Por: Luis Alejandro Ortiz
(Pintura: El perico. Jorge González Camarena (1908-1980))
Don
José rara vez escuchaba que su pensión aumentaría, pero una mañana de marzo se
cercioró por primera vez de que era cierto. Su alegría fue suficiente como para
caber en su alma cien veces; parecía revolotear en la casa como paloma recién
liberada. Durante la noche contó los recibos y los arrojó a la mesa con
alegría.
-Hoy
sí salimos –le decía a Amelia, su esposa-. Todo el tiempo que Dios nos otorgue.
Todos
lados quería conocer, viajar y salir de donde estaba; porque ahí ya había
vivido lo suficiente, y su vida era ya tan limitada que tenía que aprovecharla.
Don José llegó del banco luego de sacar su
pensión. No dijo nada. Dejó el recibo sobre la mesa, junto a las naranjas,
arrojó su saco en el sofá y se acostó encima de él. Se colocó el sombrero en la
cabeza y se dispuso a dormir. Amelia, que se ocupaba de las plantas aquel día,
se apresuró a ver el aumento de la pensión en el recibo del banco: Cuatro
pesos.
Aquellos
cuatro pesos que don José ganaba de más en sus quincenas, y que no servían de
mucho, lograron ser ahorrados en un pequeño frasco de cristal junto a la
estufa —el cual una vez estalló por el calor—; y no fue sino hasta que el ahorro
se vio grande, cuando don José resolvió comprar un bello perico de largo
plumaje en uno de los pasajes escondidos al fondo del mercado, llevado por un
fugitivo acusado del comercio ilegal de flora y fauna exótica. Se lo quería
regalar a Amelia. Al llegar a la casa, don José abrió con sumo cuidado la
puerta de gruesos barrotes de la jaula para alimentar al ave, y fue cuando ésta comenzó a vociferar en un idioma desconocido para él.
— ¡Mákta, pelaná!
Don
José se espantó. Era un idioma que no había conocido cuando viajó por el Sur de
México, pero llegó a pensar que el ave provenía de algún lugar de Yucatán, por
la forma de pronunciar esas palabras.
Cuando llevaron a Gerardo, experto en lenguas precolombinas de México, hijo de
doña Lola, a la que le decían "la changa", no dudó un segundo antes de asegurar:
—Les habla en maya… —y al prestar más atención
las palabras del ave, recalcó—: Y en maya muy descortés.
Todas
las mañanas los despertaban las injurias del ave. Cuando el ave gritaba pec o zorimbo, Amelia ya sabía que eran las 7:00 de la mañana y tenía que
ir a comprar los frijoles. El perico no gritaba entre horas incompletas,
y eran las 7:00 cuando decía una de esas dos palabras. A veces Amelia se ponía a cocer los frijoles a las 6:00 de la mañana, y se despertaba a las
7:00 para ver cómo iba la cocción, pero, si se llegaba a dormir, el ave la
levantaba con gritos de loco en manicomio <<¡Abuelita!,
¡Abuelita!>>. Le decía así porque
se había acostumbrado a los gritos diarios de los nietos que llevaban a Amelia
a todas partes, pidiéndole todo y buscándola siempre. Incluso ella, cuando le
preguntaban cuántos nietos tenía, contaba también a su perico.
El
infortunio de haber adquirido aquel animal cuyos gritos perturbaban su sueño ya
de por sí imposible, la visita de los hijos (que por cierto, con nada
contribuían más que en ayudar a comer), y la gritería de los niños, terminaron
por sacar a don José de sus casillas, pues ya ni en su cuarto lo dejaban en
paz. Sabía que era imposible evitar a los segundos, pero al menos revender al
perico podría ser una solución factible que contribuiría en gran manera a su
tranquilidad.
Decidió hacerlo, pero cuando Amelia lo
encontró saliendo por la puerta con el animal en la mano, arrojó de lejos su
zapato para cerrarla, como don José lo hacía al ver un alacrán.
—¿A
dónde van? —Preguntó ella.
—A
donde me den lo que ahorré —respondió él.
Amelia
le quitó al ave y pasó el resto de la semana tratando de enseñarle español,
explicándole como a los niños, con colores y figuras. Parecía que el animal le ponía
atención y que un día de esos regurgitaría alguna palabra. Una mañana, exhausta y rendida, decidió dejar al animal en la habitación mientras
se ocupaba de otras cosas; no había dado dos pasos cuando lo escuchó decir:
— ¡Que se vaya el viejo que me tiene harto!
Era
evidente que el ave prestaba más atención a las pláticas nocturnas de don José
con Amelia, las cuales ni siquiera se esforzaba ella por escuchar debido a que era lo mismo de siempre. Se
podría suponer que hablaba de don José, pues el odio entre ambos era recíproco —si es que esa ave podía sentir odio, o si sólo imitaba lo que el viejo sentía—.
Sin embargo, Amelia se apresuró a advertirle a Marcela, su hija, quien también lo
había escuchado, que no hablaba de don José, sino del Presidente. Y
cuando Amelia le preguntó que porque quería que se fuera el viejo que lo tenía harto, se
sorprendió de sobremanera al escuchar tremenda y tan bien articulada respuesta,
que más bien parecía una grabación de lo que don José había dicho
antes de dormirse.
Amelia
no permitió que su esposo llegara a escuchar lo que decía el perico, pues ella sabía lo que ocurriría si
pasaba eso. El perico era un espejo falso.
Durango, marzo de 2017
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