martes, 7 de junio de 2016

Literatura: La muerte en Las Dunas (cuento, segunda entrega)

Por: Karim Yaver


Primera entrega: http://tertulia-animal.blogspot.mx/2016/06/cuento-la-muerte-en-las-dunas-primera.html

Aquella mañana, en esa cafetería en medio de la nada, no había sido nada más que una mañana cualquiera, una jornada calurosa del primer turno, completamente típica —es decir, «completamente trivial»—, para Lucy. El menú del día incluía siempre insultos, palabrotas, manos largas de camioneros burdos, órdenes groseras, miradas lascivas y ruidos grotescos de dientes y mandíbulas masticando torpemente sus desayunos. Aquella mañana no había sido nada más que una mañana cualquiera para la joven y bella Lucy, la camarera desafortunada e infeliz de esta historia, y la primera en la única cafetería en el camino a Las Dunas.
A pesar de la hora —tal vez las siete u ocho— ya el calor seco y sofocante del desierto se hacía notar al recorrer, con un dejo de picardía, en forma de sudor, la frente y el pecho ligeramente descubierto de la bella camarera. Era regla general de la casa el que las trabajadoras revelaran sus atributos portando un escote provocador; regla inútil, además de estúpida, pues, como ya se mencionó, era aquélla la única cafetería en el camino al pueblo, y, por tanto, parada casi obligatoria para cualquier camionero. Así que no existía la competencia, y las azoteas de los pechos descubiertos de las camareras eran sólo un afortunado accidente para los vulgares choferes y para los asiduos comensales provenientes del pueblo.
Cerca de las nueve, y aún bajo los abrasadores destellos del sol matutino, un par de caballeros ingresaron a la cafetería, sin mucho discurso, con las miradas perdidas y las caras largas. El primero de ellos, un joven delgado, pálido, de cabello negro y estatura promedio, caminaba derecho y bien erguido, sin mirar a nadie en absoluto. Mantenía la vista fija al frente. El segundo, detrás de él, uniformado, alto, bronceado y fornido. Sus ojos, sólidos en la misma dirección. Lucy reconoció al segundo: oficial de caminos, acostumbraba desayunar allí mismo con su compañero, un tanto mayor. Pero ésta no fue la única razón por la que sobresalió para ella. A los pocos años de abandonar la escuela para comenzar a trabajar en la cafetería (alguien debía hacerse cargo de su madre enferma), las balas del arma, de esa arma que colgaba aún del cinturón del oficial, habían escrito con plomo un doloroso capítulo en su vida. Pero a eso volveremos más adelante.
Ambos hombres permanecieron en la entrada por cerca de un minuto. Entretanto, Lucy servía a un mal encarado camionero el desayuno del día, sin dedicarle demasiada atención, pues estaba ésta concentrada en aquellos dos.
—¿En qué les puedo servir? —les preguntó Samantha, la chica nueva, quien, a pesar de iniciar su turno a la misma hora que Lucy, solía entrar bastante tarde, pues las noches en el club se le alargaban normalmente a algún motel, a alguna cabina de tráiler, o a la oficina del dueño de la cafetería.
La joven les ofrecía sus servicios con cordialidad, pero también con descuido, pues seguía acomodando con una calma imprudente el gafete sobre su pecho izquierdo. A pesar de su amabilidad y de sus atractivos aparentemente inocentes (esa inocencia dulce y provocadora de las chicas pueblerinas), ninguno de ellos contestó.
Lucy observaba siempre con cierto recelo el proceder de Samantha, pues nunca le agradó que una chica de dudosa proveniencia llegase a ocupar el lugar dejado por Rosy, aquella vieja matrona de las camareras que ofreció sus servicios por cerca de treinta años ininterrumpidos, hasta que un infarto al miocardio apagó sus ímpetus, ya hacía tiempo menguantes. Pero en ese recelo suyo se entreveía una pizca de envidia, pues, aunque Lucy era una joven muy atractiva, no poseía las habilidades seductoras de Samantha, cualidades que por cierto le brindaban algo más que las miradas de los clientes: a pesar de trabajar menos horas que Lucy, sus propinas eran siempre mayores.
Sumándose a todo esto, había una razón más profunda y compleja para que secretamente Lucy odiase a Samantha —quien, por cierto, siempre se había mostrado amigable con ella—, y era el hecho de que fue justamente por una mujer de habilidades seductoras semejantes que su padre las abandonó a ella y a su madre. Pero ésa, esa historia terminó varios años atrás, con el robo a la licorería, donde un joven oficial mató a su primer criminal: un viejo lobo borracho que abandonó a su familia por una ramera que al poco tiempo lo abandonó a él. Ahora, ese oficial, no tan joven ya, aunque sí mucho más golpeado por el sol, se encontraba en la entrada de la cafetería, acompañado por un extraño delgado de aspecto desconcertante. Su mirada era muy distinta a la que le había notado Lucy aquel funesto día, pues los ojos del oficial reflejaron en esa ocasión una sombra de arrepentimiento en sus lágrimas contenidas, mientras que ahora la sombra que los recubría era de muerte, y es que sus ojos estaban secos, tanto como el mismo desierto del que escapaban todos al interior de la cafetería. Al corazón de Lucy lo iba cubriendo de a poco esa misma sombra, mientras palpitaba violentamente.

