Por: Karim Yaver
Primera entrega: http://tertulia-animal.blogspot.mx/2016/06/cuento-la-muerte-en-las-dunas-primera.html
Aquella mañana, en esa cafetería en medio de la nada, no había sido nada más que una mañana cualquiera, una jornada calurosa del primer turno, completamente típica —es decir, «completamente trivial»—, para Lucy. El menú del día incluía siempre insultos, palabrotas, manos largas de camioneros burdos, órdenes groseras, miradas lascivas y ruidos grotescos de dientes y mandíbulas masticando torpemente sus desayunos. Aquella mañana no había sido nada más que una mañana cualquiera para la joven y bella Lucy, la camarera desafortunada e infeliz de esta historia, y la primera en la única cafetería en el camino a Las Dunas.
Aquella mañana, en esa cafetería en medio de la nada, no había sido nada más que una mañana cualquiera, una jornada calurosa del primer turno, completamente típica —es decir, «completamente trivial»—, para Lucy. El menú del día incluía siempre insultos, palabrotas, manos largas de camioneros burdos, órdenes groseras, miradas lascivas y ruidos grotescos de dientes y mandíbulas masticando torpemente sus desayunos. Aquella mañana no había sido nada más que una mañana cualquiera para la joven y bella Lucy, la camarera desafortunada e infeliz de esta historia, y la primera en la única cafetería en el camino a Las Dunas.
A pesar de la hora —tal vez las siete u ocho— ya el calor
seco y sofocante del desierto se hacía notar al recorrer, con un dejo de
picardía, en forma de sudor, la frente y el pecho ligeramente descubierto de la
bella camarera. Era regla general de la casa el que las trabajadoras revelaran
sus atributos portando un escote provocador; regla inútil, además de estúpida,
pues, como ya se mencionó, era aquélla la única cafetería en el camino al
pueblo, y, por tanto, parada casi obligatoria para cualquier camionero. Así que
no existía la competencia, y las azoteas de los pechos descubiertos de las
camareras eran sólo un afortunado accidente para los vulgares choferes y para
los asiduos comensales provenientes del pueblo.
Cerca de las nueve, y aún bajo los abrasadores destellos del
sol matutino, un par de caballeros ingresaron a la cafetería, sin mucho
discurso, con las miradas perdidas y las caras largas. El primero de ellos, un
joven delgado, pálido, de cabello negro y estatura promedio, caminaba derecho y
bien erguido, sin mirar a nadie en absoluto. Mantenía la vista fija al frente.
El segundo, detrás de él, uniformado, alto, bronceado y fornido. Sus ojos, sólidos
en la misma dirección. Lucy reconoció al segundo: oficial de caminos, acostumbraba
desayunar allí mismo con su compañero, un tanto mayor. Pero ésta no fue la
única razón por la que sobresalió para ella. A los pocos años de abandonar la
escuela para comenzar a trabajar en la cafetería (alguien debía hacerse cargo
de su madre enferma), las balas del arma, de esa arma que colgaba aún del
cinturón del oficial, habían escrito con plomo un doloroso capítulo en su vida.
Pero a eso volveremos más adelante.
Ambos hombres permanecieron en la entrada por cerca de un
minuto. Entretanto, Lucy servía a un mal encarado camionero el desayuno del
día, sin dedicarle demasiada atención, pues estaba ésta concentrada en aquellos
dos.
—¿En qué les puedo servir? —les preguntó Samantha, la chica
nueva, quien, a pesar de iniciar su turno a la misma hora que Lucy, solía
entrar bastante tarde, pues las noches en el club se le alargaban normalmente a
algún motel, a alguna cabina de tráiler, o a la oficina del dueño de la
cafetería.
La joven les ofrecía sus servicios con cordialidad, pero
también con descuido, pues seguía acomodando con una calma imprudente el gafete
sobre su pecho izquierdo. A pesar de su amabilidad y de sus atractivos
aparentemente inocentes (esa inocencia dulce y provocadora de las chicas
pueblerinas), ninguno de ellos contestó.
Lucy observaba siempre con cierto recelo el proceder de
Samantha, pues nunca le agradó que una chica de dudosa proveniencia llegase a
ocupar el lugar dejado por Rosy, aquella vieja matrona de las camareras que
ofreció sus servicios por cerca de treinta años ininterrumpidos, hasta que un
infarto al miocardio apagó sus ímpetus, ya hacía tiempo menguantes. Pero en ese
recelo suyo se entreveía una pizca de envidia, pues, aunque Lucy era una joven muy
atractiva, no poseía las habilidades seductoras de Samantha, cualidades que por
cierto le brindaban algo más que las miradas de los clientes: a pesar de
trabajar menos horas que Lucy, sus propinas eran siempre mayores.
