lunes, 28 de noviembre de 2016

¿Carlos Fuentes o Charlie Font? (o el pretexto para una traducción)

Por: Matheus Kar



Portada de Luna Park, de Luis Cardoza y Aragón (poeta guatemalteco).



La zona 1 de la Ciudad de Guatemala, en especial la novena avenida, es un túnel infinito tapizado de moteles, de bares, de cafeterías que sobrevivieron al siglo pasado, de nadas históricas y de librerías de segunda mano.

Mientras caminaba por esa avenida y, al mismo tiempo, me cuidaba que no me robaran, me abstraje en cada escena que me formulaba la calle, en los nacientes fantasmas que tomaban relieve ante mí.

Eran las doce del mediodía; las prostitutas, siempre disponibles mas nunca libres, se paseaban con el rol de madre escrito en la frente. Los chóferes las chuleaban, las miraban sin disimulo y les gritaban nombres a los que ellas en horario fuera de trabajo no responden pero que en lo oscuro suelen atender. El olor de grasa a la parrilla se levantaba y movía con el sol. Los niños jugaban con bolsas; otros más afortunados habían conseguido una caja. Niños que todavía no conocen los naipes, que no saben robar utilizando los naipes, que no saben que harán con el dinero que robaron jugando a los naipes.
 Sin duda, otro mundo.

Más adelante, encontré a un mecánico, que apretaba un Marlboro con los dientes, discutiendo airadamente con un hombre en silla de ruedas. Ambos se veían enfadados. La gente se bajaba de la acera, incluso se cambiaba de acera cuando los veían gritar y mover las manos. El mecánico, al parecer, lo estaba echando, le decía que no volviera, que llamaría a la policía (si es que se atreven a llegar) si lo volvía a ver por ahí.

Caminé así dos o más cuadras, abstraído, pensando en el impedido y el mecánico y la policía cobarde, en lo lejos que estamos de darnos a entender, en la otredad, esa otredad de la que hablaba Octavio Paz y que tan familiar le era, y que a nosotros tan ajena nos resulta.

Luego, la otredad me llevó a pensar en los problemas de traducción, en sus laberintos, en el plagio, en las versiones tan disparejas que existen de una misma obra, en el francés de Baudelaire y, no sé cómo, ahora me lo pregunto, acabé pensando en Michel Houellebecq y su islamofobia. Quizá siguiendo esa secuencia es como terminé hilando eso a la mala costumbre de también traducir los nombres de los personajes y escritores: Oliverio Twist, Carlos Dickens, Manuel Kant, Federico Nietzsche y otros horrores. También pensé en la vez que Gabriel García Márquez adquirió un título nobiliario en Medio Oriente a causa de una mala traducción: El Marqués Gabriel García. Para matarse de la risa en solitario.  ¿Cómo sería, siguiendo esta lógica, el nombre de Carlos Fuentes vertido al inglés? ¿Charlie Fuentes? ¿Charles? ¿O Charlie Font?

Sin darme cuenta encontré refugio en una librería desconocida que apestaba a cigarro y a miles de cajas de arena para gato y donde remataban los libros a cinco o diez quetzales. Estas baratijas estaban aperchadas en canastas como las que hay en los mercados. Las estanterías eran ocupadas únicamente por los autores que entraban en el denominado canon: Vargas Llosa, Pérez-Reverte, Toffler, García Marquez, Marías Allende (sí, Allende también, el canon es lo que vende –o lo que pagó para venderse−), los precios de estos eran tan altos como las estanterías, tan altos como para omitirle cinco o seis almuerzos a la semana.

En cambio, los libros de las canastas estaban sucios y con apariencia húmeda; parecían no ser dignos de un trapo. Pero era peor ensuciarse con revistas de papel cuché como Men´s Health, Selecciones o Vogue. Y entre las antes mencionadas y un montón de tesis de la Universidad, hallé un librito en francés, que en realidad era una revista (pues en la portada está escrita la palabra Revue), que no pensé en comprarlo inmediatamente; el nombre de la revista era Vagabondages (Andanzas) y la edición se titulaba Absence (Ausencia) y, por lo que pude entender en la carta editorial que, fechada en 1978, abría el número, el dichoso volumen abarca y explora el tema de la “ausencia”.

Vaya, me dije, el editor y sus amigos franceses de dudoso talento, lo apuesto, hablarán de la ausencia.
Definitivamente no la iba a comprar. Pero como no tenía nada más que hacer, le eché una ojeada. Y vaya sorpresa: nombres como Valerie, Verlaine, Guibbert, Mallarmé, Laforgue, La Fontaine, Audra, Hugo, Villon, Eluard, Maeterlinck y más se paseaban con y sin permiso por toda la revista. Me la llevé de inmediato, incluso con el miedo secreto de que alguien, algún cazador de tesoros, ofreciera pagar más por ella y me la arrebataran de las manos.
Pero eso no llegó a pasar.