La tormenta de arena había parado desde las primeras horas del alba, si bien el desértico calor de la carretera permanecía y aumentaba. A unos pocos kilómetros de la cafetería, un auto volcado y dos cadáveres se perdían bajo la arena, calcinados. En la barra, el corazón de una joven camarera perdía el equilibrio sobre esa cuerda floja que por un lado le deparaba una taquicardia y, por el otro, el paro total. Mientras, en la entrada, otra camarera, más joven aún, sin bragas bajo su entallado uniforme de algodón, atendía con amabilidad a dos hombres. Uno de ellos era un oficial de policía, familiar para algunos de los presentes; el otro, un simple ignoto. El ignoto actuó primero.
—¡Diablo! —gritó atemorizado un viejo que desayunaba a unas mesas de la entrada.
El anciano había observado, silencioso, paralizado primero, cómo una gota tras otra de sangre resbalaba de la mano derecha del desconocido y se despeñaba enrojeciendo el suelo blanco, para después dejar caer, él mismo, de la suya, el tenedor aún con comida, justo en el instante en que la del hombre se alzaba para clavar algo en el cuello de Samantha. Las gotas de sangre se convirtieron en chorros, y el silencio del viejo en un grito. Por un segundo, el corazón de Lucy se inclinó hacia la decisión más obvia, el paro total, para reaccionar después con mayor fuerza, reanimado por el sonido hueco y eléctrico de la bala de ese revolver que ya antes había encaminado a la muerte a su propio padre, y que ahora hacía caer al viejo al suelo. El proyectil entró por su frente, atravesando su cráneo y sus sesos, así como había atravesado los del padre de Lucy.
Tras el estruendo de la primera bala, el dueño de la cafetería salió apresurado de su diminuta oficina a un lado de la cocina, para encontrarse con el estruendo de una segunda, de una tercera y de una cuarta (dos en su pecho, otra en su estómago). Cayó hacia atrás, golpeando la puerta que acababa de abrir con todo su peso, para terminar derribado sobre el piso sucio del interior, justo a un lado de las húmedas bragas extraviadas de Samantha, quien agonizaba en la entrada, con un pedazo de afilado cristal clavado en su cuello, perdiendo sangre a un ritmo acelerado.
Bastaron no más de tres minutos para que el oficial y el joven asesinaran a cada uno de los sorprendidos comensales, camioneros y trabajadores. A todos, excepto a uno: Lucy. Al ver derribado a su patrón y al inhalar el humor emanado por la sangre cálida de Samantha y del viejo sobre el piso, perdió el conocimiento y cayó detrás de la barra. No recuperó la conciencia sino hasta varios minutos después. Los asesinos la debieron dar por muerta, pues en la detonación de sus disparos no siguieron ningún orden que les haya permitido dar por contados sus aciertos. O tal vez no tuvieron nunca razón de ella. Como sea, durante ese tiempo, inconsciente bajo la barra, derribada ante el terror, un eco extraño permaneció retumbando en su pensamiento sesgado, «¡Diablo!», a la vez que el bullicio causado por los disparos y los gritos consumía los segundos en las paredes de la cafetería. En esa palabra se fundía un sentido lógico, pues, ¿qué más lo podría explicar?
Los balazos y las voces, las respiraciones, cesaron. La campana sobre la puerta de entrada sonó un par de veces. Los asesinos se habían retirado, y Lucy permanecía desmayada sobre el piso.
En algún momento entre los veinte y los treinta minutos después de haber perdido el conocimiento, ella despertó. Lágrimas amargas corrieron de inmediato por sus mejillas, al recobrar la conciencia e intentar entender lo sucedido. Un sollozo pausado se escapó de su interior.
El silencio mandaba, y la ausencia de los asesinos —y de los asesinados— se convertía en una compañía sediciosa. Lo sabía ahora, sin embargo: era sólo ella y la ausencia, pues la misma muerte había abandonado el lugar junto a aquellos dos hombres. Y así, como le fue posible, tras limpiar el exceso de humedad en sus ojos, y con gran esfuerzo, se levantó, apoyándose en la orilla de la barra. Jamás habría imaginado la cantidad de sangre que pueden guardar doce cuerpos humanos.
La tormenta de arena había parado definitivamente, y en aquella cafetería confinada y solitaria en medio de la nada, en ese camino único al pequeño poblado de Las Dunas, otra mirada se veía consumida por el horror, por el miedo, por la eterna mancha negra de la muerte. La joven Lucy, poseída por el mismo espectro que había acabado con las vidas de todos en la cafetería, registró las ropas del viejo (el de la frente perforada) tendido sobre el piso, y tomó las llaves de su camioneta.
La campana de la puerta sonó una vez más. Sus ojos, al igual que los de aquellos hombres, se habían secado por completo, y el ruido del motor del vehículo del anciano, al encenderse, se adhería al silencio que la desgracia había dejado tras de sí.

