La mujer barbuda (Magdalena Ventura con su marido) - José Ribera (óleo sobre tela, 1631) |
Había nacido en una isla, en una época en que la
mujer sólo podía dedicarse al cuidado del hogar, aquella en que, como hasta
ahora, la feminidad tenía un rostro superficial, suave en matices y formas y
sobre todo, sin ningún vello facial que alterase ese equilibrio. Esa época era
igual de frívola que la actual, pero por esos años, la mujer no era más que un
adorno bonito y a veces útil, pero escasamente independiente; ahora, si bien la
belleza aún es muy importante, a veces, con mucho esfuerzo, podemos pasarla a
segundo plano.
Retomando los
antecedentes de la historia, además de
haber nacido mujer, había nacido con un suave y fino vello, abundante y oscuro
en el mentón, no era fea, pero su belleza era desequilibrada y por lo tanto
incompatible con los cánones antiguos e inclusive con los actuales. Para hacer
aún más trágica su vida, los dioses la habían dotado de un corazón diferente en
todos los sentidos, estaba hecho con una hoja de papel resistente tanto a la
sangre como a la tinta y en lugar de latir, como acostumbran
los corazones, este se doblaba y desdoblaba impulsando así una corriente
delgada, pero suficiente, de sangre.
Creció, al principio tímida y sumisa, en el orfanato
de la isla, donde los niños miraban un no
sé qué durante horas, sentados en el suelo, sin morirse de hambre, viviendo hambrientos. No había un futuro para
ella ahí, ni siquiera un presente, así que, un día dejó de lado la navaja de
afeitar y se olvidó de la molestia de los vellos encarnados, escapó del
orfanato y se dedicó a sobrevivir, objetivo que, sin demasiadas presiones, con
trabajos sencillos y pequeñas remuneraciones, era bastante fácil de satisfacer.
Cuando tenía 19 años empezó a trabajar en un circo simplón, quizá ya habías
escuchado esa historia, aunque más que un circo, era un zoológico de los
rechazados, todos buenos tipos, quizá demasiado buenos para también ser bellos.
Al final de la función, el público se paseaba entre sus cabinas, más bien
jaulas, los miraban sin reparo y a veces con repulsión, les arrojaban palomitas
con mantequilla y cacahuates, quizá esperando a que, hambrientos y salvajes, se
abalanzaran sobre ellos y se los zamparan como un cocodrilo a una gacela
distraída, o quizá sólo para molestar, fin que obtenían, al menos hablando de
la mujer barbona, cuando éstas chuches se abrazaban con desesperación, cual
amantes antes de separarse para siempre, al largo, denso y pulcro vello de su
barbilla. Después de un tiempo se hartó de tener que limpiar meticulosamente su
barba todas las noches y renunció; antes de irse, se despidió de los tres
enanos, arrodillándose frente a cada uno, quedando cara a cara, en señal de
respeto; dijo adiós, luego, a las gemelas siamesas, por separado y con
expresiones distintas como muestra de su individualidad; nos vemos, prometió a
los payasos, hablando con toda la seriedad que este mundo ridículo le permitió
adoptar; me marcho, dijo implacable al hombre más fornido del mundo,
demostrándole así que su fortaleza no era única; al final, fue a donde la
infanta Eleonora, hija del presentador, te quiero, le dijo, y apretó con fuerza
una de sus cinco manos.
Encontró trabajo como veladora del faro de la isla,
un trabajo simple, encender el faro cuando el sol se iba a la cama y mantenerlo
así, hasta que el sol decidía abandonarla y daba su primer bostezo sonrosado. Eso,
todos los días, de todas las semanas, de todos los meses. Llámalo monótono, si
quieres, pero desde ahí arriba, el panorama era perfecto y sobre todo, nadie
podía verla, ni juzgarla. Bien sabido es que a ella no le importaba eso, su
corazón era diferente en todos los sentidos, pero le resultaba tedioso tener
que encarar a todos cuando se burlaban de ella. La soledad no es la mejor
compañera, pero en su caso, no estaba
nada mal. Su rutina se mantuvo uniforme por unos meses, hasta octubre, para ser
exactos. Empezaba a hacer frío y el viento salado se metía por donde podía a su
habitación, en el faro, quizá este buscase un refugio cálido, ¿cómo culparlo?
La mujer barbona buscó en su despensa un poco de chocolate y lo preparó con
leche, como no podía abandonar el faro, ni la pequeña roca en donde este se
erigía, una vez por semana, unos pescadores de la isla le llevaban víveres, los
viernes, para ser exactos. Los pescadores eran siempre amables con ella, pero
ese día era lunes, un lunes soso, gris y frío. No vería a nadie hasta pasados
unos días, aunque quizá se topase con algunos albatros. Salió del faro bien
abrigada, su barba ayudaba mucho con el frío, se contentó con mirar, la
inmensidad nos es inapreciable y aunque el océano se extendía vasto frente a
sus ojos, terminó por aburrirse. Tampoco había mucho por explorar en la pequeña
roca, no necesitaba más que dar unos cuantos pasos para llegar al pequeño
acantilado, fin de la roca, inicio del mar. Si uno se paraba ahí, justo en el
borde y miraba hacia abajo, podría encontrar una larga procesión de escalones,
todos irregulares, siempre empapados y muy peligrosos. Esa imagen, en conjunto
con la del mar embravecido, siempre embelesaba a la mujer barbona. Pero ese día, para su sorpresa, se encontró
con algo extraño, un hombre subía por las escaleras con dificultad, le faltaría
medio camino, más abajo había una pequeña barca, o más bien, lo que quedaba de
ella, poco a poco el mar se encargaría de desaparecerla.