La metí a mi mochila con el leve pensamiento de que había estafado al mundo editorial, al vendedor, a las librerías y ¡a los escritores de todo el mundo! Leí parte de los poemas en el bus, los ojeaba, mi mirada vagaba de página en página, sin orden, sólo movida por la curiosidad del lector infantil que desea encontrar el vientre materno en uno o dos versos. Eran más de setenta poemas ¡de enérgica belleza!

La editora de la revista se llamaba, porque ya falleció, Christiane Baroche Fombeure (tan desconocida, que su página de Wikipedia solo está en francés y no tiene más de tres párrafos) y entre su grupo de colaboradores se encontraba un joven Alain Bosquet. Después del vistazo, me dediqué a recorrer algunos otros poemas de otros poetas aparentemente menores y, las sorpresas continuaban, encontré un poema que, de alguna manera que no me puedo explicar, resolvió o, mejor dicho, amplió mi panorama de incertidumbre sobre las traducciones, sobre el arte de verter un poema o un escrito a otro idioma y, en el mejor de los casos, en el atropello de la traducción, conseguir un poema totalmente nuevo.
El poeta se llama Philippe Jaccottet, un total desconocido para mí, pero no para el mundo. Paradójicamente, Jaccottet aparte de poeta y ensayista también es traductor; ahora es su turno de ser traducido:

COMME JE SUIS
UN ÉTRANGER DANS NOTRE VIE…



Comme je suis un étranger dans notre vie,
je ne parle qu'à toi avec d'étranges mots,
parce que tu seras peut-être ma patrie,
mon printemps, nid de paille et de pluie aux rameaux,

ma ruche d'eau qui tremble à la pointe du jour,
ma naissante Douceur-dans-la-nuit... (Mais c'est l'heure
que les corps heureux s'enfouissent dans leur amour
 avec des cris de joie, et une fille pleure

dans la cour froide. Et toi? Tu n'es pas dans la ville,
tu ne marches pas à la rencontre des nuits,
c'est l'heure où seul avec ces paroles faciles

je me souviens d'une bouche réelle...) ô fruits

mûrs, source des chemins dorés, jardins de lierre,

je ne parle qu'à toi, mon absent*, ma terre...




COMO SOY UN EXTRAÑO
EN NUESTRA VIDA**


Como soy un extraño en nuestra vida,
sólo hablo con palabras extranjeras,
ya que tendrán quizá un poco de mi tierra,
mi primavera, nido de paja y ramas de lluvia,

mi colmena de agua que tiembla al amanecer,
mi naciente Sensibilidad Nocturna ... (Mas es hora
de que el cuerpo ávido excave dentro de su amor
gritos de alegría y que una niña llore

en el patio congelado. ¿Y tú? Tú no estás en la ciudad,
no marchas a la emboscada nocturna,
al solitario tiempo con las palabras simples

que rememoran a una boca de verdad ...)  O fruta
madura, fuente de caminos dorados y jardines venenosos,
a la que me dirijo, mi ausente, mi tierra ...

*Absent y absence son sinónimos en francés, por eso está incluido en esta revista que tiene como tema la ausencia.
**Traducido por Matheus Kar

Conozcan a Phillipe Jaccottet (aún sigue vivo): https: https://es.wikipedia.org/wiki/Philippe_Jaccottet




Sobre el autor:
Matheus Kar (Guatemala, 1994), ha sido nombrado mención honorifica en el certamen Mi ciudad en 100 Palabras, que organizó la municipalidad de Guatemala en 2014  Ganó el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015. Mención honorifica en el Certamen Cantos de Trova (2015). Formó parte del evento multidisciplinario Off Virtual Test, en 2015. Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala. Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Ha formado parte de las antologías Frente al Silencio (Palo de Hormigo, 2014), Si la Sangre Fuera Ambrosía (Los Zopilotes, 2016), Cuentos Bien Trulis (Chuleta de Cerdo, 2016). Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016). Colabora en el evento literario Poetry Slam Guatemala.





domingo, 27 de noviembre de 2016

Poesía: Qué lejos estás amor

Por: Luisa Chico


Jospeh de Togores - Lejanía (1922)



Qué lejos estás amor.
Qué lejos te intuyo, qué lejos te siento.
Mi alma se encoge, duele hasta el aliento.
Y caigo en picado soltando ese hilo
de plata y espuma donde nos quisimos.
No suelto tu mano porque no la tengo
y lloro despacio, me muero en silencio.

Qué lejos te intuyo, ¡que lejos te siento!
No escucho el latido lleno de contento
de este corazón que te está queriendo.
Ya no está la música, no suena el arpegio,
y vuelvo a llorar, muriendo por dentro.
Qué lejos estás… ¡qué lejos te siento!