* * *

La matanza en la cafetería ha quedado atrás. Jean y el oficial, una vez fuera, subieron a la patrulla y siguieron su camino rumbo al poblado de Las Dunas. Unos minutos después, Lucy, quien de alguna manera parecía conocer sus planes, tomó la misma carretera hacia el pueblo, a bordo de la vieja pick-up color arena (era casi ridículo verla andar en el desierto, camuflándose a la perfección, confundiéndose con el polvo del árido horizonte).
Los acontecimientos, a partir de este momento, se sucedieron simultáneos en el extraño transcurrir del tiempo (ese tiempo venenoso del desierto, ponzoñoso como el jugo de la cascabel) de la siguiente manera: Lucy en la camioneta, manejando, dirigiéndose al pueblo; Jean y el oficial ya en Las Dunas, asesinando; Lucy en una estación de servicio —la pick-up se quedaba sin combustible—; Jean y el oficial se separan; continúan matando (el pueblo era pequeño, las calles largas y anchas: aquello era una cacería). Lucy asesina al encargado de la estación de servicio con el arma que éste no alcanza a tomar de detrás del mostrador (el hombre organizaba unos estantes en el primer pasillo cuando la joven camarera, sigilosa, entró y tomó la escopeta: buscó, apuntó y disparó). Lucy encuentra más municiones y las guarda en su delantal; sube a su vehículo, llevando la escopeta consigo. De nuevo en camino a Las Dunas.
El cielo lucía despejado por primera vez en días, la arena, como el Señor lo ha mandado, permanecía en los suelos (si no contamos aquellos granos rebeldes que por la incitación del viento se elevaban algunos centímetros), y el calor, el seco bochorno del clima árido justo por encima del trópico de Cáncer, al sentirse libre del aprisionamiento de la arena revoltosa, asediaba y sofocaba a todo aquél que se encontrase bajo su influjo. La naturaleza mórbida y ponzoñosa, y el ambiente que circundaban a Las Dunas, eran idóneos como escenario ante la ruina que cubría ya a los habitantes del pueblo. Y sus propias sangres, vertidas sobre la sequedad polvorienta de los suelos, matizaban con delicadeza cada detalle de esta obra macabra.
Fue alrededor de las once de la mañana, con el sol situado justo sobre sus cabezas, solitario en el profundo y despejado azul del cielo, que Lucy arribó al pequeño poblado de Las Dunas. Para esa hora, más de la mitad de los habitantes habían sido asesinados por Jean y el oficial, y la cacería continuaba. La comisaría, la taberna, el banco, y algunos otros establecimientos, habían sido azotados por el mazo férreo de la muerte. No había ya nadie para defender sus vidas, y los asesinos cargaban con municiones suficientes para acabar cinco veces con cada uno.
Lucy bajó de la camioneta, cargó con sus pequeñas manos la gran escopeta y comenzó a caminar. Sus diminutos pasos llevaban una dirección fija, los atraía el agudo aullido de súplica o dolor de algún desafortunado, y el seco y hondo estallido de las balas a lo lejos.
A pocas calles, se encontró con el joven oficial. Estaba éste de espaldas a ella y no fue capaz de apercibir su presencia. La joven camarera sólo necesitaba apuntar y jalar el gatillo, pues había cargado ya la escopeta antes de abandonar la pick-up. Así que apuntó, respiró y, mientras exhalaba su boca seca un aire caliente, su dedo se contrajo y accionó el arma. El vapor de su aliento no era todavía uno con el viento muerto del pueblo, cuando ya el proyectil de la escopeta hacía explotar la cabeza del oficial. Cayó primero su arma, después su cuerpo, comenzando por las rodillas, para finalmente fundirse entero sobre el polvo del suelo yermo.
A dos calles de ahí, los resabios del estallido de la escopeta de Lucy, a través del viento, alcanzaron los oídos de Jean. El joven giró instantáneamente y apresuró su paso rumbo al sitio del que provenía la detonación. Ella cargó el arma y se mantuvo en pie, con la escopeta en sus manos y lista para exhalar el plomo, pues sabía ya que Jean se aproximaba. La escopeta apuntaba ya, y apuntaba directamente a su rostro. Él, inmutable aún, caminó unos pasos más hacia ella, precavidamente, hasta detenerse. Lucy permanecía firme a unos cinco metros, apuntando, y el cadáver del oficial detrás de ella, empolvado, yacía tendido a unos pasos. Jean dejó caer su arma. Miró fijo al rostro de la camarera, fijo a su propia mirada reflejada en ella, plasmada en la de ella.
—Diablo —susurró él.
Lucy jaló el gatillo y la bala se impactó justo en medio de los ojos del joven. Jean cayó hacia atrás. Murió al instante.
Entonces, Lucy soltó su arma, y caminó con lentitud hacia el cuerpo del hombre al que acababa de matar. Una vez a su lado, tomó ella el revólver al que él mismo había renunciado. Colocó el cañón en su propia boca y tiró del gatillo por última vez.

