miércoles, 11 de enero de 2017

Ensayo: La Castañeda - Breve semblanza de un fallido proyecto de modernización

Por: Karim Yaver

Manicomio General, La Castañeda

«Orden y progreso». Lema y base ideológica sobre la que se erigió ―o buscó erigir― el gobierno porfirista que daría vida a un flamante monumento a la modernidad: el Manicomio General, La Castañeda, encarnación pétrea de arquitectura afrancesada (modelada a partir del psiquiátrico galo Charenton), entre cuyas paredes habría de habitar por cerca de cincuenta años una variedad particular de sujetos que, en su gran mayoría, conformarían un muy característico organismo sin voz ―y, hasta hace no mucho, sin historia: los otros, los obstáculos en la vía de la máquina progresista y arrasadora que no mira sino hacia un ilusorio adelante; los locos.
La Castañeda nace entonces de entre el ansia que este lema fastuoso exigía: México necesita modernizarse, México es una nación en crecimiento que debe alcanzar una alta meta: el «primer mundo». El único camino viable para el gobierno en el poder fue, por tanto, imitar los modelos extranjeros.
Porfirio Díaz en la inauguración del Manicomio General
Es de pocos desconocido que las ambiciones de Porfirio Díaz se concentraban en alcanzar los estándares de la cultura francesa, en mayor medida, así como los de la norteamericana e inglesa (de ahí la imitación descarada, aunque no siempre desafortunada: como ejemplo de acierto el Palacio de Bellas Artes). Pero, ¿qué era lo que caracterizaba a estas naciones que las hacía ser, precisamente, Estados que habían alcanzado ya un estatus social, económico y político con el que México apenas podía soñar? El secreto, se pensaba, la clave para alcanzar el éxito, estaba en el trato a las clases desfavorecidas: mientras mejores y más óptimas fueran las políticas públicas, las estrategias de crecimiento y desarrollo social, mayor orden en el entramado socio-económico podía alcanzar una nación. Un claro ejemplo del trato a las clases desfavorecidas fue precisamente la administración de los cuerpos que el desarrollo acelerado de la modernidad capitalista había relegado a las periferias: los indigentes, los locos, los perversos, los alcohólicos y drogadictos, los «débiles mentales». Tanto Francia como Estados Unidos e Inglaterra, se caracterizaban por sus modernísimos y ultra progresistas hospitales psiquiátricos, por las técnicas que continuaban desarrollando con el fin de reinsertar a los individuos desviados a la sociedad ―cuando podían ser reinsertados― y por la dirección de aquéllos que quedaban a la deriva, con el fin de alcanzar, no sólo el orden anhelado y el progreso deseado, sino también la estabilidad que un país como México, nacido del conflicto y que no sabía lo que era vivir fuera de él, apenas comenzaba a conocer. La solución: centralizar la atención en un solo espacio: desarrollar un hospital psiquiátrico que funcionara como centro no sólo de tratamiento sino también de producción de conocimientos. Formalizar la psiquiatría.
El panorama en un principio lucía prometedor ―al menos para el gobierno porfirista―, pues el detalle que hacía falta para llevar a los hechos la ideología en el poder había sido concluido: el primero de septiembre de 1910, en medio de la fastuosidad y la aristocracia del México de la época, y en presencia del presidente Díaz y su esposa, se inaugura el Manicomio General en la hacienda de La Castañeda ubicada en Mixcoac, a las afueras ―en ese entonces― de la ciudad capital. Dos meses y diecinueve días más tarde, la paz relativa que el gobierno dictatorial porfirista había alcanzado, se vuelve a derrumbar: inicia la Revolución Mexicana.


