I
…Y
el perdón de los pecados, amén.
–Alabado
sea el Señor, Ernesto.
El
hombre no respondió de inmediato. Iba cabizbajo desde que salieron de la casa
para llevar aquel cuerpo a misa. Un viento gélido hacía a la iglesia más triste
de lo que era. Mientras, los que no pudieron entrar permanecían arremolinados
afuera, cubiertos de rosas silvestres en una lluvia intensa de oraciones por el
descanso eterno de don Julián. Pronto comenzó a nevar.
–
¿Qué dice usted?
–Que
alabado es el Señor.
–Para
mí no lo es, ni para toda esta gente.
El
aire helado soplaba con todas sus fuerzas, como queriendo disipar a la gente.
Pero nadie se iba a rendir hasta que el último grano de tierra cubriera la
tumba de don Julián, así tuvieran que caminar tanto sin algo que los cubriera del
frío más que las flores y las hojas ya lacias de los ramos. Esto porque don Julián
quiso que lo enterraran mero arriba.
Los maizales que nunca dieron fruto parecían
llamas extinguiéndose a medida que el sol se ocultaba tras aquellos cerros de
piedra enmohecida. El terreno era ya tan pedregoso que anticipaba la subida a
la Sierra, y el frío de la noche también se los dijo. Pero ese fresquesito
nomás era un suave delirio, un recuerdo de las tardes de campo, pues la verdad
era que para llegar a la mera Sierra todavía faltaba atravesar la noche, y ahí
sí que era un frío y un silencio desgarrador.
La multitud reclamaba lo mismo que su hijo,
que Dios se lo llevó muy pronto, cuando más lo necesitaban. Que sin él aquel
pueblo quieto iba a morir olvidado, pues lo cierto era que a don Julián lo
admiraban todos, hasta los que de muy lejos iban en bicicleta a verlo. Él los
había salvado de la pena y la tristeza hasta ese entonces. Pero esos recuerdos
ya no eran nada. Por el momento sólo importaba dejar atrás su memoria, para no seguir
sufriendo. Puesto que él se iba al olvido, ellos también lo harían.
Pasaron
dos días desde que lo sepultaron. Algunos se fueron del pueblo en bicicleta, y los
aprovechados salieron ganando con aquella situación, comprando lo poco que la
gente tenía que vender, a precios ridículamente bajos. ¿A dónde irían? Pues
quien sabe, pero la verdad era que aunque se fueran a morir, era mejor en otro
lugar.
Ernesto
cayó en una depresión terrible, y buscó cobijo donde su padre siempre renegó.
Una vieja cantina al margen del río. Pidió lo que hiciera efecto más rápido. Nubarrones
de luces inundaron su vista, y unas punzadas en la cabeza empeoraron la
situación. Pasó un rato hasta que no vio entre la oscuridad más que la luz de
la luna reflejada en su vaso. Una suave voz rompió el silencio.
– ¿Por qué buscáis entre los muertos
al que está vivo?
Escuchó
a dos ancianos sentados en un rincón. Discutían sobre la resurrección en el
evangelio de Lucas. Y es que en lo que todos pensaban era en resucitar, pero
que fuera en otro lugar, tanto que todo el día la iglesia se abarrotó de gente
pidiendo la resurrección, reclamándole a Dios que se había equivocado al
ponerlos primero en el infierno que en la Tierra.
Sintió
que le tocaban el hombro. Era el cantinero.
–Récele
a su padre esto, y aquello –le escribió dos oraciones en el papel– y verá que
encontrará la paz. Y estoy seguro de que todos los locos de aquí lo haremos.
El
hombre lo miró triste; tomó aquel papel amarillento, como una hoja de ceniza
apelmazada. Se disponía a orar en silencio cuando fue interrumpido nuevamente
por el cantinero.
–Aquí
no. No lo escucha. ¿Qué no ve que estamos abajo y él hasta mero arriba? Tiene
que ir usted.
El
hombre lo miró con dificultad. La luz de la luna no se reflejaba muy bien en su
rostro.
–Acompáñeme,
iremos cuando cierre.
–No
puedo, tiene que ir solo, y rezar solo. Además, aquí nunca he cerrado.
II
«Y
estoy seguro de que todos los locos de aquí lo haremos», se repetía Ernesto en la
cabeza. Tanto miedo le causó el pensar que estaba loco, como aquellos viejos y
la gente fanática del pueblo, convencida enteramente de la resurrección porque,
según ellos, habían recibido señales divinas, que se apresuró a seguir el
sendero que guiaba a las montañas. Se acordó de su abuelo, cuando los despidió
para irse a vivir allá, y días después encontraron su cuerpo en el valle,
desparramado, sangrante, todavía rojo de coraje, con las espinas enterradas de
los magueyes y las biznagas, y unos ojos maldicientes, quién sabe por qué. Iba
tan sumido en el terror de la noche, que no pudo más que sentirse aliviado al
ver a un hombre que le habló suavemente. Era el cantinero.
–Tuve
que venir –le dijo– Sabría que tendría miedo. Y todavía anda medio borracho
para subir, así que lo dejaré a mitad del camino, cuando ya haya sudado todo el
alcohol y recuperado la razón total.
–
¿Y cuál razón total voy a tener –dijo–, si me dirijo a hablarle a un muerto?
El
cantinero se encogió de hombros. Caminaron durante un rato hasta que las ramas
de los árboles cubrieron todo el cielo, dejándolos en oscuridad total, y ya no sabían si subían o sólo rodeaban la
montaña. Ernesto iba enojado.
