viernes, 31 de marzo de 2017

Poesía: Soul

Por: Karim Yaver


"Night city", by Zhanna Kondratenko


A Naz

Noche de voz cansada
como un trueno fosforescente
una luna que desciende y dice «jamás»
siempre
Un instante distante
un silencio diminuto
una implosión de bujías tronantes
y una luz azul
y un destello rojizo que desgarra las voces en la radio
Pero yo lo que escucho son tus palabras delgadas cortando dulcemente
tasajeando igual que filos desnudos la carne
de una imposible deserción
Exiliado de una noche rosada hacia una calle desangrada
hacia una ciudad cansada que me repite
y me repite
que me grita y que me llama
desvelado cual sus luces y sus caras
rostros carcomidos por las orugas de un alivio que me espera
Espera tú
Canciones desarmadas y municiones de violeta
enclavadas en mi espina
violentas
―son tus besos sencillos
fuegos sinceros y afligidos que se alejan porque me distraigo
Y lo que escucho de pronto es la voz de una lagartija ensoñándome un destino
de-morado de azul de tu cutis purpurino
y de negra luz el blanco de mis dientes 
destellan
y la fovea profunda de mis ojos
y el gris de mi canción que desespera
Espera
La luz enseña
que las sirenas hoy (en)cantan a las máquinas.

Espera
que de nuevo el tronido del motor se confiesa
se distrae virando hacia la imagen que despido
es el rubor tatuado sobre mi garganta
y sobre una servilleta con tu nombre sobreescrito
Es la sombra de azul blanquecino.

Espera
que luego me quedan sólo los oídos
y una canción que repito y que repito
Luego me quedan sólo mis mejillas
y una caricia que ruego que repitas
Y luego me queda mi boca
Temerosa
y una noche 
y una lengua
que desnuda 
que desarma
Y al final sólo una luz azul
y unos labios que recuerdo
que me esperan
que despierto me despiertan
me desvelan.

miércoles, 29 de marzo de 2017

Antropología: La Danza del Sol, la vida en resistencia (ensayo)

Por: Félix Jiménez Pérez





Uno de los puntos que no podemos poner en duda sobre la historia antigua de América, es la existencia y la cantidad titánica de sacrificios humanos que se llevaban a cabo. Había tantos sacrificios como humanos conscientes, y los que niegan la existencia de este fenómeno, tan importante en la cultura americana, es porque desconocen la filosofía dialéctica del grueso de nuestras culturas. 
Existían tres tipos de sacrificios, a saber: flagelación personal, pinchos en la lengua y el corte superficial en las palmas de las manos y/o talones. Estas ofrendas de sangre tenían como finalidad el alimentar la tierra, tanto como ella nos alimenta, en un acto de reciprocidad y agradecimiento. Por tanto, esta entrega se hacía en los plantíos, no en pirámides, ni en el suelo hogareño y menos aún en lugares artificiales (ésto es, hechos por humanos) en donde la tierra no tiene un efecto benefactor. Otro tipo de sacrificios eran los de limpia espiritual, de entre los que podemos destacar el ayuno, la danza permanente por varios días consecutivos y, finalmente, el aislamiento del individuo en un lugar muy separado de toda su comunidad, preparándose para el encuentro consigo mismo tras el Tezcatlipoca sí, “el” y no simplemente Tezcatlipoca, en tanto no hablamos del supuesto dios, sino de una representación de la consciencia; esto es, un espejo oscuro del cual emana al humo que nubla la vista y en el que debes buscar detenidamente tu reflejo, encontrarte a ti mismo y regresar como un hombre nuevo que sirva a su sociedad. Los terceros aunque no están en ningún tipo de orden, eran y seguirían siendo los que conjugan los dos propósitos arriba mencionados: la alimentación de la tierra y la limpia espiritual, de ahí que estos eran los más duros.