Desde ese día, en que la mujer barbona acogió al
ex-capitán, habían entablado una fuerte amistad. Compartían alimentos, labores
y, a veces, algunos secretos. Me gusta tu
barba, es elegante, le decía el ex-capitán y la mujer barbona, aunque no se
notara, tras su cortina de vellos, escondía sus sonrojadas mejillas. Cuánto desearía una barba como la tuya, mencionaba
después, acongojado, el lampiño ex-capitán, Una
barba, es símbolo de sabiduría, de fortaleza, de un buen capitán, qué suerte
tienes…
El ex-capitán siempre tenía anécdotas maravillosas
para contar, estas le habrían encantado, sin duda alguna, a la infanta
Eleonora, lo sabía la mujer barbona. Una noche, a principios de diciembre, mientras,
acurrucados, intentaban minimizar el frío, le contó una historia sobre la isla de los
camaleones. La mujer barbona no tenía ni siquiera una vaga idea de lo que eran
los camaleones, pero la historia era tan vívida que casi podía sentir el calor
húmedo de aquella selva inmaculada rodeada completamente de mar. Creíamos que esa isla, decía el ex-capitán, era la que escondía al tesoro que tanto
ansiábamos, así que, con mucho temor, no te mentiré, nos adentramos en ella;
los árboles eran altísimos y de estos se colgaba más vegetación, uno tenía que
caminar con cuidado de no aplastar a los insectos; también se colgaban de los
árboles serpientes, nos topamos con unas seis o siete, todas eran gigantescas;
sin embargo, lo que más nos inquietaba, era esa extraña sensación de que nos
observaban, ¿la has sentido? (más de una vez, pensó la mujer barbona), anduvimos por aquí y por allá, buscando
tesoros escondidos o a los habitantes de la isla, pero no había rastro de
ninguno; eso nos asustaba aún más, hay islas fantasma, ¿no sabías?, una vez que
entras, ya no sales, todo es raro ahí dentro y allí te quedas, hasta que
desapareces; pero un buen día, por accidente, resbalé y tiré de una liana,
cayeron sobre mí varios camaleones, verdes del susto que se pegaron, son
pequeños, todos habrían cabido en las palmas de mis manos, esas alimañas nos
habían estado observando con sus ojos abombados, ocultos entre las hojas por su
camuflaje natural, vaya cobardes; uno puede ignorar a los cobardes en la vida,
no vale la pena distraerse con ellos, aunque a veces te intimiden, siempre
terminan por volver a ocultarse, es raro, pero una vez que uno descubre a un
cobarde, los demás aparecen, despojados de protección alguna y temerosos frente
a ti. En adelante, nos topamos con miles de ellos…
Una vez que terminaba cualquier historia, el
ex-capitán recordaba su naufragio y callaba. Esa noche, después de la historia
de la isla de los camaleones, permaneció inmóvil, por media hora, después se
retiró a su pequeña y fría habitación, donde penaba en silencio, como las islas
fantasma. Eso era, él se hallaba en una isla fantasma llamada depresión: “una vez que entras, ya no sales, todo es
raro ahí dentro y allí te quedas, hasta que desapareces”. La mujer barbona,
recordaba bien sus palabras y con frecuencia las meditaba quedamente: Soy una cobarde, aunque intimide, siempre
termino por ocultarme, pero esta vez, el capitán me encontró, me despojó de
protección alguna; él es bueno, pero implacable, decía, sin articular
palabra, bueno e implacable como el mar. ¿Cómo
evitar la sequía de ese mar? Tendría que ser valiente si quería salvar al
ex-capitán. La mujer barbona caminó hasta la cocina, agarró el único cuchillo
que tenía y lo clavó, sin titubear ni siquiera un poco, en su pecho, lo hizo
con fuerza y precisión, la incisión era grande, lo suficiente como para meter
su mano, cosa que hizo, sin miramientos y de ahí sacó a su corazón, una delgada
hoja de papel blanca, con algunas manchas sanguinolentas, pero resistente como
ninguna otra. Se sentó con dificultad frente a la mesa y lentamente comenzó a
hacer dobleces en su corazón, uno tras otro sin descanso, hasta que pudo
contemplar, extasiada, un pequeño barquito de papel, cuyo único capitán era y
sería por siempre, aquel hombre lampiño. Dejó ahí, en la mesa, a la pequeña
nave y salió del faro, caminó decidida hacia el acantilado, se convertiría en
mar y el ex-capitán surcaría sus olas.
A la mañana siguiente, el ex-capitán comprendió todo
sin explicaciones. Salió del faro y bajó por las escaleras. Sacó al barquito de
papel de su bolsa y lo soltó a la mar. Una vez que este desapareció, él mismo
caminó hacia las olas, siguiendo su ritmo tranquilo y se adentró en ellas. El amor es como una isla fantasma, pensó
el ex-capitán, antes de zambullirse en el mar.
Octubre, 2016
¡Precioso relato! Una gran felicitación a la autora.
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