miércoles, 1 de marzo de 2017

Literatura: Los gusanos de la sangre (Cuento)

Advertencia: Contenido Erótico.

Por: Paul César González Maza

San Cristóbal de las casas, Chiapas; México 21:34 hrs.

Si ves dentro de tus venas, podrás observar cosas como gusanos en una cubeta llena de comida putrefacta. Unos dicen que son células o glóbulos, para mí son gusanos que se arrastran. No estoy seguro, pero puede ser que ellos produzcan la sangre.

En esta ciudad fría se exigen más a sí mismos estos animales rastreros. Para calentarse chocan entre sí o se lamen, sacan lenguas largas dentro del ambiente sanguíneo y se besan juntando sus cuerpos en asfixia por el frío. Todo animal ansía calor aún por más extremófilos que sean.

Las casas eran coloniales, pintorescas, y el camino empedrado; por allí iba un hombre con andar airoso; ulteriormente, él se detuvo ante la puerta del bar “Revolución”, y entró.

En el bar, una hermosa mujer pasaba desapercibida (quizás por ser un lugar cosmopolita), sus dedos calientes sostenían el vaso de cristal de su frío Jägermeister. Y paralelamente a ella se sentó aquel hombre en una mesa, escondido con la poca luz que había, sin que nadie, ni ella se inmutaran.

Una mesera francesa saludó con torpe español al hombre para ofrecerle el menú. Él sonrió y saludó cautivando a la mesera con ligeras palabras que salían de su voz con un encanto roedor. Y ella, bajo una sensación que erizaba su piel, quería quedar petrificada, como una estatua, para disfrutar el momento del suave aire que paseaba en su cuerpo; en un incompresible viaje de la presencia viril, que recorría desde su cuello hasta su vulva. Era un beso no dado, una caricia sin tacto. La francesa, al salir de su hipnosis, se fijó que él había ordenado la misma peculiar bebida de la mujer que estaba sola. No dijo nada y se despidió con una sonrisa nerviosa.

La francesa, por momentos, veía al caballero desolado y sentía una tensión excitante nada más por su presencia, disfrutando un calor sicalíptico entre sus piernas. Él, desde su mesa, con piernas cruzadas y cerradas, observaba a todos y tal vez a nadie; como cuando los cuerpos andan y uno lo que disfruta es ver la belleza de la unión de los átomos formando objetos. La dama solitaria siguió la mirada de la francesa y se encontró con el hombre, quien se percató de sus ojos brillantes.Y su perfume femenino, como una neblina que pesa a los pulmones, llegó hasta él, como carta al paraíso erótico de los condenados al infierno. Luego, sus miradas disimuladas eran sorprendidas. En un silencio se decían de sí, y conociéndose se intrigaban.

La francesa iba y venía de sus mesas, como acarreando sus ebrios espíritus de un lado a otro, mientras les llevaba sus Jägermeister.

La noche se abatía entre la vida de todos; con risas, balbuceos y pláticas; o en algunos movimientos de cabeza con repentinas canciones de jazz. Y ellos estando solos se acompañaban. Al mismo tiempo, fueron a sus baños respectivos, solo separados por un metro de distancia, mas ni al coincidir en las entradas mostraron incito alguno. Ya a puerta cerrada, él sentía una erección inadecuada para orinar; y ella un cosquilleo sexual al subirse la falda para sentarse. Al salir los dos, sincrónicos, no se brindaron ninguna mirada, ni respiro lascivo; sofocaron sus sentidos con el fin de no usarse para el goce del otro.

Los gusanos sanguíneos se hacían gente dentro del cuerpo de ambos, pululando se gozaban en una bestial orgía.

Ya era la madrugada, y afuera algunos borrachos vagaban entre la niebla de las calles; y posesos por el alcohol iban olvidados de sí, siendo otros dentro de sus cuerpos.

Ella y él fueron hacia la única salida del bar, deteniéndose ambos.

En el rojo universo de las venas sanguíneas, los gusanos antropomórficos se daban un festín, chupándose y lamiéndose todas las partes del cuerpo, sin dejar rincón alguno y esfínteres pervertidos.

 Él, caballerosamente, le cedió el paso en la salida.
—Pase —dijo con voz baja y osada demencia.
Ella vio los ojos hermosos del hombre, eran como la profundidad de una noche marítima poseída de lujuria. Se mojó los labios, saboreando el agradable aliento masculino. Y Salieron caminando entre las calles escasas de gente.

Los dos ansiosos de sus cuerpos emparejaron sus pasos.

— ¿A dónde va? —Él preguntó.
— Creo que daré un paseo —dijo ella mientras caminaba en el frío de las vísperas del alba.
— ¿Me permite ir con usted?
— Claro, ¿a dónde iba?
— Puede parecer increíble o con poca imaginación pero también iba a dar un paseo, por eso ahora lo hago.
Las calles se emblanquecían por la niebla.
— Noté que estaba solo, ¿a qué se debe?
— Nada en concreto, tal vez porque prefiero estar aparentemente solo y acompañado a lo lejos con personas como usted —La respiración del hombre se extasiaba al sentir el aroma delicioso de ella.
— Eso es un poco extraño, pero a decir verdad creo que yo hacía lo mismo.
— Eso es posible, me pregunto qué estará haciendo usted ahora en sus adentros, ¿tal vez lo mismo que yo? 
Detuvieron los pasos en el camino y él se acercó con cautela.
— Es posible, ¿qué haces usted?—dijo ella.
—Yo; respiró cerca de su cuello—se acercó el hombre aventurado, y hacía las cosas que iba diciendo. Y La mujer suspiraba disfrutando el placer que aceleraba su respiración. Mientras que él continuó narrando entre susurros su osadía —también tocó sus suaves manos femeninas, sus brazos, sus hombros, bajo a su cintura.

De pronto, cegados por el deseo se habían olvidado que estaban en la calle. Ella suspiró entre un pequeño quejido. Él hombre puso un dedo en la boca de la mujer, y ella correspondió chupando cariñosamente el dedo fálico.

Los gusanos pululaban enrojecidos gustosos en las fauces del infierno.

El besuqueo acrecentó entre las caricias, con los labios recorriendo sus cuerpos, y rozándose sus partes íntimas que palpitaban acuosas en las luminiscencias del cielo.

Los malditos gusanos se bendecían con sus lenguas de fuego, toqueteándose con sus alas de cartílagos.

Ellos mismos se hicieron demonios y se mimetizaron en las paredes de las casas azotadas por el frío de la madrugada. Se arrancaron las ropas, y quedaron desnudos en la calle. Inmolaron sus cuerpos a nombre de un sexo bestial, cual mejor afluente para el amor.

Pocas personas lograron verlos desnudos, siendo ella arremetida por el falo de su hombre, y siendo él sucumbido por el paroxismo de su mujer. Pocos los vieron, pero eran muchos para el escandaloso acto del que sólo los animales inferiores al humano tienen el privilegio: Concebir su deseo en plena calle, sin vergüenza de sus cuerpos, sin pudor de las miradas; bendecir a los espectadores con el torrente bestial de sus fluidos.

Exhaustos y desnudos quedaron abrazados en la calle sorprendiéndose a sí mismos con el alba, y los asquerosos gusanos viviendo en vehemencia por el gesto de los amantes.

Sin decirse ambos su naturaleza, íncubo y súcubo convirtieron de su realidad un sueño, y seduciéndose entre sus sueños, pulularon por el resto de sus días.

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