Zona de Mixcoac, vista desde el aire, en 1958. Se señalan en rojo las instalaciones de La Castañeda, en naranja la avenida Revolución, en azul las avenidas Molinos y Río Mixcoac, y en verde la línea del ferrocaril (Blvr. Adolfo López Mateos -Anillo Periférico-).
No obstante los anhelos al fin cumplidos de fundar un espacio arquitectónico vanguardista como el Manicomio General, el estallido de la Revolución significaría una gran traba para su mantenimiento. La convulsión social que el conflicto armado fue dejando en la ciudad y en el gobierno, derivó en un periodo de abandono y estancamiento de La Castañeda. Las consecuencias posteriores, debidas en gran medida también a la Revolución, aun cuando ya se habían asentado los gobiernos revolucionarios, contribuyeron a ser su ruina: la ocupación posterior de la ciudad por parte de los ejércitos revolucionarios (La Castañeda fue irrumpida durante un periodo largo por una facción del ejército Zapatista; mientras éste ocupó el hospital el descontrol entre los internos reinó, y cuando lo dejó muchos de éstos se unieron a sus filas y se fueron también); la desenfrenada migración a la ciudad desde las provincias ―migración que ya venía dándose desde la época anterior, debido, entre otras cosas, al arrebato de tierras a los campesinos indígenas―; la proliferación del desempleo y la pobreza generalizada y extendida que vino después, etc.
La génesis de su caída, por otro lado, no habría partido ―ni habría sido consecuencia solamente― de la Revolución.
Philippe Pinel (1745-1826), padre de la psiquiatría moderna
La psiquiatría en México nacería en la década de 1880, como resultado de la evolución de una postura inicial que, inspirada en las ideas del francés Pinel, padre de la psiquiatría moderna, veía en el loco a un niño-adulto incapaz de dirigir sus acciones, perturbado a raíz del desenfreno que la sociedad moderna industrializada había provocado en él y en los suyos, los menos favorecidos. La «terapia moral» de Pinel, no obstante, se quedaría como proyecto frustrado en nuestro país, y daría pie entonces a una visión mucho más práctica y funcional: el loco no es ningún niño-adulto, es el producto de una serie de factores (genéticos, raciales, de género, etc.) que lo vuelven, en tanto sujeto situado en la esfera más inferior del estrato social, propenso al alcoholismo, a la perversión, al crimen. La psiquiatría se asimilaba a la criminología, y, bajo este tenor, el Estado porfirista habría de actuar: la solución fue desarrollar un dispositivo eficiente de reinserción, cuando ésta pudiera darse, o de confinamiento, con el fin de evitar el «contagio espiritual» entre los ciudadanos sanos, racionales. Es de destacar, por ejemplo, al escritor y poeta modernista, Manuel Gutiérrez Nájera, como férreo impulsor de las prácticas de confinamiento para aquellos que, como él y el resto de la clase burguesa dominante consideraban, no hacían más que dañar la moral de los ciudadanos respetables y contribuir a la pérdida de los valores tradicionales. No por los débiles los buenos debemos sufrir las consecuencias, parafraseándolo.
La Castañeda, por tanto, no significó un esfuerzo de modernización solamente a partir de la vía de la sanación del enfermo, de la práctica médica y del desarrollo científico que habría de legitimar el hipotético estatus de «nación en progreso». Fue también un medio de segregación social, racial y de género que habría de favorecer a las clases privilegiadas y que, en su interior, a la manera de un microcosmos que se re-crea a sí mismo (constantemente), reproduciría esta misma segregación, este gran énfasis en la conveniente diferencia: en medio de la supuesta ―y perseguida― homogeneidad dentro del hospital (a los internos se los vestía a todos igual y se les rapaba la cabeza con el fin oficial de promover la higiene), una heterogénea proliferación de identidades se hacía presente ya desde su diseño arquitectónico: el hospital estaba constituido por un edificio central correspondiente al área administrativa y por una serie de edificaciones periféricas, correspondientes cada una a un pabellón distinto: el de los pacientes distinguidos (los que pagaban cuotas, subdivididos a su vez según lo que pagaran), el de pacientes peligrosos (remitidos por la policía o considerados violentos), el de los imbéciles (con retraso mental evidente), el de los epilépticos (uno de los más numerosos) o el de los infecciosos (diagnosticados con sífilis, tuberculosis o alguna otra enfermedad infecciosa). Por supuesto, quienes pagaran recibirían un trato mejor, quienes no, se dejarían al olvido. De aquí que no sólo se internara a los que estorbaban en las calles y en las comunidades rurales, sino también a aquéllos que obstaculizaban los intereses de las familias más ricas, con el fin de resguardar el prestigio y el patrimonio.