Tu barco navega por mares inciertos
yo quedo a la espera, ansiando el regreso,
ojala tu norte coincida en mi orilla
porque ya no vivo si no me acaricias.
Y en la noche fría yo me sigo hundiendo.
Qué lejos estás… qué lejos te siento.


miércoles, 23 de noviembre de 2016

Literatura: La cuarta coartada (cuento)

Por Paul César González Maza

Un asesinato se compone de 3 factores determinantes para la solución de un caso: la víctima, en un caso simple es lo primero en escena; el lugar, el enjambre de pistas no siempre es el preciso espacio donde muere la víctima; el asesino, el ente suelto que da respuesta al problema, abriendo nuevas preguntas. Odio encontrar problemas en mis soluciones.

Alan Down; mi mentor, mi amigo. No ha existido mejor investigador en la realidad que él. “Todo crimen no es un problema como todos piensan, es una solución como muy pocos pensamos” dijo él una vez al periódico local. Desde entonces adquirí esa frase como una de mis herramientas principales.

Cuando fui asignado a esa ciudad ruidosa y fría, sentí un gozo contradictorio, como una prueba pericial que te contenta en medio de una desgracia. Allí conocí a Alan Down; posiblemente mi mayor gran satisfacción casi comparada con conocer al amor de mi vida en el tren metropolitano, y verla morir metafóricamente al cerrar la puerta del vagón.

“La vida es el momento” escuché en “secreto voceado” programa que está en la radio en esta metrópoli. En tus labios y tus manos está mi vida; observa, quizás le de la apariencia informal esta palma de letras y de ideas; pero es tu momento mi amor; mano a mano, en la tilde de tu letra. Es la idea inicial la que fundamenta del instante de un asesino; el acto de la locura nata que tienes que saber está escrita en las pesquisas allí abandonadas.

Este último párrafo que escribí, lo hice de la forma que mi maestro escribía y que a veces yo no entendía. “Hay que dejarse llevar; el río lleva al mar, y el mar es nuestra respuesta”, me dijo una vez Alan Down, mi maestro.

Cuando nos dieron el primer caso en ese vecindario de ricos, me sentí emocionado. Es el lugar donde parece que en el mundo reinara la felicidad. La muerte de la señora Monia a los 54 años, desconcertó a todos donde la tranquilidad era el pan de cada día.

Los sucesos fueron repentinos. Quién lo iba a decir que la excéntrica escritora Monia, del libro “Tu inicial y el número de letras” sería paradójicamente asesinada en su casa; digo paradójico ya que el libro se trata de los mejores asesinatos. Su muerte me trajo muchas dudas. Mis investigaciones apoyadas con Alan Down eran exhaustivas; la corta edad de mi mentor no era limitante para su habilidad en las pesquisas, y mi edad adulta tampoco para aprender de él.

La Señora Monia fue encontrada en el suelo con una flecha certera en el corazón, como si un falso cupido lo hubiese querido enamorar. La punta había tocado ligeramente el órgano vital, lo necesario para matarla. Realmente ella era refinada, su cabello ondulado muy bien cuidado, así como su piel. Pero era raro que estuviese tan bien arreglada el día de su muerte; con sus joyas puestas, maquillada como si fuese a ir a una fiesta de alcurnia de las que acostumbraba. Portaba un elegante vestido de noche y zapatillas (aunque no hubiese ninguna huella de sus tacones en todo el lugar, como si hubiese flotado). La señora Monia yacía con un aspecto peculiar, no tenía sangre a su alrededor, muy limpia, y sin el tubo o astil de la flecha—el cual encontramos tirado a unos metros—. Mas era evidente que había desagrado.

Ese día, dio parte a la policía su amo de llaves; por llamarle de alguna forma, ya que este joven era más que un empleado; era su amigo inseparable de la distinguida difunta. “Sean Bruni”, solía llamarse.

Al darme los resultados periciales, comenzaron a salir mis primeras soluciones. En la flecha existían dos tipos de huellas digitales, una era de Sean Bruni. Cuando fue interrogado me sorprendió su elocuencia, y ademanes que resaltaban su nerviosismo ante nuestra presencia; la de Alan Down y la mía.

