Por: Karim Yaver
«Orden y progreso». Lema y base ideológica sobre la que se erigió ―o buscó erigir― el gobierno porfirista que daría vida a un flamante monumento a la modernidad: el Manicomio General, La Castañeda, encarnación pétrea de arquitectura afrancesada (modelada a partir del psiquiátrico galo Charenton), entre cuyas paredes habría de habitar por cerca de cincuenta años una variedad particular de sujetos que, en su gran mayoría, conformarían un muy característico organismo sin voz ―y, hasta hace no mucho, sin historia: los otros, los obstáculos en la vía de la máquina progresista y arrasadora que no mira sino hacia un ilusorio adelante; los locos.
Manicomio General, La Castañeda |
«Orden y progreso». Lema y base ideológica sobre la que se erigió ―o buscó erigir― el gobierno porfirista que daría vida a un flamante monumento a la modernidad: el Manicomio General, La Castañeda, encarnación pétrea de arquitectura afrancesada (modelada a partir del psiquiátrico galo Charenton), entre cuyas paredes habría de habitar por cerca de cincuenta años una variedad particular de sujetos que, en su gran mayoría, conformarían un muy característico organismo sin voz ―y, hasta hace no mucho, sin historia: los otros, los obstáculos en la vía de la máquina progresista y arrasadora que no mira sino hacia un ilusorio adelante; los locos.
La
Castañeda nace entonces de entre el ansia que este lema fastuoso exigía: México
necesita modernizarse, México es una nación en crecimiento que debe alcanzar
una alta meta: el «primer mundo». El único camino viable para el gobierno en el
poder fue, por tanto, imitar los modelos extranjeros.
Porfirio Díaz en la inauguración del Manicomio General |
Es
de pocos desconocido que las ambiciones de Porfirio Díaz se concentraban en
alcanzar los estándares de la cultura francesa, en mayor medida, así como los de
la norteamericana e inglesa (de ahí la imitación descarada, aunque no siempre
desafortunada: como ejemplo de acierto el Palacio de Bellas Artes). Pero, ¿qué era
lo que caracterizaba a estas naciones que las hacía ser, precisamente, Estados
que habían alcanzado ya un estatus social, económico y político con el que
México apenas podía soñar? El secreto, se pensaba, la clave para alcanzar el
éxito, estaba en el trato a las clases desfavorecidas: mientras mejores y más
óptimas fueran las políticas públicas, las estrategias de crecimiento y
desarrollo social, mayor orden en el entramado socio-económico podía alcanzar
una nación. Un claro ejemplo del trato a las clases desfavorecidas fue
precisamente la administración de los cuerpos que el desarrollo acelerado de la
modernidad capitalista había relegado a las periferias: los indigentes, los
locos, los perversos, los alcohólicos y drogadictos, los «débiles mentales».
Tanto Francia como Estados Unidos e Inglaterra, se caracterizaban por sus
modernísimos y ultra progresistas hospitales psiquiátricos, por las técnicas
que continuaban desarrollando con el fin de reinsertar a los individuos
desviados a la sociedad ―cuando podían ser reinsertados― y por la dirección de aquéllos
que quedaban a la deriva, con el fin de alcanzar, no sólo el orden anhelado y
el progreso deseado, sino también la estabilidad que un país como México,
nacido del conflicto y que no sabía lo que era vivir fuera de él, apenas
comenzaba a conocer. La solución: centralizar la atención en un solo espacio:
desarrollar un hospital psiquiátrico que funcionara como centro no sólo de
tratamiento sino también de producción de conocimientos. Formalizar la
psiquiatría.
El
panorama en un principio lucía prometedor ―al menos para el gobierno porfirista―,
pues el detalle que hacía falta para llevar a los hechos la ideología en el
poder había sido concluido: el primero de septiembre de 1910, en medio de la
fastuosidad y la aristocracia del México de la época, y en presencia del
presidente Díaz y su esposa, se inaugura el Manicomio General en la hacienda de
La Castañeda ubicada en Mixcoac, a las afueras ―en ese entonces― de la ciudad
capital. Dos meses y diecinueve días más tarde, la paz relativa que el gobierno
dictatorial porfirista había alcanzado, se vuelve a derrumbar: inicia la
Revolución Mexicana.