–Le
contaré –dijo el cantinero en tono firme, como si Ernesto le hubiera preguntado
algo–. Su
abuelo era un hombre ambicioso. Siempre juró que nos compraría casas allá más
cerca de lo habitable. Y que si eso no pasaba, que él se encargaría de traer
inversionistas hasta acá, que les iba a regalar terrenos para que construyeran
lo que quisieran, fábricas, casas, todo, con la promesa de que a cambio nos
construyeran también buenas casas, y nos dieran buen trabajo. Su abuelo estaba
decidido, y pronto todos se decidieron con él. Un día salieron él, don Julián y
cuatro hombres más rumbo a la ciudad. Ya sabe usted que se tienen que atravesar
dos noches y casi dos días para llegar, por lo mismo se fueron en pleno abril,
a pie, jurando que regresarían en bicicletas, y con contratos de los hombres
que traerían el progreso hasta acá.
Las
estrellas se vieron nuevamente. El hombre tomó un sorbo de agua que traía en
una botella lavada donde antes había tequila. Le ofreció a Ernesto pero él se
negó.
–Pues
le decía. Así quedó. Yo no pude ir, porque yo nunca cierro, pero les di agua en
botellas de estas, y las mujeres les dieron comida suficiente, y palos macizos
con cuchillos atados en la punta, por si se llegaban a encontrar un coyote.
El
hombre hizo otra pausa. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se agachó y agarró
a un alacrán por la cola –sólo Dios sabe cómo lo vio–. Luego se lo tragó.
–Nomás
regresaron tres. ¿Sabe quién regresó? Mi padre. Pero él se murió llegando, en cuanto
lo abracé. Cayó en mis manos como alegre de verme después de vivir algo
terrible.
–
¿Qué le pasó a mi abuelo y a mi padre?
–Su
abuelo subió a la montaña ese mismo día. Dijo que allá iba a vivir, que se dio
cuenta de que ya no podía hacer todo lo que quería hacer, que ya hasta el
camino le cansaba, como le cansó a los otros. Y que por lo mismo ya no pudieron
traerse los cuerpos. Yo nunca le creí eso, Ernesto, porque mi padre, aunque
viejo, era macizo, fuerte. Tal vez más fuerte que usted y yo juntos. Ni aunque
un alacrán le picara dos veces le pasaba algo. Pero quién sabe. Entonces su
abuelo dijo que Julián sí era joven, y que nosotros también
lo éramos. Y aunque don Julián nos animó a ir, nunca quisimos, por miedo. Si
hubiéramos sabido lo que les pasó a los otros, tal vez sí, pero no teníamos
idea. Y su padre se iba solo, y nunca le pasaba nada. Luego, Ernesto, nos enteramos de la
muerte de su abuelo, y don Julián, desolado, nos dijo que él nos ayudaría, en
honor a su memoria. ¿Piensa usted que sí nos ayudó? Es que usted estaba
chiquillo. La gente, Ernesto, se vanagloriaba de su padre, porque él nos
trajo aquellas bicicletas ya oxidadas, y hacía que viniera la gente aquella a
ver los terrenos, y a traernos comida de vez en cuando, pero nomás eso. ¿Sabe
usted por qué lo querían tanto, Ernesto? Porque nos mantuvo la esperanza, y esa
esperanza fue la que nos levantaba día a día de buen ánimo. Si un día no pasaba
nada, dormíamos felices, pensando en que al otro pasaría algo bueno, pues él
mismo nos lo decía así. Por eso lo quisieron tanto, aunque en realidad nunca
hizo nada.
Ernesto
estaba a punto de interrumpir, cuando el cantinero le ganó la palabra.
–Ahí
había un cuerpo, y por allá otro. Yo los vi, no nomás era su abuelo. Ahí los
dejó tirados. Pero nunca quise decir nada de los demás cuerpos para no matar la
esperanza. El error lo cometió su abuelo, cuando en el camino le dijo a don Julián
a dónde podía irse. Y don Julián se molestó. A mi padre nomás se lo trajo así,
todo aporreado, para que pensáramos que todos se habían muerto de cansancio. Y
a su abuelo…pues ya sabe para qué se lo trajo. Ernesto, ¿cree usted en la
justicia?
El
hombre ya casi no se oía entre la cantadera de grillos de la montaña.
–
¿Qué dice usted? ¿Cómo es que sabe eso? ¡Calumnia a mi padre!
–Justicia
–clamaban unas voces molestas, cada vez más y más fuerte, separando en sílabas la
palabra– Justicia, jus-ti-cia.
Aquello
se convirtió en un tumulto de voces, en un griterío infernal donde Ernesto no
veía nada, y hasta entonces pensó en la resurrección. Luego todas las voces se
silenciaron. El cantinero habló.
–
¿Piensa usted en la resurrección? El cura ha salvado a su padre –dijo– Y la
gente. ¿Se acuerda? “Por Jesucristo Nuestro Señor” Por él se lo pidieron. Y don
Julián ya descansa. ¿Entonces quién le va a pagar a esta gente? Sí…le pidieron
a Dios que salvara a su padre, pero no dijeron nada de usted. Yo no sabía por
qué los mató, hasta que me reencontré con mi padre. Justicia, Ernesto, por
aquellos hombres muertos, por su difunto abuelo que en realidad nos iba a
salvar. Por los que su padre mató. Usted será la penitencia de su padre.
Un muy bello cuento. Me atrapó por su estilo mexicano y sus aires campiranos.
ResponderBorrarQué extraordinario cuento, felicidades!
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