Sean Bruni vestía extravagante; portaba un elegante traje ejecutivo, pero la mascada de gasa fina y brocada al cuello, daba razón a su tan peculiar declaración; que aquí anexo y describo a tan sutil presencia:

—Siempre acostumbro a llegar temprano a la casa de Monia, y más aún ese día; ya que era domingo y los empleados de la residencia ¿cómo se dice?, este…les dan el día, y se van a visitar a sus parientes, vaya. Cuando encontré a Monia tirada en el suelo—esto dijo Bruni e hizo un ademán con su mano derecha como si distendiera delicadamente un pañuelo de seda sobre el piso—no podía dar crédito a lo que mis ojos veían, realmente fue algo muy triste ver a una amiga de años tirada con tanta sangre en la ropa; fue algo muy cruel. Incluso ella se encontraba con su bata de dormir, desarreglada, acto que no era normal de su parte. Su cara desmaquillada, y unos zapatos extraños, como quirúrgicos; eso lo sé (¡he!) porque fui enfermero. No quise juzgarla en ese momento por esos gustos, así que corrí rápidamente asustado hacia su dormitorio; tomé los accesorios de belleza que ella solía usar, y me dispuse a maquillarle. Porque bien sé que los periodistas ¿cómo se dice?, este... son morbosos, y ella no hubiese querido salir retratada en las revistas y periódicos de la nación de esa forma. En la chimenea quemé rápidamente esos horribles zapatos; y le puse unas zapatillas bellísimas, un vestido y sus joyas más lindas. La vida no te avisa cuando y a qué hora vas a morir, pero para esos estamos los amigos; para ayudar hasta los últimos momentos—Bruni platicaba todo esto con sus piernas cruzadas muy cerradas, su mano izquierda algo relajada sosteniendo su codo derecho y con su mano diestra acercaba a cada rato su muy delgado cigarrillo—Ella quedó linda, como era, es y será siempre. La dejé muy limpia, aunque me costó cortar esa horrible vara para poderla cambiar y luciera con el glamour que ella la caracteriza; además esa flecha era fea, siempre me pareció fea, aunque fuese antigua y cara.

Efectivamente; Bruni había dicho que era antigua y cara, y nos dijo que esa flecha lo había vendido Sara González, una joven anticuaria que le vendía ya desde hace muchos años a la señora Monia. Y Era Sara la segunda huella en la flecha. Fue interrogada como todos, y sus ojos grandes color miel no iban a mentir. En la declaración de Sara me sorprendió algo; que dijera que Bruni tenía conocimiento de unas pocas semanas atrás de que él era el heredero total de las propiedades de la señora Monia. Bruni se había vuelto de nuevo sospechoso a pesar de su historia tan “inocente”.

Sara es joven, muy inteligente, capitalista a pesar de su aspecto hippie. Le cuelgan una docena de collares, y su exagerada cantidad de pulseras de todo tipo, tamaño y colores; creaban un ruido como el sonar del cascabel de una víbora, y eso me ponía más alerta. Podrían existir artimañas en sus palabras; ya que ella era intrigante. Sara era sospechosa por vender la flecha y darle a conocer esa venta a la celosa pareja de la Señora Monia; la también joven Elizabeth Beltrán. Ella había terminado de manera muy dramática y exasperada con Monia, según relató la hermosa señorita Sara.

Elizabeth encontró a la Señora Monia teniendo sexo con el joven escultor Josué Lerdo; que a pesar de sus 21 años, tiene un éxito eminente con sus esculturas de cupidos. Elizabeth juró que se vengaría. Eso hizo para mí ponerla en el cuadro de los sospechosos. Pero no fue tanto eso, sino saber que Elizabeth Beltrán era un arquero profesional, con medallas olímpicas de oro para su país de origen.

Todo esto me complicaba el caso; sin embargo, a mi mentor, Alan Down se le veía tranquilo. Recuerdo que me escribió una pregunta en una servilleta: “¿Si decirme quién no fue, te diría quién fue, a quién me dirías?”

Al terminar de leer, voltee a verle la cara y esbozó una pequeña sonrisa un tanto malévola, a lo que contesté que el asesino sería la joven Elizabeth, él me arremetió:

—Sigue investigando, y que las obviedades no cieguen tu inteligencia—Sus palabras no las entendí del todo, como siempre me pasaba; dejándome una cara obtusa.

Tenía a cuatro en el cuadro; Bruni, Sara, Josué y Elizabeth, y sin contar el montón de hormigas que Bruni me había confesado que vio a unos escasos metros del lugar del crimen. A tan amargo suceso era una burla que las hormigas amantes de lo dulce estuviesen presentes.

Los días se acortaron para la investigación; el jefe me exigió una respuesta y yo no la di. Me sentí mal. Era una coartada perfecta la de todos; todos podían ser los asesinos o todos podían ser inocentes.

