Por segunda vez en mi vida, me tocaba escuchar en la célebre Wiener Staatsoper al gran Carlos Kleiber quien, con motivo de su sesenta y cinco aniversario, interpretaría El Caballero de la Rosa de Richard Strauss en una producción que se anunciaba cuidada al extremo. La experiencia fue inigualable e insuperable, pues ante mis ojos aparecía el más grande director de todos los tiempos al frente del más prestigiado equipo escénico del mundo. Pude observar que al día siguiente, la prensa vienesa escribía sobre él las siguientes palabras: Nadie en este mundo ha sido más solicitado por directores, representantes, orquestas y público que Carlos Kleiber, y él más que cualquiera ha insistido en respetar su alejamiento. No hay ningún director de esta calidad concentrado en un repertorio tan reducido, aunque estudiado a fondo, que haya obtenido unos contratos tan elevados como los suyos. No es uno de los mejores porque es incomparable: Carlos Kleiber simplemente no pertenece a este mundo.
En realidad sabemos muy pocas cosas del maestro berlinés, nacido un 3 de julio de 1930, y menos aún de su vida lejos de los escenarios porque siempre fue su deseo proteger una vida privada que defendía con inexpulgable intransigencia. A lo largo de su carrera, hubo un contraste inevitable entre su personalidad como director —capaz de identificarse con la esencia de una partitura y de transmitirla a un público entusiasta— y esa necesidad de alejarse de cualquier contacto con ese mismo público, con la prensa y con los críticos: una negativa a aceptar el precio que normalmente pagan los artistas por su éxito y por la gloria. Aunque algunos afirmaron que hubo algo de ello, no se trataba de una postura esnobista ni vanidosa, sino más bien de un espíritu orgulloso y al mismo tiempo de una invencible timidez.
Analizando diversos episodios de su vida, se puede percibir este aspecto de su personalidad sobre todo en la relación que guardó con Herbert von Karajan. Kleiber —que siempre sintió una profunda admiración por el director de salzburgo y que año con año visitaba el cementerio de Anif para rezar ante su tumba— tuvo una larga y compleja relación con el maestro, llena de decepciones y situaciones embarazosas. Cuando Karajan se presentaba en el Festpielhaus de Salzburgo, Kleiber acudía y, sin decir nada, esperaba en el pasillo que conducía directamente a los camerinos. La idea era presenciar los ensayos del maestro, aunque nunca se atrevió a manifestarlo públicamente. Por el contrario, con el mayor de los silencios llegaba hasta la puerta y esperaba, como paralizado por un encongimiento que le hubiera hecho permanecer así si no era por alguien que, sabedor del aprecio entre ambos, lo invitaba a ingresar a la sala de ensayos.
Efectivamente Karajan apreciaba mucho el talento y las cualidades interpretativas de Kleiber. Hablando sobre otros directores, tarde o temprano se le escapaba algún comentario que provocaba las sonrisas de sus oyentes. Pero en el caso de Kleiber, nunca pronunció una palabra poco respetuosa. De hecho, cuando las relaciones fueron menos distantes, Karajan intentó en más de una vez incluir a Kleiber en la programación del Festival, aunque éste siempre evitó el compromiso. En algún momento, cuando todo hacía indicar que había llegado la hora de incluir al entonces joven director berlinés en el círculo de los maestros invitados al Festival —se trataba de interpretar Der Freischütz de Weber, una obra con la que Kleiber había cosechado grandes éxitos en varias capitales europeas— hubo un intercambio de cartas discutiendo una posible colaboración. Kleiber escribió: Seré feliz de ir a Salzburgo, pero con la condición de que pueda aparcar mi auto en el lugar que le corresponde a usted dentro del recinto; a lo que Karajan respondió: Estoy de acuerdo en todo. Estaré muy contento de ir incluso andando al concierto, si es que así puedo verle dirigir en el Festival. Como todo hacía adivinar, la cita no se concretaría a pesar de que Karajan hablaba con la verdad.
Se arguyeron cuestiones de dinero para explicar la negativa de Kleiber de participar en el Festival, aunque jamás hubo cosa semejante. De hecho, la organización siempre había estado dispuesta a pagar cualquier suma, por extravagante que fuera, para acoger en su programación a los artistas deseados por Karajan. Pero resultaba que Carlos sentía una especie de temor, respeto y timidez frente a la personalidad del célebre director vitalicio de la Filarmónica de Berlín, y, una vez desaparecido éste, tampoco tuvo algún interés por enfrentarse al reto que significaba Salzburgo.
