Por: Antonio G.
La última noche en que Jesús Tapia abrió los ojos, vio algo que le pareció increíble: un pino se elevaba a unos metros sobre su cabeza, flotando y girando sin preocupación en el cielo. La planta se hallaba en forma horizontal, como si después de pasar erguido muchos años, hubiera decidido acostarse en la nada a descansar; sus ramas se quebraban y las hojas se despedazaban con suma rapidez, como un diente de león siendo despojado del vilano, cuando el aire golpea con violencia en su superficie.
"The Burning of the Houses of Parliament". 1834, William Turner. |
La última noche en que Jesús Tapia abrió los ojos, vio algo que le pareció increíble: un pino se elevaba a unos metros sobre su cabeza, flotando y girando sin preocupación en el cielo. La planta se hallaba en forma horizontal, como si después de pasar erguido muchos años, hubiera decidido acostarse en la nada a descansar; sus ramas se quebraban y las hojas se despedazaban con suma rapidez, como un diente de león siendo despojado del vilano, cuando el aire golpea con violencia en su superficie.
Al principio, Jesús no escuchaba nada, sólo veía el espectáculo extraño que se desenvolvía encima de él. A través de las hojas del
árbol girante, alcanzaba a notar la luna llena y resplandeciente en el cielo
despojado de nubes y estrellas. Después de unos segundos de duda decidió
levantarse, y al hacerlo, las articulaciones de los miembros inferiores
comenzaron a dolerle. Otro espasmo le recorrió todo el cuerpo, se tocó la
frente con una de sus manos, al enfocarla vio la sangre en sus dedos. Pensó que
en los sueños también se podía sentir dolor, y la única manera de salir de
aquello que no se podía explicar por la lógica, era morir, para despertar.
Se sorprendió cuando una mano lo agarró. Pertenecía a una
mujer que tenía manchas negras y grises en el rostro, como de quien ha estado
bajo los escombros. Por la manera en que su boca se movía, parecía que gritaba
su nombre. Su pelo lacio y castaño, que le llegaba por debajo de los hombros,
se le movía fruto del fuerte viento que soplaba; le tapaba a ratos la mirada,
que lucía preocupada y afligida; sus ojos emanaban la tristeza de quien ve
sufrir al ser amado. Al regresar poco a poco el sentido de la audición, Jesús
se preguntó quién era aquella que, en efecto, gritaba su nombre, que le
preguntaba posteriormente si se encontraba bien, y que lo abrazaba después.
La mujer lo jaló, comenzando una carrera vehemente por la
ancha calle, cubierta de papeles, polvo y escombros. La cantidad de gente que
también corría a su alrededor, no era sencilla de contar, le pareció que eran miles;
casi todas tenían alguna herida que les teñía de rojo la cara, en sus rostros
también se palpaba la desolación y desesperanza. Jesús comenzó a sentir miedo,
sin saber con exactitud el porqué; pensó que esperaba morir con rapidez, para
despertar lleno de tranquilidad, en una cama. Estaba seguro que tenía una,
aunque no recordara dónde ni cómo era.
Un estruendo se escuchó por todo el cielo, y fue tan fuerte,
que Jesús no dudó que se hubiera oído en todo el mundo. Junto con el ruido
llegó una luz tan intensa, que la noche se hizo día, al menos unos segundos;
nadie pudo hacer más que protegerse la vista y, por instinto, encogerse y tomar
una postura fetal.
Volvió a abrir los ojos, sin soltar a la mujer, que se
encontraba delante de él y pegada a la pared de un alto edificio. Comenzó a
notar cómo la parte más alta de todos los inmuebles que se hallaban alrededor,
se despedazaban de manera similar al pino que se desquebrajaba en un principio.
Las estructuras se deshacían con la fragilidad de una flor que tira los pétalos
al marchitarse. Jesús tuvo que limpiarse los oídos antes de caer en cuenta de
que, en realidad, aquellos movimientos bruscos y ascensión de materiales al
cielo, no hacían absolutamente ningún ruido.
La mujer lo jaló de nuevo, al tiempo que todos reanudaban la
carrera anterior, en dirección a un lugar que él desconocía. Jesús corrió con
toda su alma y mientras lo hacía, miró a un hombre de no más de treinta años
que, con sorpresa y curiosidad, observaba de cerca una esfera café, no más
grande que una pelota de futbol, que flotaba a unos centímetros de su persona.