Sumándose a todo esto, había una razón más profunda y
compleja para que secretamente Lucy odiase a Samantha —quien, por cierto,
siempre se había mostrado amigable con ella—, y era el hecho de que fue
justamente por una mujer de habilidades seductoras semejantes que su padre las
abandonó a ella y a su madre. Pero ésa, esa historia terminó varios años atrás,
con el robo a la licorería, donde un joven oficial mató a su primer criminal:
un viejo lobo borracho que abandonó a su familia por una ramera que al poco
tiempo lo abandonó a él. Ahora, ese oficial, no tan joven ya, aunque sí mucho
más golpeado por el sol, se encontraba en la entrada de la cafetería,
acompañado por un extraño delgado de aspecto desconcertante. Su mirada era muy
distinta a la que le había notado Lucy aquel funesto día, pues los ojos del
oficial reflejaron en esa ocasión una sombra de arrepentimiento en sus lágrimas
contenidas, mientras que ahora la sombra que los recubría era de muerte, y es
que sus ojos estaban secos, tanto como el mismo desierto del que escapaban
todos al interior de la cafetería. Al corazón de Lucy lo iba cubriendo de a
poco esa misma sombra, mientras palpitaba violentamente.
La
tormenta de arena había parado desde las primeras horas del alba, si bien el
desértico calor de la carretera permanecía y aumentaba. A unos pocos kilómetros
de la cafetería, un auto volcado y dos cadáveres se perdían bajo la arena,
calcinados. En la barra, el corazón de una joven camarera perdía el equilibrio sobre
esa cuerda floja que por un lado le deparaba una taquicardia y, por el otro, el
paro total. Mientras, en la entrada, otra camarera, más joven aún, sin bragas
bajo su entallado uniforme de algodón, atendía con amabilidad a dos hombres.
Uno de ellos era un oficial de policía, familiar para algunos de los presentes;
el otro, un simple ignoto. El ignoto actuó primero.
—¡Diablo! —gritó atemorizado un viejo que desayunaba a unas
mesas de la entrada.
El anciano había observado, silencioso, paralizado primero,
cómo una gota tras otra de sangre resbalaba de la mano derecha del desconocido
y se despeñaba enrojeciendo el suelo blanco, para después dejar caer, él mismo,
de la suya, el tenedor aún con comida, justo en el instante en que la del hombre
se alzaba para clavar algo en el cuello de Samantha. Las gotas de sangre se
convirtieron en chorros, y el silencio del viejo en un grito. Por un segundo,
el corazón de Lucy se inclinó hacia la decisión más obvia, el paro total, para
reaccionar después con mayor fuerza, reanimado por el sonido hueco y eléctrico
de la bala de ese revolver que ya antes había encaminado a la muerte a su
propio padre, y que ahora hacía caer al viejo al suelo. El proyectil entró por
su frente, atravesando su cráneo y sus sesos, así como había atravesado los del
padre de Lucy.
Tras el estruendo de la primera bala, el dueño de la
cafetería salió apresurado de su diminuta oficina a un lado de la cocina, para
encontrarse con el estruendo de una segunda, de una tercera y de una cuarta
(dos en su pecho, otra en su estómago). Cayó hacia atrás, golpeando la puerta
que acababa de abrir con todo su peso, para terminar derribado sobre el piso
sucio del interior, justo a un lado de las húmedas bragas extraviadas de
Samantha, quien agonizaba en la entrada, con un pedazo de afilado cristal
clavado en su cuello, perdiendo sangre a un ritmo acelerado.
Bastaron no más de tres minutos para que el oficial y el
joven asesinaran a cada uno de los sorprendidos comensales, camioneros y trabajadores.
A todos, excepto a uno: Lucy. Al ver derribado a su patrón y al inhalar el
humor emanado por la sangre cálida de Samantha y del viejo sobre el piso,
perdió el conocimiento y cayó detrás de la barra. No recuperó la conciencia
sino hasta varios minutos después. Los asesinos la debieron dar por muerta,
pues en la detonación de sus disparos no siguieron ningún orden que les haya
permitido dar por contados sus aciertos. O tal vez no tuvieron nunca razón de
ella. Como sea, durante ese tiempo, inconsciente bajo la barra, derribada ante
el terror, un eco extraño permaneció retumbando en su pensamiento sesgado,
«¡Diablo!», a la vez que el bullicio causado por los disparos y los gritos
consumía los segundos en las paredes de la cafetería. En esa palabra se fundía
un sentido lógico, pues, ¿qué más lo podría explicar?
