los ojos. Sentí que él estaba extremadamente delgado. O tal vez sólo abrazaba las cobijas. Le dije que durmiera en paz, lo solté y me volteé para mi lado. Pero aquello no se iba.  

Entonces supe que no era mi padre.  

Al levantarme vi aquello. Mis dudas se aclararon. Mi terror fue tan grande que ni un grito se me pudo escapar. Vi su rostro hinchado, a punto de despedazarse. Parecía como carne apelmazada. Vi los gusanos romper las llagas que la cubrían. Vi su dolor, su llanto. Vi cuajadas las lágrimas junto con la sangre que un día le había escurrido por debajo de los párpados. Quien sabe cuánto tiempo llevaría así. Pero lo que yo creo es que ya estaba así por dentro desde hace muchos días, desde el primer día que se anduvo paseando por las habitaciones, pero no hallaba dónde morirse. Pobre. Y yo pensando que era mi padre el que penaba. Desde un principio supe que estaba mal, pero no nos decía nada. Su cuerpo ya estaba muerto por dentro, pero su alma se resistía. Así encontré a Amelia, muerta, entregada al Padre. Sí. Así se había muerto mi madre. Se quiso morir ahí en mi cama, junto a mí. Como luego dicen, se quiso morir conmigo.



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