De los sacrificios más conocidos de este último tipo es la Danza del Sol. Dicho ritual iniciaba con el baño de vapor o temazcal, con hierbas, minerales y otros estimulantes. Tras haber terminado el temazcal, iniciaba una danza con duración de uno o varios días que daba paso a una culminación mística: bajo un árbol, se ponía a meditar el sacrificado, mientras que los ayudantes preparaban los materiales necesarios como cuerdas hechas con tripa de búfalo, ciervo o algún otro animal y huesos afilados para dicha inmolación simbólica. Las vísceras se cruzaban sobre una de las ramas más fuertes del árbol y, cuando el danzante del sol se declaraba listo, los huesos le perforaban la parte superior de los pectorales (en el caso de los hombres) y bajo el cuello para las mujeres. También en la espalda, siendo válido para ambos sexos. Las cuerdas se amarraban a las puntas que sobresalían del cuerpo del sacrificado y dos individuos las jalaban por sobre el árbol, dejándolo suspendido en el aire, donde seguía cantando y danzando. Finalmente, las cuerdas se fijaban para que no bajara al suelo y se quedaba ahí hasta que el cuero no diera más y reventara, dejando caer el cuerpo del danzante. Leonard Peltier, preso político Sioux y dirigente del AIM (Movimiento Indio Americano), cuenta que, en el punto más álgido del dolor, se llegaría a un estado mental donde se nubla la razón o se potencializa, siendo ahí cuando es posible ver y sentir el dolor que se le causa a la tierra cuando no cuidamos de ella. Es este fundirse con el Ser Universal o Gran Misterio, quien puede otorgar una visión con pequeñas pistas de la razón de existir. Inclusive, el ritual puede derivar en un perder el conocimiento dependiendo del individuo. Las punzadas en las cicatrices seguirán ahí recordando la ofrenda realizada y que con el dolor se llega a vivir.

Este tipo de sacrificio, según las culturas occidentales, lo llevó a cabo el hombre más importante en la Historia Universal: Jesús, quien ofrendó su vida en pos de algo nuevo y mejor a favor de su pueblo y sin que por ello se le considere un individuo incivilizado ni sanguinario. No obstante, cuando prácticas similares han sido llevadas a cabo en y por pueblos americanos, entonces la tradición social e histórica hace que se les piense como auténticos actos de barbarie efectuadas por pueblos salvajes amantes de la sangre. Para aquellos que no han podido entender el mensaje oculto, cabe mencionar que el sacrificio era personal, llevado a cabo por el sujeto mismo, infligido a Su Ser, y no a través de un tercero que salpicara de sangre ajena a la Madre Tierra; siendo el caso que, si nos basamos en la mitología americana, ninguno de los dioses sacrificó a uno de sus padres, hermanos o hijos en ningún evento ni por ninguna causa. Por el contrario, estos sacrificaban alguna parte o su ser completo para el bien del conjunto: Tezcatlipoca pierde el pie izquierdo en pos de sabiduría; Nanahuatzín y Tecuciztecatl se lanzaron al fuego para alzarse como sol y luna; y Xipe Totec se desprende de su piel. De los 4 hermanos creadores de la humanidad, en sus respectivos modelos, nunca pidieron ser recordados con sangre ajena a ellos. Incluso Quetzalcóatl pedía la repetición de su sacrificio al crearlos y regar la tierra con la sangre de cada uno de los habitantes: la sangre que un cuerpo podía ofrecer sin poner en riesgo su vida.