Los balazos y las voces, las respiraciones, cesaron. La
campana sobre la puerta de entrada sonó un par de veces. Los asesinos se habían
retirado, y Lucy permanecía desmayada sobre el piso.
En algún momento entre los veinte y los treinta minutos
después de haber perdido el conocimiento, ella despertó. Lágrimas amargas
corrieron de inmediato por sus mejillas, al recobrar la conciencia e intentar
entender lo sucedido. Un sollozo pausado se escapó de su interior.
El silencio mandaba, y la ausencia de los asesinos —y de los
asesinados— se convertía en una compañía sediciosa. Lo sabía ahora, sin
embargo: era sólo ella y la ausencia, pues la misma muerte había abandonado el
lugar junto a aquellos dos hombres. Y así, como le fue posible, tras limpiar el
exceso de humedad en sus ojos, y con gran esfuerzo, se levantó, apoyándose en
la orilla de la barra. Jamás habría imaginado la cantidad de sangre que pueden
guardar doce cuerpos humanos.
La tormenta de arena había parado definitivamente, y en
aquella cafetería confinada y solitaria en medio de la nada, en ese camino
único al pequeño poblado de Las Dunas, otra mirada se veía consumida por el
horror, por el miedo, por la eterna mancha negra de la muerte. La joven Lucy,
poseída por el mismo espectro que había acabado con las vidas de todos en la
cafetería, registró las ropas del viejo (el de la frente perforada) tendido
sobre el piso, y tomó las llaves de su camioneta.
La campana de la puerta sonó una vez más. Sus ojos, al igual
que los de aquellos hombres, se habían secado por completo, y el ruido del
motor del vehículo del anciano, al encenderse, se adhería al silencio que la
desgracia había dejado tras de sí.
* * *
La
matanza en la cafetería ha quedado atrás. Jean y el oficial, una vez fuera,
subieron a la patrulla y siguieron su camino rumbo al poblado de Las Dunas. Unos
minutos después, Lucy, quien de alguna manera parecía conocer sus planes, tomó
la misma carretera hacia el pueblo, a bordo de la vieja pick-up color arena (era casi ridículo verla andar en el desierto,
camuflándose a la perfección, confundiéndose con el polvo del árido horizonte).
Los acontecimientos, a partir de este momento, se sucedieron
simultáneos en el extraño transcurrir del tiempo (ese tiempo venenoso del
desierto, ponzoñoso como el jugo de la cascabel) de la siguiente manera: Lucy
en la camioneta, manejando, dirigiéndose al pueblo; Jean y el oficial ya en Las
Dunas, asesinando; Lucy en una estación de servicio —la pick-up se quedaba sin combustible—; Jean y el oficial se separan;
continúan matando (el pueblo era pequeño, las calles largas y anchas: aquello
era una cacería). Lucy asesina al encargado de la estación de servicio con el
arma que éste no alcanza a tomar de detrás del mostrador (el hombre organizaba
unos estantes en el primer pasillo cuando la joven camarera, sigilosa, entró y
tomó la escopeta: buscó, apuntó y disparó). Lucy encuentra más municiones y las
guarda en su delantal; sube a su vehículo, llevando la escopeta consigo. De
nuevo en camino a Las Dunas.
El cielo lucía despejado por primera vez en días, la arena,
como el Señor lo ha mandado, permanecía en los suelos (si no contamos aquellos
granos rebeldes que por la incitación del viento se elevaban algunos
centímetros), y el calor, el seco bochorno del clima árido justo por encima del
trópico de Cáncer, al sentirse libre del aprisionamiento de la arena revoltosa,
asediaba y sofocaba a todo aquél que se encontrase bajo su influjo. La
naturaleza mórbida y ponzoñosa, y el ambiente que circundaban a Las Dunas, eran
idóneos como escenario ante la ruina que cubría ya a los habitantes del pueblo.
Y sus propias sangres, vertidas sobre la sequedad polvorienta de los suelos,
matizaban con delicadeza cada detalle de esta obra macabra.
Fue alrededor de las once de la mañana, con el sol situado
justo sobre sus cabezas, solitario en el profundo y despejado azul del cielo,
que Lucy arribó al pequeño poblado de Las Dunas. Para esa hora, más de la mitad
de los habitantes habían sido asesinados por Jean y el oficial, y la cacería
continuaba. La comisaría, la taberna, el banco, y algunos otros
establecimientos, habían sido azotados por el mazo férreo de la muerte. No
había ya nadie para defender sus vidas, y los asesinos cargaban con municiones
suficientes para acabar cinco veces con cada uno.
Lucy bajó de la camioneta, cargó con sus pequeñas manos la
gran escopeta y comenzó a caminar. Sus diminutos pasos llevaban una dirección
fija, los atraía el agudo aullido de súplica o dolor de algún desafortunado, y
el seco y hondo estallido de las balas a lo lejos.
