Por: Néstor Ramírez Vega
A
Fany
No tenía sentido
guardar las cosas del abuelo. Él murió, se fue de este mundo. Con 84 años la
vida no es sencilla, en especial cuando vuelves de la guerra. No quiero decir
que su vida estaba jodida, pero sí era muy diferente.
El abuelo fue de los
que se unió al Escuadrón 201 cuando tuvo alrededor de 20 años. Nadie supo por
qué quiso quedarse en Alemania después de la caída de Hitler, sólo volvió a
casa en 1957, pero de su tiempo en Europa nada contó.
Cuando alguien
intentaba preguntarle sobre sus años en Alemania él decía que tenía dolor de
cabeza, tenía sueño y, en mi caso, lanzaba la pregunta fatal: "¿ya terminaste tu
tarea? ¿No tienes otra cosa qué hacer?" No es que fuera una mala persona, pero
en torno a ese tema nunca se discutía.
Mi padre decía que el
abuelo cambió cuando murió la abuela. Ante el féretro permaneció de pie y
balbuceó algo ininteligible. Papá temió que algo le pasara, más ahora estando
solo. Desde entonces vivió con nosotros.
El silencio más frío es
aquel en el que las miradas se cruzan en la eternidad de lo efímero. Comenzamos
a sacar su ropa y algunas cosas que consideramos ya no servían. En su
escritorio había hojas blancas y un bote con tinta china. Con su camisa blanca
y su pantalón color caqui con tirantes negros, el abuelo siempre escribía algo
que nunca terminaba.
Me acerqué al
escritorio y encontré un tornillo en el suelo. Había caído de un cajón que
estaba atorado. Lo jalé con todas mis fuerzas y ahí estaban más de una docena
de cartas amarradas con una liga. El destinatario era una persona en Alemania
de nombre Ulrike Röhl. Tomé una carta al azar, había sido escrita una semana:
Querida Ulrike:
La vela que alumbraba
mi camino se consumió. Todo mi mundo quedó en oscuridad, en el olvido. Nuestro
destino fue destruido. Las vivencias que teníamos juntos nublan mis memorias
como las nubes se ponen frente al sol. Ángeles sangran sin razón y los pecados
finalmente se castigan.
Pronto me reuniré
contigo en un nuevo lugar, junto al pequeño que nunca nació y te llevó con él.
No es que no amara a mi familia. Incluso cuando falleció Marisol me di cuenta
de lo solo que estaba. Primero tú, luego ella. Hay quienes estamos malditos en
el amor.
Frente a su ataúd sólo
podía decir: ‘Noch einmal, noch einmal. Una vez más, una vez más. El ángel
exterminador vuelve de nuevo’. Al perderte perdí mi felicidad; al perderla a
ella, mis ilusiones. Te amé a ti, amé a Marisol; amé a mi hijo, quien sabrá
cuidar de su familia.
Nadie supo nuestro amor
no porque me avergonzara, sino porque era algo entre tú y yo, una vida, un
secreto. Sin ti caí en depresión; sin Marisol, en las sombras del olvido.
¡Cuántas veces no quise salir de la oscuridad! Ahora los faisanes me llaman al
jardín eterno cuando el reloj marca las 12.
En el borde de la vida
la noche dura 24 horas, aunque sé que una mañana, o quizá sea de noche, no lo
sé, veré la luz. Entonces los sueños dejarán de ser pesadillas y el viento
arrasará con las cenizas.
Siempre tuyo.
Terminé de leer la
carta y la volví a guardar. Entendí que no es que el abuelo fuera un amargado,
sino perdió su razón para vivir. El mal de amor es la enfermedad más peligrosa
del mundo. Su corazón se quebró al igual que sus ilusiones.
Al caer la noche
saqué las cartas al patio y les prendí
fuego. El humo llegó hasta las estrellas que iluminaban el pasado sombrío del
abuelo.
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