Cada uno de estos sacrificios tiene algo en común: la resistencia. La resistencia necesaria y la lucha consecuente para que la vida pueda continuar, natural y socialmente hablando. Leonard Peltier dice que, en cierta forma, la vida del indígena actualmente es una Danza del Sol involuntaria reducida a una vida encerrada en campos de concentración denominadas “reservaciones indias” en los Estados Unidos; en donde la inexistencia de información real sobre la segregación y la violación de los acuerdos históricos del territorio indígena es decir, el intento de hacer la vida indígena en general algo invisible e inexistente no llevan a otro lado más que a una lucha de los pueblos indígenas por resistir y proteger sus tradiciones, cultura y estilo de vida. Pasa lo mismo a lo largo de toda América, donde mixtecos, aymaras, quiches, mapuches, chibchas y demás etnias (de las que podríamos llenar páginas enteras con solo sus nombres) sufren por igual el menosprecio del llamado hombre civilizado y la soberbia de las instituciones, siendo la salvedad que no son llamadas reservas sino tal vez de otras maneras más refinadas, pero que de todas formas conducen a lo mismo. Poco importa: diferente nombre, pero la misma explotación.

Esta resistencia de los pueblos autóctonos hacia su muerte nació hace 524 años. No son pocos los que justifican o desvían la atención del genocidio llevado a cabo por los europeos diciendo que aquí no eran ni mucho menos los pueblos más pacíficos del mundo. Sin embargo, quienes sostienen este desvarío no hacen sino repetir las líneas que Piel de Oso dice en Entierra mi corazón en Wounded Knee. En dicha obra, Tatanka Iyotanka plantea que esa es la historia que “ellos”, los invasores, vinieron a contar a su pueblo para evadir responsabilidades. Una historia que inició después de 1492 cuando las armas de fuego llegaron a aquellas tierras. ¿Que si había peleas entre los pueblos? Sí, las había, pero no a la manera europea de arrasar con pueblos enteros, sin dejar siquiera a niños y ancianos en pie, y esclavizando a los pocos supervivientes. Antes de la llegada de los europeos es un hecho que la esclavitud no existía en tanto que a los “prisioneros” se les integraba al nuevo pueblo, quedando a cargo de sus captores que se convertían en una especie de padre o madre, teniendo la posibilidad de entrar al Consejo de Sabios y hacer además una familia dentro o fuera de esa tribu, ser propietario de caballos y tener asimismo propiedades personales.
La pelea por la vida tiene figuras imponentes en la historia de los pueblos americanos. De los primeros que se tiene registro es Hatuey, jefe importante de los carib y arawak de las Islas del Caribe, quien prefirió el infierno a ese piadoso paraíso cristiano lleno de los mismos blancos que había degollado con su hacha defendiendo a su pueblo que le prometieron los mismos sacerdotes que asaron su cuerpo. Cuitláhuac, quien sacó a Cortés de Tenochtitlan durante su invasión. Tzilacatzin, que organizó una de las más fuertes resistencias en México. Tupac Amaru de los incas, quien murió desmembrado atado a caballos forzados a correr por los azotes de los verdugos. Jacinto Canek dirigente de la rebelión maya de 1761. El gran jefe mapuche Lautaro. Goyathlay y Victorio entre la frontera de México y Estados Unidos. La gesta de gigantes Sioux: Tashunka Witko, Mahpiuya Luta, Tatanka Iyotanka, Gall, Washichun Tashunke y sus herederos: Dennis Banks, Russell Means, Leonard Peltier… La lista es interminable.

En fin. Conforme avanza la modernidad y supremacía del hombre blanco, las tribus americanas como Seris, Mapuches, Huicholes, Crees, Ojibwas, Lacandones, Nahuas, Totonacas, Guaraníes, Kikapoos, Qoms, Aymaras y muchos más, tal vez siguen aún en pie gritando “Hoka Hey”, hoy es buen día para morir.


martes, 28 de marzo de 2017

Literatura: La palabra prohibida (relato breve)

Por: Luis Ángel Hernández


El silencio - Jaime Francés Durá

Hace no mucho tiempo, en el Congreso Internacional de la Lengua hice mi tercera intervención, esto a pesar de los malos pronósticos y consejos que me dieron mis compañeros del parlamento. Era claro que mi proposición carecía de elementos suficientes para proceder a una subsiguiente derogación de la palabra presentada. La empresa no era fácil, por lo que realicé un exhaustivo trabajo de investigación filológico y etimológico capaz de persuadir no sólo a los más ingenuos, sino también a los más letrados de mi país; realizar una propuesta que procediera a una ulterior junta de discusión era cosa fácil, lo más complicado era que ahí me vería de frente contra los verdaderos conocedores de la lengua.