Días antes de la exigencia del jefe; mi mentor me habló al celular y dijo que había descubierto algo inverosímil. Fui a su departamento inmediatamente. Me enseñó los vestigios de un plano que se había encontrado en la basura de la señora Monia. En el plano: un artefacto automático para disparar flechas; cuya precisión era de una perfecta puntería. Se podía construir de cualquier material. ¿A qué asesino se le ocurre construir el arma automática en la casa de su victima?, pero eso no era todo; si el asesino había dejado colocada el arma automática; tendría que haber dejado huellas, y no existían más que las de Sara y Bruni. Además el arma lo tuvo que haber recogido rápidamente para no encontrarla en el lugar de los hechos, pues había sido disparada a muy corta distancia; y lo más raro era que el arma después de disparar se desarmaba en pedacitos, desintegrándose como la sal.

Mi mente se abrumó todavía más por la muerte repentina de mi mentor, Alan Down.

Un día después de que me enseñara el plano, falleció a mi lado ahogándose con un vaso de agua. No pude hacer nada en el restaurante. Me paré de la mesa. Al quererle dar libertad a su respiración, le quite la corbata, y desabotoné la camisa; de repente cayó de su mano izquierda un papel, lo guardé, ya estando en mí casa leí lo que tenía escrito:

“¿Quién fue, Sara, Bruni, Josué, Elizabeth? Eres mi mejor alumno y solamente te daré la inicial del nombre del asesino. Y por respeto a tu inteligencia, voy a pedirte que redactes un informe para ti mismo del caso, y el cuarto párrafo lo escribas como te enseñé a hacerlo. La respuesta la encontrarás en esas letras, de manera más clara en el cuarto párrafo, y cada cuarta palabra será necesaria para escribir la historia y resolver el crimen que nos coarta.” Eso escribió en la nota mi mentor, y es así como hoy lo relato para resolver el problema; con mis días cansados, silentes, y opacos…Elucubrando.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Literatura: El sueño ajeno a la razón también produce monstruos: Tercera entrega (cuento)

Por: Karim Yaver




"El sueño de la razón produce monstruos" (1799), Francisco de Goya 

5
Ruy era hijo del folklor de su país, y parte de este folklor se cimienta en la herencia africana del vudú y la brujería. Allá era considerado un joven brujo con grandes habilidades, y algunas de ellas se veían sustentadas a su vez en la extravagancia de los rituales que solía llevar a cabo. Se consideraba a sí mismo un iniciado, alguien con la capacidad perceptiva suficiente para poder ver cosas que otros seres humanos ignoran, no comprenden, o simplemente no quieren ver. Su misión había sido hacer notar a las personas, hacerlas entender y (por unas monedas, claro está, pues él también buscaba una vida placentera) ayudarlas, encaminarlas a lograr la felicidad, o al menos, la satisfacción. Si alguien externo hubiese descubierto en sus tácticas algo que sugiriese un fraude, él mismo habría resultado sorprendido, pues él no era un fraude, estaba convencido de que aquello que hacía era real, de que la brujería lo era, y de que ésta fluía naturalmente en él.
Su llegada al país de Lea no fue con la intención de hallarla, aunque no desestimaba la posibilidad, sino con la intención de abrirse paso de alguna otra forma que no involucrase la brujería. Él era un iniciado, y continuaría ayudando a quien lo necesitara, a quien lo mereciera, pero no a cambio de plata, no a cambio de bienes, no más. Esto no quiere decir que Ruy se haya decidido por dejarlo todo, ayudar al prójimo sin retribución y morirse de hambre en el camino, no, él deseaba ser alguien, alguien distinto, y trabajaría por conseguir lo anhelado, pero la pronta aparición de aquella joven mujer, y la desolación palpitante, el caos y el terror que ella exhalaba, habían estremecido y desolado toda pretensión anterior. Ahora, su única misión era ella, salvarla, salvarla y luego poseerla, pues era suya, tanto como lo había sido de sus sueños. La intención de salvarla, sin embargo, partía de una inquietud sincera ―se preocupaba por la joven―, y la necesidad de poseerla, el convencimiento de que era suya, partían a su vez del amor, del amor que se le había mostrado cada noche desde hacía ya varios años, ante ese espejo, tras la densidad de aquella bruma.