El eco de ese último impacto despertó al hombre que cabeceaba al volante de su auto, en la carretera estatal. Pero el impacto tal vez provino del escape. El camino estaba libre, la tormenta de arena continuaba y la madrugada era profundamente negra; aquellos destellos violáceos del amanecer aún no se mostraban con claridad en el horizonte.
Miró el retrovisor, intentando despabilarse, y se sorprendió al ver en el espejo sus ojos azules. Por sorprendente que pueda parecer, no recordaba que fueran de ese color. En ese momento, antes de que pudiera sacudirse de encima la confusión, con su vista fija aún en sí misma, una luz resplandeciente y amarillenta cubrió su deportivo y su rostro adormilado. La luz provenía de un bólido V8.
El hombre de los ojos azules dirigió su atención hacia el camino. Tocó desesperado el claxon y elevó la intensidad de las luces de su auto, pues el V8 se aproximaba de frente: había invadido su carril y zigzagueaba con torpeza. El conductor del bólido no respondía y el temor consumía al hombre que en su reciente sueño había conocido un miedo semejante. Como en ese sueño, avistó el rostro de la muerte, y el rostro que las luces de su deportivo iluminaban, adormecido en el auto que se aproximaba a toda velocidad, en su mismo carril. Ese rostro era el suyo, su mismo rostro en ese sueño, el rostro de Jean, pero no en esta realidad. Lo comprendió entonces: fue él siempre el condenado a la hoguera, el hombre de los ojos azules que ardería incrustado en su auto tras el accidente, y Jean, el adormecido conductor del V8 azul marino frente a él, aún no había sido devorado por el resplandor demente que emitirían las llamas que su propia carne alimentaría.
I put a spell on you…
El hombre de los ojos azules, solo ante la duda, ante la sombra, giró con fuerza, violentamente, el volante de su auto deportivo. Se salió del camino, se volcó sobre la arena y comenzó entonces a arder en el desierto, consumido desde siempre por las llamas feroces de una nada irremediable que le regaló sus últimos instantes en un sueño que ya no viviría.
…because you’re mine.

4 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho, felicidades Karim

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    1. Hey, muchas gracias. Es un cuento viejito, de mis primeros, aunque "remasterizado", por decirlo de alguna forma, si bien no quise modificarlo demasiado para mantener su esencia. Qué bien que te gustara. Saludos.

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  2. Jajaja, muchas gracias, Alejandra, espero que lo hayas disfrutado.

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