Una vez presentada, mi propuesta fue desechada por unanimidad sin oportunidad de réplica. Los jueces del Parlamento Interno de la Lengua dijeron que era la propuesta más absurda que habían recibido en años; también mencionaron que a pesar de la amplia y seria investigación que había hecho, ponían en duda mi lugar como parte del gremio lingüístico y que más adelante se hablaría de este suceso para pronunciar mi permanencia o salida del Parlamento.

Con mi lugar en duda dentro de la Asociación Internacional de la Lengua, me puse a investigar dentro del orden jurídico del país la posibilidad de cancelar o prohibir mi palabra; sé que no hay palabra que sea impronunciable dentro del vasto lenguaje universal, al menos no hasta ahora; también sé que intervenir mediante todas estas investigaciones y proposiciones ante distintos organismos pueda rozar con una actitud dictadora. Pero en este caso la disolución de una palabra, o específicamente un sobrenombre [1] (dígase mi intención), resulta viable considerando mi experiencia.

He visto que muchos nombres están prohibidos dada su naturaleza fonética (albures) o absurda (nombres famosos de artistas o caricaturas) en el registro civil de algunas ciudades; y esto no puede ser distinto a las demás ciudades de la república, por lo que también intentaré una derogación del mismo utilizando todos los medios necesarios, ya que si no pude con el sobrenombre, tal vez con el nombre especifico mis intentos puedan obtener un resultado favorable. 

El sobrenombre que intenté borrar es el tuyo... No hace falta mencionar qué nombre intentaré prohibir.



[1] Nombre que se le da a una persona en lugar del suyo y que, generalmente, hace referencia a algún defecto, cualidad o característica particular que lo distingue. También en el lenguaje coloquial se le dice apodo.

viernes, 24 de marzo de 2017

Literatura: Desde otro punto de vista (cuento)

Por: Carlos Roncero

A Julio Verne, con cariño.

“Me arrastran a la muerte. ¿Por qué? ¿En nombre de qué? ¿De qué ha servido la educación occidental que quisieron darme? Este vapor de cáñamo es insoportable; me asfixia, me embriaga. Debo resistir; no puedo sucumbir a sus encantos. Quiero mantenerme consciente todo el tiempo posible. No lo entiendo: nadie me auxilia. Todos gritan el nombre de mi difunto marido y el mío. Luego, un grito más fuerte, desgarrador, en honor a Kali. Me queman viva, ese es mi premio por haber vivido bajo los designios de una sociedad ignorante, salvaje. Mis padres concertaron mi matrimonio con un viejo decrépito al que solo restaban unos suspiros de vida y ahora me imponen seguirle en la muerte. No pueden quitarme la vida con la clemencia de un veneno; han de quemarme junto a los restos del fallecido. Nada sentí por él y dudo que jamás lo hubiera sentido, aunque los dioses le hubieran obsequiado con cien años más de vida. ¿Es ese suficiente pecado como para no dejarme vivir? ¿No eres dueña en esta tierra de tu propia vida? No, si eres mujer. ¿Entonces por qué mi formación inglesa? ¿Qué se pretendía con mi educación si mi destino era morir en medio del fanatismo más extremo? “

“Atravesamos la jungla. El calor y el vapor del cáñamo hacen sus efectos. No puedo razonar con claridad. De pequeña nos asustaban con la pagoda de Kali y heme aquí, frente a ella. Es más imponente de lo que jamás pude recrear en mis pesadillas. Huele a muerte y, sin embargo, también es nuestra diosa del amor. No puedo concebir una contradicción más grande, más terrorífica. No cesan en sus cantos, ni siquiera ahora, que hemos llegado a nuestro destino. Cae la noche. No me alimentan. Caigo en un sopor que me conduce a un sueño que no deseo”

