Por: José Contreras
Ocurrió una vez,
tan raro como innegable que suele pasar, en las afueras de la ciudad en una
zona atiborrada por casas rodantes, un hombre era diariamente violentado por su
mujer, con la cual llevaba diez años de casado. Se trataba del señor Florencio,
el servil y enclenque marido de la rolliza Valentina. Ella solía criticarlo por todo lo que se le
antojase, desde porque él era un pésimo cocinero hasta porque no podía
embarazarla, que eso era apenas una parte del verdadero meollo del asunto.
Fuera de eso, la
mejor manera de describir a Florencio, exceptuando por su esterilidad, sería compararlo con un parásito, ya
que durante toda su vida, aquel hombre treintón de escaso cabello castaño y
ojeras tan remarcadas como una calavera, no hizo ni haría algo productivo.
Desde su noviazgo hasta el primer mes de matrimonio con su cónyuge (antes de que ella enfermara), solía
vestirse adecuadamente para una entrevista laboral, su traje de poliéster
barato y horrible corbata de un gracioso patrón de colores y formas geométricas
que lo hacían desentonar al lugar que fuese, los utilizaba para irse a jugar
billar en tabernas hediondas junto con sus amigotes a expensas del sueldo de
ella, para llegar hasta tarde al remolque de su mujer, fingiendo cansancio, y
siempre asegurando que esperaría la llamada de la oficina de Recursos Humanos del último lugar donde dejara una solicitud de empleo.
En cierta forma su situación actual, desde que Valentina tuvo que dejar de trabajar, era justicia poética, otras personas le llamarían karma pero, por supuesto, que él no lo veía así, sino se visualizaba como el esclavo más miserable del sultán más déspota sobre la tierra. Ya no salía con sus amigos, pero seguía siendo un mantenido.
En cierta forma su situación actual, desde que Valentina tuvo que dejar de trabajar, era justicia poética, otras personas le llamarían karma pero, por supuesto, que él no lo veía así, sino se visualizaba como el esclavo más miserable del sultán más déspota sobre la tierra. Ya no salía con sus amigos, pero seguía siendo un mantenido.
En un jueves, a la
hora de preparar la comida, Florencio decidió freír unos filetes de res. Al
mismo tiempo Valentina se encontraba encallada en su sillón favorito, un feo
mueble color verde menta totalmente uniforme, sin bordados o estampados que
rompiesen su monotonía. Como de costumbre, ella miraba con ansia una
telenovela melodramática en la que la protagonista descubrió que su enamorado
era en realidad su medio hermano, pero por razones que sólo en el ridículo programa tenían sentido… ella no lo
sabía. La mujer estaba tan anonada con la absurda revelación de su televisión,
que no notaba la mirada fría y llena de odio de su marido, que se encontraba
cocinando y en un rato más le llevaría el plato a la sala.
—Hoy es el momento que he soñado desde hace años, por fin lo voy a hacer —apacible susurraba Florencio para sí mismo, mientras una malvada sonrisa irónica revelaba sus chuecos dientes amarillentos.
—Hoy es el momento que he soñado desde hace años, por fin lo voy a hacer —apacible susurraba Florencio para sí mismo, mientras una malvada sonrisa irónica revelaba sus chuecos dientes amarillentos.
Por otra parte, al
mismo tiempo que sacaba unos cubiertos del cajón, recordó los años mozos de
Valentina, quien de recién graduada se dedicaba a inspeccionar minas para
verificar que cumpliesen con los requisitos mínimos de seguridad. Al haber sido
siempre una mujer de carácter fuerte,
alta y robusta, nada andrógina pero en definitiva atlética, siempre conseguía
darse a respetar entre los mineros en cualquier mina que visitase, aunando que
también poseía la autoridad para clausurarlas a la más microscópica negligencia.
Y así fue durante cuatro años, hasta un mes después de ser desposada, cuando le
ocurrió una desgracia que los marcaría a ambos por el resto de sus vidas.
En un día, rutinario para ella, descendió a la galería más reciente y profunda
que había en una mina perteneciente a una empresa que extraía carbón. La
inspección no podía ser más idónea y segura, ya que la maquinaria de
ventilación funcionaba a niveles óptimos, la estructura era lo bastante sólida
como para evitar cualquier derrumbe y la iluminación era perfecta para el trabajo. Lamentable
el único desperfecto era su propia mascara de gases. Ella y otras personas
subieron al socavón que les conduciría a la superficie, cuando de pronto
Valentina comenzó a sentirse mareada y vomitó dentro de la careta que se supone
le protegía de los gases tóxicos. Entonces el capataz que le acompañaba, junto
con otros tres mineros, se turnaron para prestarle en ratos sus máscaras, ya
que el aire siempre es ligeramente tóxico cuando se inaugura una galería, y así
le salvaron la vida. Sin embargo su cuerpo sufrió daños irreparables, como le
dio una hipoxemia, su sistema nervioso colapsó al grado que le fue imposible caminar
sin ayuda de un cuadro, y al andar necesitaba descansar cada cierta cantidad de
pasos, apenas lo suficiente para cubrir sus necesidades inmediatas.