Visto desde esta óptica, parecía ser un personaje dominado por su estado nervioso del cual no conseguía librarse. Podemos interpretar esta mala disposición anímica como una consecuencia de la relación con su padre Erich, una de las más grandes batutas de la primera mitad del siglo pasado, y quien tuvo en todos los aspectos un gran influjo en la formación de Carlos. Es, sin duda, una época oscura en la vida de relación entre ambos difícil de tratar, aunque se saben algunas cosas que arrojan cierta luz al respecto. En los ambientes musicales se comentaba sobre las dudas que Erich tenía sobre el talento de su hijo y de cómo trató de alejarlo del mundo de la música. Sin embargo, Carlos decidió nunca hablar de ello y solamente queda especular acerca de lo que sintió siendo todavía un adolescente ante algunos comentarios poco agradables por parte del padre. Verónika, su hermana, alguna vez resolvió hablar sobre el tema mencionando que la figura del padre estaba presente en cada determinación musical que Carlos adoptaba. Un poco en broma, refería que Erich era como el convidado de piedra del Don Giovanni de Mozart que, no obstante que ya estaba muerto, llamaba al rebelde hijo para que se arrepintiese de ser músico.
Algo innegable es que en el temperamento poético de Carlos Kleiber convivieron la esencia fantástica del espíritu alemán, el sentido de la inflexibilidad en el estilo y un incansable carácter irónico, con matices infantiles, que nos recuerda en mucho al héroe de Mann, Félix Krull. Los juegos y bromas llenas de carácter festivo que se manifestaban —sobre todo cuando dirigía Die Fledermaus de Strauss— no han vuelto a repetirse en la historia de dicha opereta. Pero si el berlinés se tomaba esas libertades es porque no se consideraba a sí mismo como un músico de oficio, sino más bien un músico en esencia. En una ocasión fue acogido por el intendente de la Royal Opera House porque necesitaban un director-concertador —el titular acababa de dimitir— para dirigir La mujer sin sombra. Cuando el intendente manifestó que necesitaba de su ayuda para representarla, Kleiber contestó: Pensad que yo no he sido capaz de entender el libreto, por no hablar de la música. Mejor acuda a los que sí saben. Ellos son los verdaderos profesionales, mientras que yo soy solo un simple aficionado. De igual manera, se sabía el máximo exponente en toda la historia de las Sinfonías 5 y 7 de Beethoven. A pesar de esto, durante su estancia en México en la década de los ochentas, a pregunta expresa de Doña Carmen Romano de López-Portillo sobre su calidad como director, declararía con singular nerviosismo y modestia: Recuerde usted que solamente soy un principiante que gusta hacer sonar un juguete... Lo que nunca especificó es que ese juguete era nada menos que la impresionante Orquesta Filarmónica de Viena.
Aunque Kleiber poseía unas características perfectamente definidas en su gesto, hubo en él más que en ningún otro la intención de subrayar que la música es subyugante por naturaleza. Verlo dirigir transmitía la sensación de un conocimiento perfecto de cada nota de la partitura y de las posibilidades de los instrumentos de la orquesta. En su interpretación de El caballero de la rosa, el factor íntimo y sentimental está tratado con suma delicadeza y estudiado con un gran rigor analítico; pero al mismo tiempo, muestra un fraseo que denota una entera libertad. Por otra parte, en su ejecución de la Quinta de Beethoven estaría ausente la idea de ese cansancio —propio de un Furtwängler— o de la desesperanza mostrada por Carlo María Giulini, en donde cada repetición adquiere casi el valor de una nueva puñalada en la ya sangrante herida. Tampoco apreciamos ese deseo de provocar un alud que nos arrastre —como en Toscanini— impidiéndonos algún momento de verdadera luminosidad. Por el contrario, sus repeticiones se nos aparecen llenas de vitalidad y ligereza presentando a un Beethoven brillante, casi un Michelangelo restaurado, que descubre claramente los contrastes de los colores orquestales. No obstante, hay un hecho que sorprende aún más: pareciera que este Kleiber no era el mismo que en Bayreuth interpretara ese acto tercero del Tristán e Isolda, tan desesperado y decadente.