La noche siguió su curso, y la ceguera momentánea también. Las cataratas en sus ojos fueron difuminándose conforme se acercaba a casa de su hermano. Para el momento en que cruzó el marco de la puerta de entrada, éstas habían desaparecido ya, y su visión vuelto a la normalidad, si bien el resplandor que había dejado tras de sí Lea continuaba penetrando su organismo, para fundirse lentamente en la médula de sus huesos y en el rojo o en el blanco de cada glóbulo de su sangre. El extranjero, vencido por la bruma de la ceguera, vencido por el resplandor de esa joven, que no sólo había recubierto sus ojos, sino también sus poros y su espíritu, durmió.
A lo largo del día siguiente, una vez transcurrida la noche cuyo perfume era el de Lea, cuyo eco era el de su nombre —pues él ahora lo conocía—, permaneció en su recamara, en esa alcoba de huéspedes que ahora lo albergaba, que era ahora su hogar. En su mano sostenía el bolígrafo y la libreta, aún con los restos mutilados de la hoja arrancada la noche anterior, y esperaba, esperaba de nuevo.
Las horas transcurrieron nuevamente, siempre transcurren. La bruma matutina, el sol, las nubes, más sol, algunas nubes más, el viento, menos sol, el cielo; el azul, el gris, el azul más oscuro. El negro. El gris. La bruma nocturna. El teléfono, apenas fallecido el ocaso, sonó. El bolígrafo, la libreta, sus manos, a todo él y a todo a su alrededor lo carcomía una nerviosa confusión. Casi imperceptible, la rítmica melodía de la tinta negra impregnándose sobre el blanco papel, comenzó a inundar cada rincón de la habitación. El extranjero tomó entonces su chaqueta, para abandonar luego la casa de su hermano.
Las notas que esa tinta emitió al danzar sobre el papel de la libreta, se plasmaron en él así:

Mañana, 7 a. m. Misma esquina. Lea.

Tras concertar la cita, Ruy salió de inmediato, apresurado como si el diablo mismo estuviese a punto de llevarse a su amada (aunque él no era ningún Orfeo y ella ninguna Eurídice), para buscar, encontrar y atrapar al sueño, a la pesadilla. La funda de su almohada, una linterna, y todo el sigilo de que era capaz, fueron sus únicas herramientas. Tras cerca de dos horas vagando entre las calles teñidas por la grave oscuridad de los primeros momentos de la noche, dio con el cardenal. El avecilla, absorta, se posaba inmóvil sobre la rama baja de un cedro blanco, cuyas hojas comenzaban a verse abrumadas por el influjo amargo del cercano otoño. Con sigilo, pues era un cazador, un cazador de lo desconocido, y ese cardenal estaba bien situado en esa categoría, extendió la funda de su almohada. Iluminado tan sólo por la luz menguante de la luna, parcialmente encubierta por las nubes grises de esa noche grumosa, pues había apagado su linterna para evitar descubrirse de más, la llevó hacía la rama, y, de golpe, atrapó en ella al cardenal. El aleteo del ave fue momentáneo; tras él, puro silencio.
Con el ave ―de nuevo inmóvil― dentro de la funda de su almohada, y cargándola al hombro como si se tratase de un saco de ropa vieja, la linterna en el bolsillo y su sigilo agotado, Ruy se encaminó a casa.

A las 6:55 a. m., Lea se encontraba ya en la esquina de aquellas calles, recargada sobre la misma pared en que Ruy la había esperado dos noches atrás. A las 7:00 a. m. en punto, él arribó, cargando una caja de cartón con pequeños hoyos en la parte superior de sus cuatro lados, sobre sus manos, y una mochila negra en su espalda.
La expresión en ambos rostros era un confuso collage de sensaciones, en el cual se habían plasmado primero las de emoción y temor por el encuentro y, sobre éstas, las de fatiga, cansancio y nausea. Las primeras se filtraban por entre las segundas, y las segundas se multiplicaban a la luz amarillenta del sol del alba. Al encontrarse, súbitamente, al encontrarse sus miradas, y al beberse la una a la otra, una tercera capa de sensaciones emergió a la superficie: deseo, hambre, pero también angustia, miedo, perdición.
Se encaminaron a casa de Lea. Entraron. Cruzaron la estancia, la cocina, abrieron la puerta trasera y salieron de nuevo, esta vez, hacia el río. En el camino, ella había relatado a Ruy cada acontecimiento relacionado con el cardenal y con la silueta de negro. Aunque no le fue posible esconder su turbación al escuchar la descripción que del río ella le hacía, a él no le sorprendió gran cosa, pues había visto ya ese río, en sus sueños, y era justo allí donde todo debía terminar.
Una cosa fue el recordar las aguas turbias del río tras la descripción que ella le hizo, y la sensación de incomodidad y consternación que esto le provocó, pero, al contemplarlo él mismo, al sentir sobre sus poros y cruzando sus fosas nasales la peste que éste emitía, un estremecimiento de asco lo invadió, un asco no por la sangre ni por la fetidez de los desperdicios que corrían al ritmo de su cauce, sino por la bruma que en él nacía, por esa bruma que también había visto ya, esa bruma que no esperaba, ésa que ya lo aguardaba. Era un asco agudo brotando de la imagen intermitente de su propia carne pudriéndose sobre esas aguas sanguinolentas, bajo el abrazo espeso de una niebla pestilente.
Pero había una tarea que llevar a cabo; hizo a un lado el asco y el terror, y comenzó con ella.
Esencias, inciensos, licores, una daga. Un ritual singular se desarrolló a los ojos de Lea. Ahí mismo, a la orilla del río, una vez recobrado su aliento, extrajo de su mochila estos artículos. Encendió los inciensos y un par de velas de esencia dulce, aunque extraña. Bebió un gran trago de un licor transparente y lo escupió sobre la tierra, entre las velas. Abrió la caja y extrajo de ella, con la mano izquierda, al cardenal, aún inmóvil. Ella se agitó ligeramente, él lo notó y, con poca ceremonia y una voz profunda, sin apartar los ojos del ave, dijo:
―Calma.
Colocó al ave boca-arriba sobre la tierra bañada en licor, sujetándola con su mano izquierda. El ave se retorcía. Su panza rojiza y su cresta extendida lucían curiosamente fuera de lugar sobre la tierra gris, rodeada por el agua turbulenta y plomiza, por la niebla blanquecina, por la piel pálida de Lea y por la hoja plateada de la daga en la mano derecha de Ruy.
El filo se clavó lentamente sobre el vientre del cardenal. Un chorro minúsculo de sangre abandonó su cuerpo y se fundió en la tierra; mientras, éste se retorcía más y más conforme el frío de la muerte se internaba en él.
Ruy estaba de rodillas sobre la tierra húmeda y emitía un rezo extraño mientras llevaba a cabo el acto en que arrebataba la vida al pequeño cardenal, inmutable, como un coloso de piedra hincado ante la contemplación. Lea, a su espalda, de pie, asomando el rostro a la escena por sobre su hombro derecho, empalidecía un poco más.
El ave había muerto, y la promesa de paz del extranjero vivía. Sin embargo, una helada sensación de horror la invadió.
―Todo ha terminado ―dijo él, triunfante, mientras ella, derribada, vomitaba tras haber contemplado la mancha sanguinolenta que pigmentaba la tierra grisácea a orillas del río.