De tal suerte que Florencio se convirtió en su permanente enfermero de cabecera.
De tal suerte que Florencio se convirtió en su permanente enfermero de cabecera.
Pero aunque la capacidad motora de Valentina fuese mermada al nivel de una anciana octogenaria, su razón y habla quedaron intactos, por lo que se dedicaba a moverse desde su cama al sofá, y del sofá a la cocina, fustigando en todo momento al inútil de su marido; que más que marido era ahora enfermero, sirviente y, como siempre, siendo ocho años menor que ella, de vez en cuando gigoló.
Y así se acomodó la
nueva rutina de aquel vividor socarrón. Cuando la comida le quedaba insulsa,
Valentina se enfurecía y se la tiraba en el fregadero y enardecidamente le
ordenaba que volviese a cocinar, tronando sus dedos para apresurarlo; o cuando
se retrasaba en la hora de su baño, le golpeaba con el cuadro con la misma habilidad
que un capataz egipcio, que en tiempos del antiguo testamento, azotaría a un
esclavo con su látigo; y lo que era aún peor, cuando Valentina veía su
telenovela mientras bebía cerveza, al igual que un perdido en el desierto que
encuentra un suculento oasis lleno de palmeras repletas de cocos rebosantes en
su jugo, y el pobre infeliz se le atravesara ya sea por trapear o llevarle el
teléfono para que atendiese una llamada, la iracunda le arrojaba la lata en la
cabeza y, todavía, tenía el descaro de pedirle que le trajera otra lata.
Entonces Florencio experimentaba con vividez un delicioso aroma que lo sacó de su trance de recuerdos, indicando que ya era tiempo de darle vuelta a la carne. Apenas se aseguró de que el filete tuviese ese suculento color marrón, volvió a divagar en sus tristes memorias.
Entonces Florencio experimentaba con vividez un delicioso aroma que lo sacó de su trance de recuerdos, indicando que ya era tiempo de darle vuelta a la carne. Apenas se aseguró de que el filete tuviese ese suculento color marrón, volvió a divagar en sus tristes memorias.
Si lo anterior era
tan lamentable como para que el tipo más flemoso del planeta no sintiese
lástima por el atribulado de Florencio, es porque desconocería en absoluto los
sombríos y humillantes momentos íntimos en pareja. Para Valentina las artes
maritales era el momento cumbre para desquitar toda su frustración en él.
—¡Ni siquiera para esto sirves! —Se burlaba— ¡Ojalá tuvieras el vigor de un minero! —Le decía cada vez que le estrujaba contra su enorme pecho pecoso.
—¡Ni siquiera para esto sirves! —Se burlaba— ¡Ojalá tuvieras el vigor de un minero! —Le decía cada vez que le estrujaba contra su enorme pecho pecoso.
Ante los vejaciones de su esposa, su pene cual fiel soldado que acepta la derrota, perdía la postura rígida, languideciendo ante los
menosprecios de Valentina; inclinándose como si se preparara para su ejecución
en la guillotina. Después de eso, Florencio ocasionalmente lloraba en pleno coito, inconcluso por ambos bandos, que por más valor y empeño con que combatía contra la
flacidez, siempre se encontraba en desventaja anímica en aquel campo de
batalla; provocando una sobreactuada carcajada sardónica en ella, quien con
alevosía siempre dominaba en todas las escaramuzas.
—¡Quítate de encima antes de que me quede dormida! —sentenciaba al saciar su sadismo desenfrenado, empujándolo con ambas manos del lecho, y de esta manera desterrando al vencido, exiliándolo al oloroso suelo alfombrado de la casa rodante, ya que tampoco le permitía dormir en el sillón.
—¡Quítate de encima antes de que me quede dormida! —sentenciaba al saciar su sadismo desenfrenado, empujándolo con ambas manos del lecho, y de esta manera desterrando al vencido, exiliándolo al oloroso suelo alfombrado de la casa rodante, ya que tampoco le permitía dormir en el sillón.
No pudiendo purgar
de otra forma aquellas amargas experiencias, se sintió incitado a tomar el
cuchillo más grande y simplemente matarla, pero ella, aunque estuviese
inválida, obesa en vez de cuerpo de deportista, todavía le inspiraba temor su fuerza, así que lo mejor para él sería tomarla
desprevenida. Frunciendo el ceño, al grado que si fuese posible las cejas
chocarían contra los labios, temblaba de tanta cólera acumulada en su interior que
se detuvo a respirar lenta y profundamente para poderse concentrar en lo que
hacía, empuñando con demasiada fuerza tanto el cuchillo como el tenedor que traía
en la misma mano. Así se mantuvo practicando ejercicios de relajación hasta que
la comida ya estuviera lista para servirse. No tuvo que esperar mucho, cinco
minutos más tarde le llevaría el filete a su esposa.