Esta figura, desaparecida un 13 de julio de 2004, sin duda fue uno de los casos más fascinantes y excepcionales de todos los tiempos. En su juventud, sin olvidar en rigor que ejercía en la preparación de cada obra, dirigió mucho. Pero después de sus épocas en Stuttgart y Düsseldorf, su inteligencia crítica lo llevó a limitar su repertorio a un número restringido de óperas —entre las que destacan El cazador furtivo, El caballero de la rosa y Tristán e Isolda— y algunas sinfonías de Mozart, Beethoven y Brahms. Podemos añadir El murciélago y el repertorio de la música ligera vienesa, pero nada más. Sin embargo, cada una de sus apariciones sobre el escenario era correspondida por un gran éxito e innumerables elogios, tanto en Milán como en Viena, Munich, Bayreuth, Amsterdam, México y Japón. Junto con el de Karajan, no se ha conocido en el mundo un gesto más claro y bello que el suyo. Todos los que tuvieron la oportunidad de trabajar con él; artistas, orquestas y coros; coincidieron en ello, hasta el punto que Lucía Popp, después de haber interpretado la parte de Sofía en El caballero de la rosa, se negó a interpretar ese papel con algún otro director. Precisamente esta ópera fue la primera que Kleiber interpretó en la Scala de Milán, en donde la reacción del público y la crítica fueron paradigmáticas a la hora de elogiar su labor. Esta gran acogida y la posterior insistencia del también desaparecido Claudio Abbado lo convencieron finalmente para regresar y dirigir el Otello de Verdi, producción que inicialmente iba a ser representada por el mismo Abbado, y más tarde Tristan e Isolda, que ya había interpretado con un éxito impresionante y nunca antes visto en el festival wagneriano de Bayreuth. Cabe señalar que para los responsables de la Scala fue todo un éxito el poder contar con la presencia de Kleiber durante cuatro años consecutivos y presentar, junto a directores de escena de la talla de Schenk, Zeffirelli y Wolfgang Wagner, nuevas y brillantes versiones de las óperas mencionadas anteriormente.
El documento que presento a continuación es invaluable debido a que es el único testimonio grabado en estudio de la interpretación que hace Carlos Kleiber de la Sinfonía No. 5 beethoveniana y que es un auténtico tesoro. Esperamos, sea de vuestro completo agrado.
Se arguyeron cuestiones de dinero para explicar la negativa de Kleiber de participar en el Festival, aunque jamás hubo cosa semejante. De hecho, la organización siempre había estado dispuesta a pagar cualquier suma, por extravagante que fuera, para acoger en su programación a los artistas deseados por Karajan. Pero resultaba que Carlos sentía una especie de temor, respeto y timidez frente a la personalidad del célebre director vitalicio de la Filarmónica de Berlín, y, una vez desaparecido éste, tampoco tuvo algún interés por enfrentarse al reto que significaba Salzburgo.
Visto desde esta óptica, parecía ser un personaje dominado por su estado nervioso del cual no conseguía librarse. Podemos interpretar esta mala disposición anímica como una consecuencia de la relación con su padre Erich, una de las más grandes batutas de la primera mitad del siglo pasado, y quien tuvo en todos los aspectos un gran influjo en la formación de Carlos. Es, sin duda, una época oscura en la vida de relación entre ambos difícil de tratar, aunque se saben algunas cosas que arrojan cierta luz al respecto. En los ambientes musicales se comentaba sobre las dudas que Erich tenía sobre el talento de su hijo y de cómo trató de alejarlo del mundo de la música. Sin embargo, Carlos decidió nunca hablar de ello y solamente queda especular acerca de lo que sintió siendo todavía un adolescente ante algunos comentarios poco agradables por parte del padre. Verónika, su hermana, alguna vez resolvió hablar sobre el tema mencionando que la figura del padre estaba presente en cada determinación musical que Carlos adoptaba. Un poco en broma, refería que Erich era como el convidado de piedra del Don Giovanni de Mozart que, no obstante que ya estaba muerto, llamaba al rebelde hijo para que se arrepintiese de ser músico.
Algo innegable es que en el temperamento poético de Carlos Kleiber convivieron la esencia fantástica del espíritu alemán, el sentido de la inflexibilidad en el estilo y un incansable carácter irónico, con matices infantiles, que nos recuerda en mucho al héroe de Mann, Félix Krull. Los juegos y bromas llenas de carácter festivo que se manifestaban —sobre todo cuando dirigía Die Fledermaus de Strauss— no han vuelto a repetirse en la historia de dicha opereta. Pero si el berlinés se tomaba esas libertades es porque no se consideraba a sí mismo como un músico de oficio, sino más bien un músico en esencia. En una ocasión fue acogido por el intendente de la Royal Opera House porque necesitaban un director-concertador —el titular acababa de dimitir— para dirigir La mujer sin sombra. Cuando el intendente manifestó que necesitaba de su ayuda para representarla, Kleiber contestó: Pensad que yo no he sido capaz de entender el libreto, por no hablar de la música. Mejor acuda a los que sí saben. Ellos son los verdaderos profesionales, mientras que yo soy solo un simple aficionado. De igual manera, se sabía el máximo exponente en toda la historia de las Sinfonías 5 y 7 de Beethoven. A pesar de esto, durante su estancia en México en la década de los ochentas, a pregunta expresa de Doña Carmen Romano de López-Portillo sobre su calidad como director, declararía con singular nerviosismo y modestia: Recuerde usted que solamente soy un principiante que gusta hacer sonar un juguete... Lo que nunca especificó es que ese juguete era nada menos que la impresionante Orquesta Filarmónica de Viena.
