miércoles, 29 de junio de 2016

Literatura: La última noche de Jesús Tapia (cuento)

Por: Antonio G.


"The Burning of the Houses of Parliament". 1834, William Turner.


La última noche en que Jesús Tapia abrió los ojos, vio algo que le pareció increíble: un pino se elevaba a unos metros sobre su cabeza, flotando y girando sin preocupación en el cielo. La planta se hallaba en forma horizontal, como si después de pasar erguido muchos años, hubiera decidido acostarse en la nada a descansar; sus ramas se quebraban y las hojas se despedazaban con suma rapidez, como un diente de león siendo despojado del vilano, cuando el aire golpea con violencia en su superficie.
Al principio, Jesús no escuchaba nada, sólo veía el espectáculo extraño que se desenvolvía encima de él. A través de las hojas del árbol girante, alcanzaba a notar la luna llena y resplandeciente en el cielo despojado de nubes y estrellas. Después de unos segundos de duda decidió levantarse, y al hacerlo, las articulaciones de los miembros inferiores comenzaron a dolerle. Otro espasmo le recorrió todo el cuerpo, se tocó la frente con una de sus manos, al enfocarla vio la sangre en sus dedos. Pensó que en los sueños también se podía sentir dolor, y la única manera de salir de aquello que no se podía explicar por la lógica, era morir, para despertar.
Se sorprendió cuando una mano lo agarró. Pertenecía a una mujer que tenía manchas negras y grises en el rostro, como de quien ha estado bajo los escombros. Por la manera en que su boca se movía, parecía que gritaba su nombre. Su pelo lacio y castaño, que le llegaba por debajo de los hombros, se le movía fruto del fuerte viento que soplaba; le tapaba a ratos la mirada, que lucía preocupada y afligida; sus ojos emanaban la tristeza de quien ve sufrir al ser amado. Al regresar poco a poco el sentido de la audición, Jesús se preguntó quién era aquella que, en efecto, gritaba su nombre, que le preguntaba posteriormente si se encontraba bien, y que lo abrazaba después.
La mujer lo jaló, comenzando una carrera vehemente por la ancha calle, cubierta de papeles, polvo y escombros. La cantidad de gente que también corría a su alrededor, no era sencilla de contar, le pareció que eran miles; casi todas tenían alguna herida que les teñía de rojo la cara, en sus rostros también se palpaba la desolación y desesperanza. Jesús comenzó a sentir miedo, sin saber con exactitud el porqué; pensó que esperaba morir con rapidez, para despertar lleno de tranquilidad, en una cama. Estaba seguro que tenía una, aunque no recordara dónde ni cómo era.
Un estruendo se escuchó por todo el cielo, y fue tan fuerte, que Jesús no dudó que se hubiera oído en todo el mundo. Junto con el ruido llegó una luz tan intensa, que la noche se hizo día, al menos unos segundos; nadie pudo hacer más que protegerse la vista y, por instinto, encogerse y tomar una postura fetal.
Volvió a abrir los ojos, sin soltar a la mujer, que se encontraba delante de él y pegada a la pared de un alto edificio. Comenzó a notar cómo la parte más alta de todos los inmuebles que se hallaban alrededor, se despedazaban de manera similar al pino que se desquebrajaba en un principio. Las estructuras se deshacían con la fragilidad de una flor que tira los pétalos al marchitarse. Jesús tuvo que limpiarse los oídos antes de caer en cuenta de que, en realidad, aquellos movimientos bruscos y ascensión de materiales al cielo, no hacían absolutamente ningún ruido.
La mujer lo jaló de nuevo, al tiempo que todos reanudaban la carrera anterior, en dirección a un lugar que él desconocía. Jesús corrió con toda su alma y mientras lo hacía, miró a un hombre de no más de treinta años que, con sorpresa y curiosidad, observaba de cerca una esfera café, no más grande que una pelota de futbol, que flotaba a unos centímetros de su persona. El individuo la tocó. Jesús, por una razón desconocida, quiso imitarlo, y cuando la mujer se percató de aquello, le gritó con el miedo impregnado en la voz, que no debía de hacerlo, pues ya sabían lo que pasaba. Pero Jesús no sabía. Volvió a girar su mirada hacia el hombre y la esfera, vio entonces que la esfera poseía la mitad del hombre, y el hombre ya no conservaba la cabeza ni el pecho; se deshacía en el aire como ceniza que cae de la mano. Se descomponía el individuo, como los edificios y los árboles. A la esfera poco le faltaba para devorarlo, sin embargo al final terminó su cometido, tomando la forma de una persona, ausente sólo de ojos y nariz.