“Amanece. La turba está más excitada que nunca. Me suben a la pila de madera. Mi marido yace junto a mí. Él no sufrirá los embates de las llamas, yo sí. Mi único deseo en esta hora fatal es morir ahogada por el humo antes de que el fuego lacere mi piel. Más gritos, más invocaciones. La locura se apodera de ellos. Son una masa irracional que disfruta con mi martirio. Sube el humo, empiezo a asfixiarme. La cabeza se me nubla. Apenas puedo distinguir algo que, por asombroso, es imposible que suceda y, no obstante, está ocurriendo. Mi marido se ha levantado ante el estupor de la masa, que se arrodilla temerosa de la ira de Kali. Yo ya no tengo fuerzas para temer nada. Mi difunto esposo se acerca y me desata. Solo cuando me coge en brazos percibo que no sé quién es. Únicamente distingo su juventud. No habla. No hay tiempo para conversar. Desconozco el origen de su fuerza y habilidad pero desciende la pila conmigo a cuestas y atraviesa la marabunta ignorante. Me desmayo, pero recobro la consciencia solo lo suficiente para ver que me suben a un elefante. Es ahí donde vuelvo a desfallecer”

“Desconozco cuánto tiempo he estado sin sentido. Al despertar veo el rostro amable aunque serio de un caballero que se presenta como Phileas Fogg. Me dice que su criado me ha salvado, que no corro peligro. Huimos sin demora pues están dando la vuelta al mundo. Quisiera agradecérselo pero todo es tan confuso para mí…”

jueves, 23 de marzo de 2017

Literatura: Hágase sólo la luz (cuento)

Por: Henry Castellanos




Han pasado ya 74 años después de la toma del ejército negro, como se hacían llamar las tropas que asesinaron, violaron y desmembraron a todo un globo. Nadie habla de ellos ni nadie supo si hubo una razón para que esto sucediese. Las actuales generaciones sólo saben que hay un orden y que deben seguirlo para no recordar el dolor. Que deben seguir el régimen para no olvidar lo sucedido y, sobre todo, que una vez existió un color llamado «negro».

Se vive un frío incontenible en las calles coloridas de Yakutia. Muchas personas la transitan con total seguridad, pues después de lo sucedido décadas atrás, el cambio fue inminente y tal parece que para bien. Pero no lo es para Elm, que durante sus 17 años de vida ha estado rodeado de colores y escuchando a su vez el «mito del color negro» que nunca logró observar

Los gobiernos de ese entonces prohibieron el uso de dicho color. Lo exterminaron de las memorias como se extermina un pequeño zancudo que te mortifica, a la fuerza y con dolor.

Desaparecieron los lutos con vestidos obscuros. Se fueron los animales que poseían dicha tonalidad: fueron exterminados o cambiados genéticamente por amarillos, blancos, azules, etcétera. Desapareció el tono de cabello que tanto se veía en la Yakutia de más de medio siglo atrás, cuando los horrores no tocaban a esta población. Ya no se estaba con el espacio obscuro al cerrar los ojos y, como esto, un sin fin de cosas que ahora ya no eran permitidas por el bien del mundo. ¿Pero qué importaban todas estas reglas? A nadie le preocupaba, pues todos apoyaron y apoyan la moción mundial. Además, todo es más colorido y hermoso —dicen las voces en las calles.

Elm no está de acuerdo, porque sabe que también viven con un cielo artificial, con colores que ya ha visto por todas partes. Un cielo práctico que deja entrar los rayos solares, un cielo útil que permite dimensionar el mundo exterior... o le que se alcanza a ver de él. Pero no uno hermoso de estrellas y luna en medio de una nada obscura, negra y llena de sorpresas. Sí, también se prohibió la noche, la gran noche de astros de plata en medio del fango inhóspito infinito.