Aunque Kleiber poseía unas características perfectamente definidas en su gesto, hubo en él más que en ningún otro la intención de subrayar que la música es subyugante por naturaleza. Verlo dirigir transmitía la sensación de un conocimiento perfecto de cada nota de la partitura y de las posibilidades de los instrumentos de la orquesta. En su interpretación de El caballero de la rosa, el factor íntimo y sentimental está tratado con suma delicadeza y estudiado con un gran rigor analítico; pero al mismo tiempo, muestra un fraseo que denota una entera libertad. Por otra parte, en su ejecución de la Quinta de Beethoven estaría ausente la idea de ese cansancio —propio de un Furtwängler— o de la desesperanza mostrada por Carlo María Giulini, en donde cada repetición adquiere casi el valor de una nueva puñalada en la ya sangrante herida. Tampoco apreciamos ese deseo de provocar un alud que nos arrastre —como en Toscanini— impidiéndonos algún momento de verdadera luminosidad. Por el contrario, sus repeticiones se nos aparecen llenas de vitalidad y ligereza presentando a un Beethoven brillante, casi un Michelangelo restaurado, que descubre claramente los contrastes de los colores orquestales. No obstante, hay un hecho que sorprende aún más: pareciera que este Kleiber no era el mismo que en Bayreuth interpretara ese acto tercero del Tristán e Isolda, tan desesperado y decadente.
Esta figura, desaparecida un 13 de julio de 2004, sin duda fue uno de los casos más fascinantes y excepcionales de todos los tiempos. En su juventud, sin olvidar en rigor que ejercía en la preparación de cada obra, dirigió mucho. Pero después de sus épocas en Stuttgart y Düsseldorf, su inteligencia crítica lo llevó a limitar su repertorio a un número restringido de óperas —entre las que destacan El cazador furtivo, El caballero de la rosa y Tristán e Isolda— y algunas sinfonías de Mozart, Beethoven y Brahms. Podemos añadir El murciélago y el repertorio de la música ligera vienesa, pero nada más. Sin embargo, cada una de sus apariciones sobre el escenario era correspondida por un gran éxito e innumerables elogios, tanto en Milán como en Viena, Munich, Bayreuth, Amsterdam, México y Japón. Junto con el de Karajan, no se ha conocido en el mundo un gesto más claro y bello que el suyo. Todos los que tuvieron la oportunidad de trabajar con él; artistas, orquestas y coros; coincidieron en ello, hasta el punto que Lucía Popp, después de haber interpretado la parte de Sofía en El caballero de la rosa, se negó a interpretar ese papel con algún otro director. Precisamente esta ópera fue la primera que Kleiber interpretó en la Scala de Milán, en donde la reacción del público y la crítica fueron paradigmáticas a la hora de elogiar su labor. Esta gran acogida y la posterior insistencia del también desaparecido Claudio Abbado lo convencieron finalmente para regresar y dirigir el Otello de Verdi, producción que inicialmente iba a ser representada por el mismo Abbado, y más tarde Tristan e Isolda, que ya había interpretado con un éxito impresionante y nunca antes visto en el festival wagneriano de Bayreuth. Cabe señalar que para los responsables de la Scala fue todo un éxito el poder contar con la presencia de Kleiber durante cuatro años consecutivos y presentar, junto a directores de escena de la talla de Schenk, Zeffirelli y Wolfgang Wagner, nuevas y brillantes versiones de las óperas mencionadas anteriormente.
El documento que presento a continuación es invaluable debido a que es el único testimonio grabado en estudio de la interpretación que hace Carlos Kleiber de la Sinfonía No. 5 beethoveniana y que es un auténtico tesoro. Esperamos, sea de vuestro completo agrado.
IMMENSO!
ResponderBorrarMARAVILLOSO! Qué gran artículo.
ResponderBorrarSimplemente excelso.
ResponderBorrarUna entrada como muy pocas. Los datos sobre este extraordinario conductor son reveladores. ¡Qué experiencia ha de haber sido verlo y escuchado en vivo! Un privilegio que muy pocos se han podido dar. ¡IMPRESIONANTE!
ResponderBorrarUn artículo soberbio y extraordinario!!!
ResponderBorrarLa más grande grabación en vivo de esta Sinfonía fue la de Klaus Tennstedt relizada con la Orquesta Filarmónica de Londres en 1990
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