Jesús gritó y su voz se unió al clamor de todas las personas. Un segundo estruendo cubrió de nuevo la atmósfera, la luz fue más clara que la primera vez, y después de un instante, cuando él y todos lograron vencer el miedo, abrieron los ojos a la realidad.
Nubes grises y espesas cubrían la totalidad del cielo, sin embargo, no fue la rapidez con que eso sucedió, lo que lo impresionó, sino los miembros enormes que se veían por todas partes de la ciudad. No parecían humanos, eran grises, gruesos, como patas de elefante; permanecían inmóviles, y no se lograba ver más que eso. La barrera de nubarrones no permitía que se identificara el torso de aquello que se encontraba pegado al suelo.
El pánico fue casi tangible en el grito que todos exhalaron. La algazara se encontraba en uno de sus momentos cúspides. La mujer le dijo a Jesús, con lágrimas en los ojos, que creía que era el fin de sus vidas, y que, lo único que la hacía feliz en ese instante tan cercano a la muerte, era que daría el siguiente paso al lado del amor de su vida. Él no hizo más que sonreír y tratar de fingir lo que se suponía, tenía que sentir. Le dio un beso apasionado en la boca y, antes de que por voluntad, terminaran aquello, los miembros comenzaron a moverse. El ruido se hizo por fin presente, así como la plena destrucción de todo lo que rodeaba y conocía Jesús.
En su sano juicio, seguía pensando que todo era obra de un mal sueño. En el fondo, ansiaba su muerte porque aquello era, por mucho, la peor pesadilla que había tenido en su corta vida. Y mientras esos pensamientos acometían su cerebro, notó que ya no corría hacia enfrente, y que de hecho, ni tan siquiera corría: ahora flotaba. No era la presencia de algo, lo que lo elevaba al cielo, sino la ausencia de gravedad lo que lo hacía no poder permanecer en el suelo.
La pareja observó que todo lo que estaba alrededor de ellos, se elevaba hacia las nubes grises, que parecían más una pared de metal, que simples gases flotando. Las personas se movían desesperadas, como si se hallaran en plena convulsión, mientras seguían ascendiendo; Jesús y la mujer permanecían agarrados, viéndose fijamente a los ojos, aceptando lo que les deparaba.
Él notó que todo lo que alcanzaba el cielo, crujía; que las personas atravesaban las nubes y después del mismo lugar caían chorros de sangre espesa. Los gritos que llegaban de arriba, eran aún peores, que los que provenían de abajo. Miró hacia el horizonte, donde una neblina poco espesa comenzaba a avanzar. Observó un poco más, entonces lo vio: unas cosas que parecían garras, de color negro, sobresalieron por un momento de la bruma que, sin que nadie pudiera evitarlo, avanzaba segura hacia donde ellos se hallaban. No se lo dijo a la mujer. Aquellos ganchos, que a veces se dejaban ver, tenían la mitad de la altura que había entre el cielo y la tierra; Jesús pensó que, eso que venía tras de ellos, era tan inmenso, que no había ya nada que pudiera hacerse.
La garra tomó a cientos de personas que estaban en el aire, y las hundió en la neblina. Hubo un instante de gritos y después no se oyó nada. La mujer de Jesús quiso voltear, pero él le sujetó la cabeza, prohibiéndole el movimiento; la besó con fuerza.
La última noche en que Jesús Tapia abrió los ojos, vio la oscuridad, y supo que no era la noche, ni el final del sueño todavía, sino la garra que lo apretujaba junto con otros cientos de cuerpos. Era la garra lo que lo jalaba hacia la neblina, la garra lo que lo llevaba hacia las fauces que emitían un gruñido descomunal, parecido al ruido de mil cuchillos paseando con aspereza sobre la superficie de una enorme botella; la garra que estaba despojada de nubes y estrellas. Jesús, en el último momento, cerró los ojos y esperó despertar.


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