El estallido del movimiento revolucionario motivaría que la misión inicial del Manicomio General pasara de convertirlo en un sitio de re-formación, a tenerlo como un mero lugar de asilo. Como mencioné, la migración hacia el centro del país, la falta de suministros y demás efectos de la lucha armada, provocaron la proliferación de la indigencia y la pobreza. Se volvió fenómeno común que los sin techo encontraran en La Castañeda una morada. Debido a esto, y a la falta de atención por parte de las autoridades, preocupadas por asuntos considerados más importantes, la sobrepoblación en el hospital y la falta de recursos lo llevaron a una degradación acelerada. Criminales, indigentes, niños de la calle, prostitutas, esquizofrénicos, alcohólicos, indígenas despojados, mujeres rebeldes, retrasados mentales, en fin, esos otros del principio, los marginados, todos se daban cita en este concentrado universo carente de recursos para sostenerse. 
Hacia 1968, tras cincuenta y ocho años de existencia, de una existencia que se tambaleó siempre entre las aspiraciones de la ciencia médica y la mejoría social, y la dura realidad que la atravesó (la convulsiva Revolución, el dificultoso trayecto para alcanzar la estabilidad de los gobiernos revolucionarios y los ataques y señalamientos de la prensa y de las conciencias concernidas por la integridad de los internos), tras severas denuncias de violaciones a los derechos humanos y después de haber proliferado en demasía las leyendas negras, el hospital es derribado. El diagnóstico: fracaso. Un terrible y enorme fracaso del cual la ciencia médica en general, y la medicina psiquiátrica en particular, tendrían que aprender. ¿Pero a quién habría que atribuirle este fracaso? ¿A Porfirio Díaz y a su gobierno, quienes equívocamente buscaron establecer en un país de infraestructura «ineficiente» un proyecto demasiado ambicioso para hacerlo encajar? ¿A la Revolución y sus consecuencias? ¿A los gobiernos posteriores que, en lugar de buscar encaminar los esfuerzos del régimen anterior, impulsándolos con una ideología más acorde a la lucha que los había llevado al poder, dejaron el hospital a su suerte hasta que fue necesario hacerlo desaparecer? Y la cuestión, vista desde hoy, es: ¿fue un fracaso? Cierto, los testimonios que indirectamente historiadores como Cristina Rivera-Garza o Cristina Sacristán han logrado extraer de las narrativas conjuntas de médicos e internos, han permitido ver que, en cuestión del objetivo oficial de un hospital psiquiátrico estatal, el proyecto fue un fracaso total: la reinserción a la sociedad de los internos era mínima; sus condiciones de vida dentro no eran óptimas, sino todo lo contrario, pues La Castañeda era más una sala de espera rumbo a la muerte para muchos o, en el mejor de los casos, para otros más, un albergue apenas poco mejor que la calle. No obstante, en la historia, de los fracasos aparentes los Estados suelen sacar siempre algo. Ya lo señaló Foucault en su afamado libro Vigilar y Castigar, refiriéndose a la transición de los métodos de castigo y vigilancia de la época clásica a la moderna: no es que se dejara de castigar, sino que se aprendió a castigar mejor. La Inquisición y sus métodos de tortura tuvieron que darse en algún momento para que las modernas cárceles panópticas llegasen después y ocuparan un sitio con funciones más eficientes. ¿Será acaso que fenómenos tan complejos como La Castañeda deben aparecer primero, y ser derrumbados después, para que de sus escombros se instauren técnicas mucho más eficientes de control de la población «enferma», como la medicación psiquiátrica exagerada, la adopción de categorías que buscan enmarcar la locura en estratos muy específicos que ayuden, a su vez, a despersonalizar a los sujetos o los múltiples discursos psicológico-terapéuticos actuales? ¿Podemos hablar, entonces, en aras del progreso que frenéticamente aún se busca, y que no pocas veces se piensa alcanzado, de un fracaso? En dado caso, si hubo un triunfo, ¿quién triunfó?

2 comentarios:

  1. Una de las memorias olvidadas de México. Muy bueno, gracias.

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    1. Gracias a ti, Agustín, por seguir leyéndonos. Es un placer.

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