No
obstante los anhelos al fin cumplidos de fundar un espacio arquitectónico
vanguardista como el Manicomio General, el estallido de la Revolución
significaría una gran traba para su mantenimiento. La convulsión social que el
conflicto armado fue dejando en la ciudad y en el gobierno, derivó en un
periodo de abandono y estancamiento de La Castañeda. Las consecuencias
posteriores, debidas en gran medida también a la Revolución, aun cuando ya se
habían asentado los gobiernos revolucionarios, contribuyeron a ser su ruina: la
ocupación posterior de la ciudad por parte de los ejércitos revolucionarios (La
Castañeda fue irrumpida durante un periodo largo por una facción del ejército
Zapatista; mientras éste ocupó el hospital el descontrol entre los internos
reinó, y cuando lo dejó muchos de éstos se unieron a sus filas y se fueron
también); la desenfrenada migración a la ciudad desde las provincias ―migración
que ya venía dándose desde la época anterior, debido, entre otras cosas, al
arrebato de tierras a los campesinos indígenas―; la proliferación del desempleo
y la pobreza generalizada y extendida que vino después, etc.
La
génesis de su caída, por otro lado, no habría partido ―ni habría sido
consecuencia solamente― de la Revolución.
La
psiquiatría en México nacería en la década de 1880, como resultado de la
evolución de una postura inicial que, inspirada en las ideas del francés Pinel,
padre de la psiquiatría moderna, veía en el loco a un niño-adulto incapaz de
dirigir sus acciones, perturbado a raíz del desenfreno que la sociedad moderna
industrializada había provocado en él y en los suyos, los menos favorecidos. La
«terapia moral» de Pinel, no obstante, se quedaría como proyecto frustrado en
nuestro país, y daría pie entonces a una visión mucho más práctica y funcional:
el loco no es ningún niño-adulto, es el producto de una serie de factores
(genéticos, raciales, de género, etc.) que lo vuelven, en tanto sujeto situado
en la esfera más inferior del estrato social, propenso al alcoholismo, a la
perversión, al crimen. La psiquiatría se asimilaba a la criminología, y, bajo
este tenor, el Estado porfirista habría de actuar: la solución fue desarrollar
un dispositivo eficiente de reinserción, cuando ésta pudiera darse, o de
confinamiento, con el fin de evitar el «contagio espiritual» entre los
ciudadanos sanos, racionales. Es de destacar, por ejemplo, al escritor y poeta
modernista, Manuel Gutiérrez Nájera, como férreo impulsor de las prácticas de
confinamiento para aquellos que, como él y el resto de la clase burguesa
dominante consideraban, no hacían más que dañar la moral de los ciudadanos
respetables y contribuir a la pérdida de los valores tradicionales. No por los
débiles los buenos debemos sufrir las consecuencias, parafraseándolo.
Philippe Pinel (1745-1826), padre de la psiquiatría moderna |
La
Castañeda, por tanto, no significó un esfuerzo de modernización solamente a
partir de la vía de la sanación del enfermo, de la práctica médica y del
desarrollo científico que habría de legitimar el hipotético estatus de «nación
en progreso». Fue también un medio de segregación social, racial y de género
que habría de favorecer a las clases privilegiadas y que, en su interior, a la
manera de un microcosmos que se re-crea a sí mismo (constantemente),
reproduciría esta misma segregación, este gran énfasis en la conveniente diferencia:
en medio de la supuesta ―y perseguida― homogeneidad dentro del hospital (a los
internos se los vestía a todos igual y se les rapaba la cabeza con el fin
oficial de promover la higiene), una heterogénea proliferación de identidades
se hacía presente ya desde su diseño arquitectónico: el hospital estaba
constituido por un edificio central correspondiente al área administrativa y
por una serie de edificaciones periféricas, correspondientes cada una a un
pabellón distinto: el de los pacientes distinguidos (los que pagaban cuotas,
subdivididos a su vez según lo que pagaran), el de pacientes peligrosos
(remitidos por la policía o considerados violentos), el de los imbéciles (con
retraso mental evidente), el de los epilépticos (uno de los más numerosos) o el
de los infecciosos (diagnosticados con sífilis, tuberculosis o alguna otra
enfermedad infecciosa). Por supuesto, quienes pagaran recibirían un trato mejor,
quienes no, se dejarían al olvido. De aquí que no sólo se internara a los que
estorbaban en las calles y en las comunidades rurales, sino también a aquéllos
que obstaculizaban los intereses de las familias más ricas, con el fin de
resguardar el prestigio y el patrimonio.
