Melancolía, Edvard Munch, 1894. |
Me llamo Pablo, tengo treinta y un años y estoy parado en frente de un gran acantilado. No sé cómo terminé aquí; lo que sí sé, es que el abismo extrae de mí mis más profundos pensamientos.
Creo que he estado antes aquí, no en el acantilado, sino en esta vida. Siento que, antes de llegar a ver la luz de un desconocido mundo, ya lo había visitado, pisado, olfateado, escuchado, sentido en cada pliegue de mi piel. No es un déjà vu, no es un delirio, no es un sueño... es real —o eso creo yo.
El abismo me muestra que he sufrido y reído antes de haber sido traído, creado o planificado en alguna mente majestuosa, apoteósica o celestial.
Tiemblo del susto, me siento desvanecer, caer al abismo, ser absorbido por algo desconocido y encantador. Pero mi mente no se concentra en la caída libre en la que me encuentro, mi mente ve una vida antes de cualquier otra. No recuerdo los sucesos de los cuales me arrepiento, mi vida no pasa por enfrente de mis ojos como cuando se muere. Yo veo otra vida, o más bien la mía pero en otro tiempo, ¿o es otro espacio? No puedo resolver lo que sucede.
Mi nombre es Pablo, tengo treinta un años y estoy de pie frente a un acantilado, ese acantilado es oscuro y, al parecer, sin profundidad. Son mis ojos abiertos de cara arriba en el asfalto y la vida pasada de la que hablo en realidad no es mía; no es de algún otro ser existente; sólo la inventé porque aquí, en el averno, todo es muy solitario y repetitivo. Estoy condenado a ver mi aburrida vida una y otra vez sin poder quejarme. Imagino cosas mientras lo hago y un hermoso ángel de traje blanco me premia con un dulce de color verde y blanco de mal sabor, que me mantiene de pie mirando el acantilado, aunque no quiera estar aquí.
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