Ahora podía dormir tranquila. Ahora podía cerrar los ojos, dejar entrar el viento por la ventana, no temer a la oscuridad, no temer a la noche ni a sus sueños. Ahora podía descansar y sacudir de sí el estigma pútrido que la lejía y su madre habían dejado sobre ella.
Lea no dejaba de ser Lea. A pesar de los acontecimientos recientes, a pesar de haber cedido ante un absurdo tal como un ritual de brujería cubana, ella seguía creyendo en los hechos, en lo factible, lo comprobable, lo demás era pura superchería. Claro está que retornaban sus convicciones sin trabazón alguna puesto que ahora se sentía segura, puesto que algo (¿la confianza inaudita que depositaba en Ruy?) le hacía creer que así era; no obstante, estas ideas, estas creencias, en su pensamiento, no tenían ya fundamento alguno. Intentaba engañarse a sí misma y no lo conseguía, aunque el sentirse segura, el sentirse libre de aquel tormento, le proporcionaba un velo más grueso con qué cubrir sus ojos. Y, aunque el cardenal y la figura sombría del sombrero de copa estaban conformados por una sustancia desconocida y aterradora, lo único que podía ella hacer era intentar olvidar, olvidar y seguir, hundirse de nuevo en su absurdo personal, en ese mundo, en esa realidad tan suya.
Una vez concluido el ritual, debilitada, regresó a su casa. Ruy le fue de gran ayuda, pues las fuerzas de la joven se habían difuminado junto al humo del incienso. Se reportó de inmediato enferma a la clínica, y, después de esto, cayó profundamente dormida. Él se retiró, tranquilo, confiado en que toda amenaza había sido ya superada, y en que no sería la última vez que la vería. Germinaba en él de nuevo la esperanza de un acercamiento más íntimo.
La noche arribó, el día murió, y ninguna insinuación extraña o inusual se le presentó a Lea. Ahora podía dormir en paz.