Elm siente en su ser, en lo más profundo de su alma, que imagina también a colores fuertes y vivos, porque son los únicos que conoce; que debe hacer algo revolucionario para su época y por el bien de su insaciable curiosidad.

El frío alcanza los menos sesenta grados centígrados en Yakutia. Es el hielo eterno del lugar que cala en los huesos. Tanto, como se adentra en su interior la idea salvar la eterna imaginación del ser, y Elm cree que un sólo color ayudará a esto. Así que pide a una multitud mirar al cielo y, cuando menos lo esperan, ven caer una enorme... una colosal obscuridad sobre ellos. Nadie se explica qué sucede; qué es lo que sus ojos ven. Fueron sólo unos segundos en que nunca jamás se volvió a ver. Elm había logrado abrir una parte del domo que los cubría, convenciendo a hombres curiosos de que había riquezas fuera del cielo artificial que solían ver.

Elm desapareció. Para Yakutia y el mundo, nunca existió; pero después de lo que hizo, se escribieron libros sobre lo visto, que obviamente se pasean y se leen clandestinamente en todo el globo. Se pintaron cuadros hermosos sobre las estrellas y la enorme cosa que llaman, ahora, obscuridad negra. Murales decoran los suburbios del mundo. Se las ingenian para sacar el color negro, lo asemejan, lo tratan de inventar nuevamente, lo describen como el verdadero color del alma de un ser que fue espacio y verdadero color. Lo asocian con lo realmente importante, pues fue dolor y luego libertad.

Literatura: Pablo en el acantilado (relato)

Por: Henry Castellanos
Melancolía, Edvard Munch, 1894.

Me llamo Pablo, tengo treinta y un años y estoy parado en frente de un gran acantilado. No sé cómo terminé aquí; lo que sí sé, es que el abismo extrae de mí mis más profundos pensamientos.

Creo que he estado antes aquí, no en el acantilado, sino en esta vida. Siento que, antes de llegar a ver la luz de un desconocido mundo, ya lo había visitado, pisado, olfateado, escuchado, sentido en cada pliegue de mi piel. No es un déjà vu, no es un delirio, no es un sueño... es real —o eso creo yo.
 
El abismo me muestra que he sufrido y reído antes de haber sido traído, creado o planificado en alguna mente majestuosa, apoteósica o celestial.
 
Tiemblo del susto, me siento desvanecer, caer al abismo, ser absorbido por algo desconocido y encantador. Pero mi mente no se concentra en la caída libre en la que me encuentro, mi mente ve una vida antes de cualquier otra. No recuerdo los sucesos de los cuales me arrepiento, mi vida no pasa por enfrente de mis ojos como cuando se muere. Yo veo otra vida, o más bien la mía pero en otro tiempo, ¿o es otro espacio? No puedo resolver lo que sucede.
 
Mi nombre es Pablo, tengo treinta un años y estoy de pie frente a un acantilado, ese acantilado es oscuro y, al parecer, sin profundidad. Son mis ojos abiertos de cara arriba en el asfalto y la vida pasada de la que hablo en realidad no es mía; no es de algún otro ser existente; sólo la inventé porque aquí, en el averno, todo es muy solitario y repetitivo. Estoy condenado a ver mi aburrida vida una y otra vez sin poder quejarme. Imagino cosas mientras lo hago y un hermoso ángel de traje blanco me premia con un dulce de color verde y blanco de mal sabor, que me mantiene de pie mirando el acantilado, aunque no quiera estar aquí.


sábado, 18 de marzo de 2017

Literatura: El aumento de salario (Cuento)

Por: Luis Alejandro Ortiz 

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                                                                   (Pintura: El perico. Jorge González Camarena (1908-1980))  


Don José rara vez escuchaba que su pensión aumentaría, pero una mañana de marzo se cercioró por primera vez de que era cierto. Su alegría fue suficiente como para caber en su alma cien veces; parecía revolotear en la casa como paloma recién liberada. Durante la noche contó los recibos y los arrojó a la mesa con alegría.