El individuo la tocó. Jesús, por una razón desconocida, quiso imitarlo, y
cuando la mujer se percató de aquello, le gritó con el miedo impregnado en la
voz, que no debía de hacerlo, pues ya sabían lo que pasaba. Pero Jesús no
sabía. Volvió a girar su mirada hacia el hombre y la esfera, vio entonces que
la esfera poseía la mitad del hombre, y el hombre ya no conservaba la cabeza ni
el pecho; se deshacía en el aire como ceniza que cae de la mano. Se descomponía
el individuo, como los edificios y los árboles. A la esfera poco le faltaba
para devorarlo, sin embargo al final terminó su cometido, tomando la forma de
una persona, ausente sólo de ojos y nariz.
Jesús gritó y su voz se unió al clamor de todas las
personas. Un segundo estruendo cubrió de nuevo la atmósfera, la luz fue más
clara que la primera vez, y después de un instante, cuando él y todos lograron
vencer el miedo, abrieron los ojos a la realidad.
Nubes grises y espesas cubrían la totalidad del cielo, sin
embargo, no fue la rapidez con que eso sucedió, lo que lo impresionó, sino los
miembros enormes que se veían por todas partes de la ciudad. No parecían humanos,
eran grises, gruesos, como patas de elefante; permanecían inmóviles, y no se
lograba ver más que eso. La barrera de nubarrones no permitía que se
identificara el torso de aquello que se encontraba pegado al suelo.
El pánico fue casi tangible en el grito que todos exhalaron.
La algazara se encontraba en uno de sus momentos cúspides. La mujer le dijo a
Jesús, con lágrimas en los ojos, que creía que era el fin de sus vidas, y que,
lo único que la hacía feliz en ese instante tan cercano a la muerte, era que
daría el siguiente paso al lado del amor de su vida. Él no hizo más que sonreír
y tratar de fingir lo que se suponía, tenía que sentir. Le dio un beso
apasionado en la boca y, antes de que por voluntad, terminaran aquello, los
miembros comenzaron a moverse. El ruido se hizo por fin presente, así como la
plena destrucción de todo lo que rodeaba y conocía Jesús.
En su sano juicio, seguía pensando que todo era obra de un
mal sueño. En el fondo, ansiaba su muerte porque aquello era, por mucho, la
peor pesadilla que había tenido en su corta vida. Y mientras esos pensamientos
acometían su cerebro, notó que ya no corría hacia enfrente, y que de hecho, ni
tan siquiera corría: ahora flotaba. No era la presencia de algo, lo que lo
elevaba al cielo, sino la ausencia de gravedad lo que lo hacía no poder
permanecer en el suelo.
La pareja observó que todo lo que estaba alrededor de ellos,
se elevaba hacia las nubes grises, que parecían más una pared de metal, que
simples gases flotando. Las personas se movían desesperadas, como si se
hallaran en plena convulsión, mientras seguían ascendiendo; Jesús y la mujer
permanecían agarrados, viéndose fijamente a los ojos, aceptando lo que les
deparaba.
Él notó que todo lo que alcanzaba el cielo, crujía; que las
personas atravesaban las nubes y después del mismo lugar caían chorros de
sangre espesa. Los gritos que llegaban de arriba, eran aún peores, que los que
provenían de abajo. Miró hacia el horizonte, donde una neblina poco espesa
comenzaba a avanzar. Observó un poco más, entonces lo vio: unas cosas que
parecían garras, de color negro, sobresalieron por un momento de la bruma que,
sin que nadie pudiera evitarlo, avanzaba segura hacia donde ellos se hallaban.
No se lo dijo a la mujer. Aquellos ganchos, que a veces se dejaban ver, tenían
la mitad de la altura que había entre el cielo y la tierra; Jesús pensó que,
eso que venía tras de ellos, era tan inmenso, que no había ya nada que pudiera
hacerse.
La garra tomó a cientos de personas que estaban en el aire,
y las hundió en la neblina. Hubo un instante de gritos y después no se oyó nada.
La mujer de Jesús quiso voltear, pero él le sujetó la cabeza, prohibiéndole el
movimiento; la besó con fuerza.
La última noche en que Jesús Tapia abrió los ojos, vio la
oscuridad, y supo que no era la noche, ni el final del sueño todavía, sino la
garra que lo apretujaba junto con otros cientos de cuerpos. Era la garra lo que
lo jalaba hacia la neblina, la garra lo que lo llevaba hacia las fauces que
emitían un gruñido descomunal, parecido al ruido de mil cuchillos paseando con
aspereza sobre la superficie de una enorme botella; la garra que estaba
despojada de nubes y estrellas. Jesús, en el último momento, cerró los ojos y
esperó despertar.
Qué padre está!
ResponderBorrarPues es un relato que te atrapa.
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