A pocas calles, se encontró con el joven oficial. Estaba
éste de espaldas a ella y no fue capaz de apercibir su presencia. La joven
camarera sólo necesitaba apuntar y jalar el gatillo, pues había cargado ya la
escopeta antes de abandonar la pick-up.
Así que apuntó, respiró y, mientras exhalaba su boca seca un aire caliente, su
dedo se contrajo y accionó el arma. El vapor de su aliento no era todavía uno
con el viento muerto del pueblo, cuando ya el proyectil de la escopeta hacía
explotar la cabeza del oficial. Cayó primero su arma, después su cuerpo,
comenzando por las rodillas, para finalmente fundirse entero sobre el polvo del
suelo yermo.
A dos calles de ahí, los resabios del estallido de la
escopeta de Lucy, a través del viento, alcanzaron los oídos de Jean. El joven
giró instantáneamente y apresuró su paso rumbo al sitio del que provenía la
detonación. Ella cargó el arma y se mantuvo en pie, con la escopeta en sus
manos y lista para exhalar el plomo, pues sabía ya que Jean se aproximaba. La
escopeta apuntaba ya, y apuntaba directamente a su rostro. Él, inmutable aún,
caminó unos pasos más hacia ella, precavidamente, hasta detenerse. Lucy permanecía
firme a unos cinco metros, apuntando, y el cadáver del oficial detrás de ella,
empolvado, yacía tendido a unos pasos. Jean dejó caer su arma. Miró fijo al
rostro de la camarera, fijo a su propia mirada reflejada en ella, plasmada en
la de ella.
—Diablo —susurró él.
Lucy jaló el gatillo y la bala se impactó justo en medio de
los ojos del joven. Jean cayó hacia atrás. Murió al instante.
Entonces, Lucy soltó su arma, y caminó con lentitud hacia el
cuerpo del hombre al que acababa de matar. Una vez a su lado, tomó ella el
revólver al que él mismo había renunciado. Colocó el cañón en su propia boca y
tiró del gatillo por última vez.
El
eco de ese último impacto despertó al hombre que cabeceaba al volante de su
auto, en la carretera estatal. Pero el impacto tal vez provino del escape. El
camino estaba libre, la tormenta de arena continuaba y la madrugada era
profundamente negra; aquellos destellos violáceos del amanecer aún no se
mostraban con claridad en el horizonte.
Miró el retrovisor, intentando despabilarse, y se sorprendió
al ver en el espejo sus ojos azules. Por sorprendente que pueda parecer, no
recordaba que fueran de ese color. En ese momento, antes de que pudiera
sacudirse de encima la confusión, con su vista fija aún en sí misma, una luz
resplandeciente y amarillenta cubrió su deportivo y su rostro adormilado. La
luz provenía de un bólido V8.
El hombre de los ojos azules dirigió su atención hacia el
camino. Tocó desesperado el claxon y elevó la intensidad de las luces de su
auto, pues el V8 se aproximaba de
frente: había invadido su carril y zigzagueaba con torpeza. El conductor del
bólido no respondía y el temor consumía al hombre que en su reciente sueño
había conocido un miedo semejante. Como en ese sueño, avistó el rostro de la
muerte, y el rostro que las luces de su deportivo iluminaban, adormecido en el
auto que se aproximaba a toda velocidad, en su mismo carril. Ese rostro era el
suyo, su mismo rostro en ese sueño,
el rostro de Jean, pero no en esta
realidad. Lo comprendió entonces: fue él siempre el condenado a la hoguera, el
hombre de los ojos azules que ardería incrustado en su auto tras el accidente,
y Jean, el adormecido conductor del V8
azul marino frente a él, aún no había sido devorado por el resplandor demente
que emitirían las llamas que su propia carne alimentaría.
I put a spell on you…
El hombre de los ojos azules, solo ante la duda, ante la
sombra, giró con fuerza, violentamente, el volante de su auto deportivo. Se
salió del camino, se volcó sobre la arena y comenzó entonces a arder en el
desierto, consumido desde siempre por las llamas feroces de una nada
irremediable que le regaló sus últimos instantes en un sueño que ya no viviría.
…because you’re mine.
Me ha gustado mucho, felicidades Karim
ResponderBorrarHey, muchas gracias. Es un cuento viejito, de mis primeros, aunque "remasterizado", por decirlo de alguna forma, si bien no quise modificarlo demasiado para mantener su esencia. Qué bien que te gustara. Saludos.
Borrar#teamKarimfansclub
ResponderBorrarJajaja, muchas gracias, Alejandra, espero que lo hayas disfrutado.
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