-Hoy sí salimos –le decía a Amelia, su esposa-. Todo el tiempo que Dios nos otorgue.

Todos lados quería conocer, viajar y salir de donde estaba; porque ahí ya había vivido lo suficiente, y su vida era ya tan limitada que tenía que aprovecharla.
 Don José llegó del banco luego de sacar su pensión. No dijo nada. Dejó el recibo sobre la mesa, junto a las naranjas, arrojó su saco en el sofá y se acostó encima de él. Se colocó el sombrero en la cabeza y se dispuso a dormir. Amelia, que se ocupaba de las plantas aquel día, se apresuró a ver el aumento de la pensión en el recibo del banco: Cuatro pesos.

Aquellos cuatro pesos que don José ganaba de más en sus quincenas, y que no servían de mucho, lograron ser ahorrados en un pequeño frasco de cristal junto a la estufa el cual una vez estalló por el calor; y no fue sino hasta que el ahorro se vio grande, cuando don José resolvió comprar un bello perico de largo plumaje en uno de los pasajes escondidos al fondo del mercado, llevado por un fugitivo acusado del comercio ilegal de flora y fauna exótica. Se lo quería regalar a Amelia. Al llegar a la casa, don José abrió con sumo cuidado la puerta de gruesos barrotes de la jaula para alimentar al ave, y fue cuando ésta comenzó a vociferar en un idioma desconocido para él.

— ¡Mákta, pelaná!

Don José se espantó. Era un idioma que no había conocido cuando viajó por el Sur de México, pero llegó a pensar que el ave provenía de algún lugar de Yucatán, por la forma  de pronunciar esas palabras. Cuando llevaron a Gerardo, experto en lenguas precolombinas de México, hijo de doña Lola, a la que le decían "la changa", no dudó un segundo antes de asegurar:

 —Les habla en maya… —y al prestar más atención las palabras del ave, recalcó—: Y en maya muy descortés.

Todas las mañanas los despertaban las injurias del ave. Cuando el ave gritaba pec o zorimbo, Amelia ya sabía que eran las 7:00 de la mañana y tenía que ir a comprar los frijoles. El perico no gritaba entre horas incompletas, y eran las 7:00 cuando decía una de esas dos palabras. A veces Amelia se ponía a cocer los frijoles a las 6:00 de la mañana, y se despertaba a las 7:00 para ver cómo iba la cocción, pero, si se llegaba a dormir, el ave la levantaba con gritos de loco en manicomio <<¡Abuelita!, ¡Abuelita!>>.  Le decía así porque se había acostumbrado a los gritos diarios de los nietos que llevaban a Amelia a todas partes, pidiéndole todo y buscándola siempre. Incluso ella, cuando le preguntaban cuántos nietos tenía, contaba también a su perico.

El infortunio de haber adquirido aquel animal cuyos gritos perturbaban su sueño ya de por sí imposible, la visita de los hijos (que por cierto, con nada contribuían más que en ayudar a comer), y la gritería de los niños, terminaron por sacar a don José de sus casillas, pues ya ni en su cuarto lo dejaban en paz. Sabía que era imposible evitar a los segundos, pero al menos revender al perico podría ser una solución factible que contribuiría en gran manera a su tranquilidad.
Decidió hacerlo, pero cuando Amelia lo encontró saliendo por la puerta con el animal en la mano, arrojó de lejos su zapato para cerrarla, como don José lo hacía al ver un alacrán.

—¿A dónde van? Preguntó ella.

—A donde me den lo que ahorré —respondió él.