Entonces al colocar
la comida en la pequeña mesa, donde ella solía comer enfrente de la televisión,
rápidamente tomó el cuchillo para cortar carne y lo usó para apuñalarla en el
pecho. Valentina quedó conmocionada ante esto, y le miró con una incredulidad
tan grande como si no fuera cierto lo que acababa de ocurrir. Pero Florencio no
se detuvo allí, ni se contentaría con tan poco escarmiento. Se le encaramó encima, con la
postura de un koala escalando un árbol, y como si estuviese usando un
picahielos contra una enorme barra congelada, en repetidas ocasiones hundió el
puntiagudo objeto en aquel cuerpo que hace mucho le repugnaba acariciar. La
víctima, en su asombro, ni siquiera intentó defenderse de las estocadas que su
marido le propinó con frenética saña, como cuando un animal salvaje disfruta
destajar a su presa mientras la devora viva, desgarrándola con sus colmillos
mientras cercena un tibio trozo de músculo.
A pesar de que su
abominable acto fue premeditado en varias ocasiones, Florencio se encontraba
fuera de sí mismo. Incluso a él le asaltaron las dudas sobre lo que acababa de
hacer. Apenas en el instante en que su esposa dejó de respirar, se quedó
embobado contemplándola. De pronto unas sirenas comenzaron a escucharse cada
vez más cerca, y por las ventanas del remolque vio cómo cinco patrullas formaron un perímetro circular alrededor
de su vivienda, estorbándole para huir manejando. Ante el
horrible escándalo originado por los desgarradores gritos de Valentina, de
seguro los vecinos alarmados llamaron a la policía.
Al verse a punto de
ser arrestado, y sin ninguna coartada creíble que le justificase ante el jurado
más complaciente, Florencio reía con resignación. Pero sus estruendosas
carcajadas lo hacían ver como un demente, no como alguien que trata de asimilar
con humor su derrota.
—De todas formas estaré mejor que aquí —se consoló con voz susurrante, como si otro «él» tratara de darle ánimos. La policía ya comenzaba a golpear con un ariete su puerta, y decidió contemplar por última vez la meta que durante años no se atrevió a alcanzar. Con la misma claridad que una fotografía que ocuparía la primera plana en un diario amarillista, veía a Valentina con su cabeza recargada bocarriba, que aún muerta conservó los ojos bien abiertos, todavía manifestando perplejidad y no miedo; su cuerpo recostado plácidamente en el respaldo del sofá, aún gorgoteaba sangre en sus más de quince nuevas cavidades.
—De todas formas estaré mejor que aquí —se consoló con voz susurrante, como si otro «él» tratara de darle ánimos. La policía ya comenzaba a golpear con un ariete su puerta, y decidió contemplar por última vez la meta que durante años no se atrevió a alcanzar. Con la misma claridad que una fotografía que ocuparía la primera plana en un diario amarillista, veía a Valentina con su cabeza recargada bocarriba, que aún muerta conservó los ojos bien abiertos, todavía manifestando perplejidad y no miedo; su cuerpo recostado plácidamente en el respaldo del sofá, aún gorgoteaba sangre en sus más de quince nuevas cavidades.
Inesperadamente,
como si hubieran hecho una invisible ceremonia vudú y lograran una necromancia exitosa al instante, Valentina
se levantó del sofá, tendiéndole la mano derecha: «Vamos a la cama, amor» le dijo, «dame
tu mano» le ordenó con tan dulzura
que le recordó la época en la que de verdad se amaron.
Florencio, sin comprender nada, tiró el cuchillo al piso y tomó la mano de su mujer; obediente se dejó conducir como un perrito con correa a su cama, y se durmió con profundidad.
Florencio, sin comprender nada, tiró el cuchillo al piso y tomó la mano de su mujer; obediente se dejó conducir como un perrito con correa a su cama, y se durmió con profundidad.
Al despertar se dio
cuenta que eran las dos de la mañana. Con un somnoliento andar, se levantó de
la cama y se dirigió a la entrada del cuarto, donde vio a una Valentina,
totalmente ilesa, remendando los hoyos en su sillón predilecto -lo mejor que sus manos temblantes podían-; en su mesa se
encontraba un solitario plato limpio, sin comida o rastros de hubiera las
mínimas sobras en él; y en el suelo estaba tirado un casi inofensivo cuchillo
de untar.
Contemplando maravillado una escena totalmente opuesta a la anterior, sin ningún líquido rojo alfombrando el piso o re-decorando el homogéneo tapiz del sofá, Florencio se dio cuenta que era sonámbulo.
—Si quieres yo arreglo eso, Valentina —dijo Florencio antes de mandar a su esposa a la cama. Ella obedeció sin decir nada y sin mirarlo. Estaba aterrada.
Contemplando maravillado una escena totalmente opuesta a la anterior, sin ningún líquido rojo alfombrando el piso o re-decorando el homogéneo tapiz del sofá, Florencio se dio cuenta que era sonámbulo.
—Si quieres yo arreglo eso, Valentina —dijo Florencio antes de mandar a su esposa a la cama. Ella obedeció sin decir nada y sin mirarlo. Estaba aterrada.
Simplemente genial...
ResponderBorrarRecomendadísimo, simplemente buenísimo.
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