El
estallido del movimiento revolucionario motivaría que la misión inicial del
Manicomio General pasara de convertirlo en un sitio de re-formación, a tenerlo
como un mero lugar de asilo. Como mencioné, la migración hacia el centro del
país, la falta de suministros y demás efectos de la lucha armada, provocaron la
proliferación de la indigencia y la pobreza. Se volvió fenómeno común que los
sin techo encontraran en La Castañeda una morada. Debido a esto, y a la falta
de atención por parte de las autoridades, preocupadas por asuntos considerados
más importantes, la sobrepoblación en el hospital y la falta de recursos lo
llevaron a una degradación acelerada. Criminales, indigentes, niños de la
calle, prostitutas, esquizofrénicos, alcohólicos, indígenas despojados, mujeres
rebeldes, retrasados mentales, en fin, esos otros
del principio, los marginados, todos se daban cita en este concentrado universo
carente de recursos para sostenerse.
Hacia
1968, tras cincuenta y ocho años de existencia, de una existencia que se
tambaleó siempre entre las aspiraciones de la ciencia médica y la mejoría
social, y la dura realidad que la atravesó (la convulsiva Revolución, el
dificultoso trayecto para alcanzar la estabilidad de los gobiernos
revolucionarios y los ataques y señalamientos de la prensa y de las conciencias
concernidas por la integridad de los internos), tras severas denuncias de
violaciones a los derechos humanos y después de haber proliferado en demasía
las leyendas negras, el hospital es derribado. El diagnóstico: fracaso. Un
terrible y enorme fracaso del cual la ciencia médica en general, y la medicina
psiquiátrica en particular, tendrían que aprender. ¿Pero a quién habría que
atribuirle este fracaso? ¿A Porfirio Díaz y a su gobierno, quienes
equívocamente buscaron establecer en un país de infraestructura «ineficiente»
un proyecto demasiado ambicioso para hacerlo encajar? ¿A la Revolución y sus
consecuencias? ¿A los gobiernos posteriores que, en lugar de buscar encaminar
los esfuerzos del régimen anterior, impulsándolos con una ideología más acorde
a la lucha que los había llevado al poder, dejaron el hospital a su suerte
hasta que fue necesario hacerlo desaparecer? Y la cuestión, vista desde hoy,
es: ¿fue un fracaso? Cierto, los testimonios que indirectamente historiadores
como Cristina Rivera-Garza o Cristina Sacristán han logrado extraer de las
narrativas conjuntas de médicos e internos, han permitido ver que, en cuestión
del objetivo oficial de un hospital psiquiátrico estatal, el proyecto fue un
fracaso total: la reinserción a la sociedad de los internos era mínima; sus
condiciones de vida dentro no eran óptimas, sino todo lo contrario, pues La
Castañeda era más una sala de espera rumbo a la muerte para muchos o, en el
mejor de los casos, para otros más, un albergue apenas poco mejor que la calle.
No obstante, en la historia, de los fracasos aparentes los Estados suelen sacar
siempre algo. Ya lo señaló Foucault en su afamado libro Vigilar y Castigar, refiriéndose a la transición de los métodos de
castigo y vigilancia de la época clásica a la moderna: no es que se dejara de
castigar, sino que se aprendió a castigar mejor. La Inquisición y sus métodos
de tortura tuvieron que darse en algún momento para que las modernas cárceles
panópticas llegasen después y ocuparan un sitio con funciones más eficientes.
¿Será acaso que fenómenos tan complejos como La Castañeda deben aparecer
primero, y ser derrumbados después, para que de sus escombros se instauren
técnicas mucho más eficientes de control de la población «enferma», como la
medicación psiquiátrica exagerada, la adopción de categorías que buscan
enmarcar la locura en estratos muy específicos que ayuden, a su vez, a
despersonalizar a los sujetos o los múltiples discursos
psicológico-terapéuticos actuales? ¿Podemos hablar, entonces, en aras del
progreso que frenéticamente aún se busca, y que no pocas veces se piensa
alcanzado, de un fracaso? En dado caso, si hubo un triunfo, ¿quién triunfó?
Una de las memorias olvidadas de México. Muy bueno, gracias.
ResponderBorrarGracias a ti, Agustín, por seguir leyéndonos. Es un placer.
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