Amelia le quitó al ave y pasó el resto de la semana tratando de enseñarle español, explicándole como a los niños, con colores y figuras. Parecía que el animal le ponía atención y que un día de esos regurgitaría alguna palabra. Una mañana, exhausta y rendida, decidió dejar al animal en la habitación mientras se ocupaba de otras cosas; no había dado dos pasos cuando lo escuchó decir:

 — ¡Que se vaya el viejo que me tiene harto!

Era evidente que el ave prestaba más atención a las pláticas nocturnas de don José con Amelia, las cuales ni siquiera se esforzaba ella por escuchar  debido a que era lo mismo de siempre. Se podría suponer que hablaba de don José, pues el odio entre ambos era recíproco si es que esa ave podía sentir odio, o si sólo imitaba lo que el viejo sentía. Sin embargo, Amelia se apresuró a advertirle a Marcela, su hija, quien también lo había escuchado, que no hablaba de don José, sino del Presidente. Y cuando Amelia le preguntó que porque quería que se fuera el viejo que lo tenía harto, se sorprendió de sobremanera al escuchar tremenda y tan bien articulada respuesta, que más bien parecía una grabación de lo que don José había dicho antes de dormirse.

Amelia no permitió que su esposo llegara a escuchar lo que decía el perico, pues ella sabía lo que ocurriría si pasaba eso. El perico era un espejo falso.

Amelia salió entonces rumbo a la tienda del viejo don Gabriel, caminando bajo el sol abrasador curioso un día así en pleno septiembre—, y se lo regaló al anciano sin advertirle nada. Él, de inmediato, supo qué hacer con el ave.


Durango, marzo de 2017

jueves, 16 de marzo de 2017

Poesía: Stella Caudata

Por: Carlos Alberto Morales Muñoz




A Eduardo F. Miranda

¿A qué velocidad viaja un cometa?
¿A qué velocidad, la luz?
En el espacio hay regiones que puedes considerar plenamente “vacío”, ya que la distancia entre singulares átomos es inmensa. La luz viajaría estas distancias en segundos, mas nosotros, sin medio absoluto de movimiento propio, quedaríamos en la deriva infinita.
Suponiendo que uno está en el vacío, la luz no llega a nuestro lugar. La oscuridad, total, no nos permite ver diferencia alguna. No percibimos cambio al mover nuestro cuerpo: girar, voltear, agitar. Nada modifica sentirse fuera de gravedad.
El vacío tiene la capacidad divina de la eternidad: no existe el espacio, no existe el tiempo. Sabemos que fuera de esta región, las estrellas brillan, los planetas se mueven, las galaxias recorren el universo. Allí existe tiempo y espacio. Pero un hombre, condenado por Dios a pasar su vida en esta nada, está en realidad en el mismo cielo (o infierno). Este hombre no diferenciaría los segundos, minutos, horas, años… ¿cómo saber que en realidad el tiempo está pasando si la oscuridad no le permite notar su propio envejecer? A él, la eternidad lo consume.
Supongamos que uno se encuentra en este lugar. No existe luz alguna. ¿A qué distancia notaríamos un cometa? Porque lo que vemos es la luz de éste, mucho más rápida que el cometa en sí. Entonces, ¿cuánto tiempo tardaría el cometa en llegar al sitio que la luz ocupó al inicio?  ¿Cuánto tiempo tardaría el cometa en llegar a nosotros? Y, al irse el cometa, estando completamente fuera de vista, ¿cuánto tiempo veríamos su luz? ¿Cuánto tiempo este rayo de esperanza daría sentido a la existencia del hombre? Pues esta luz diminuta, este destello (el tiempo que existió fue nada, comparado con la eternidad), para el hombre fue todo: Dios, demonio, oráculo, depósito de fe, prueba divina, sentido de vida, motivo de su sufrimiento… de nuevo, ¿cuánto tiempo duró? Y, aun así, ¿cuánto tardará el hombre en olvidarlo?