* * *

Duerme. Noche tibia, ventanas abiertas, poco viento.
Al igual que en aquella madrugada en que apareció ante ella la figura negra del sombrero, a su cuerpo lo cubre tan sólo una delgada y blanca sábana de algodón. El clima cálido, el sabor a muerte que comienza a emanar de los árboles y de la vegetación en general, la paz proveniente de ese ritual sangriento de la mañana y las horas de sueño atrasado, se vuelven un efectivo somnífero. Antes de concluido el ocaso, cae de nuevo sobre el seno del sueño. Hacía años que no dormía tantas horas seguidas. Alrededor de las 5 a. m., la temperatura en su alcoba desciende abruptamente. El roce del viento del exterior se distiende sobre ella, atraviesa la sábana y erige para sí mismo un monumento en sus poros henchidos y en sus pezones erectos. Despierta, aunque su cuerpo permanece inmóvil.
Ella lo sabe entonces, sabe bien que nada ha terminado. La suposición irracional de una «aparición», de un ser fantasmal, se posa de nuevo sobre su cuerpo. La pesadez del cardenal sobre su pecho, de sus patas recorriendo su figura, desde el empeine de sus pies hasta su seno, ese suave recorrido y su final aleteo, la extensión del rojo de su plumaje sobre cada pliegue de la alcoba, sobre cada parte de su conciencia, eran un golpe, un arma, un mecanismo, una protección asombrosa ante la aproximación de la silueta de negro. Esta vez no hay ninguna protección, pues Ruy ha derramado esa sangre y esa fuente de vida sobre la tierra mojada, a orillas del río, frente a su ventana.
Ella lo sabe: una parálisis del sueño, nada simple, y la figura de negro, y su sombrero de copa, y sus pasos perezosos retumbando en las cuencas de sus oídos, vibrando en sus tímpanos al ritmo de la pompa funeraria. Ella lo entiende: está indefensa ante aquella figura sombría.
Sus ojos, abiertos por completo, derraman las lágrimas que no supo derramar cuando se le enfrentó por vez primera. Solloza, quedamente, inmóvil, al igual que el cardenal cuando Ruy lo tendió sobre la tierra grisácea, para clavar en sus entrañas el filo de aquella daga. Lea es entonces el cardenal; la noche, el frío, el miedo, son la mano izquierda de Ruy; y la figura negra del sombrero de copa es esa daga; sus ojos brillantes y avasalladores, grisáceos, son su filo, y se clavan desde dentro de ella, en el centro agrietado de su propia conciencia vacilante, derramando su sangre, su sustancia, sobre el suelo negro de la locura que la solicita, que la pide a gritos.

Despierta. Noche lluviosa, fría, ventanas cerradas, el viento y la lluvia golpeándolas.
No hay luces, no hay luna, sólo una tiniebla única cubriendo la totalidad de aquella alcoba. Está de pie, y a lo lejos destella la llama tenue de una vela. Está confundida, pero el resplandor de la llama la atrae como a un mosquito. Se acerca a ella, lentamente, caminando al ritmo de las gotas de lluvia que golpean y resbalan por la ventana a su espalda; una atracción extraña la subyuga. Se aproxima, la llama es cada vez más grande, el resplandor cubre su piel y la matiza de una tonalidad dorada; ella misma destella en medio de la noche. Se acerca más. Está ya a punto de tocarla, pero la llama desaparece. Despierta de nuevo, debido esta vez al estupor magnético que ha sido la llama, y observa alrededor: es una habitación desconocida, mucho más grande que la suya, mucho más fría también. No hay muebles, sólo una cama. En la cama está Ruy, tendido, los ojos abiertos, fijos en ella, desnudo y paralizado. Ella lo contempla a su vez.
Algo golpea la ventana, ella gira su rostro en esa dirección. ¿El viento, la lluvia, algún cardenal incapaz de atravesarla? Contempla de nuevo al extranjero.
Él, sobre las sábanas, despojado, casi tembloroso, aterrado, transpirando un sudor seguramente helado. Su mirada ya no es profunda, toda profundidad está plasmada en los ojos de Lea. Ella frente a él. Ella no tiembla, ella no transpira, ella apenas respira. Se aproxima a Ruy, lentamente, como si fuera esa sombra, como si fuera esa figura de traje negro y sombrero de copa. Extiende sus brazos y hace un garfio de cada uno de sus dedos. Comienza a rasgar la piel del hombre. Algo la trastorna. Su rostro no cambia de expresión y sus uñas, con una calma gélida, arrancan con fuerza trozos de piel morena. La sangre del extranjero es un barniz que de a poco enrojece sus uñas. Él se retuerce, solloza y grita para sí mismo, pues continúa paralizado. Las uñas de Lea desgarran su piel, mientras su alma es desgarrada por la profundidad, por el vacío de esa mirada.

Epílogo
Nunca lo supo, en verdad, hasta ese momento, cuando despertó, en su cama, la ventana cerrada y el clima agradable. Hasta ese momento. Un sueño, tal vez todo había sido sólo un sueño, pues todo comenzó como uno, ¿por qué no habría de terminar de igual forma? La pregunta era, ¿cuándo comenzó?, ¿era Ruy real?, ¿algo lo había sido? En realidad, no tenía importancia, esta vez podía sentirlo, se podía sentir a sí misma, existiendo. Había terminado.
La alcoba se sumía en la oscuridad, pero era una oscuridad tenue, pues ya amanecía. Sin problemas, y sin mirar a otro lado, pudo levantarse y dirigirse a la ventana. Corrió la cortina y la abrió ligeramente. Observó el río, su cauce caótico, sus aguas negras, su hedor desagradable aunque familiar. Recordó a su madre tras sentir en su nariz la acidulada esencia de la lejía. La sangre proveniente de la clínica corría a la par de las aguas, fundida en ellas. Esa escena ya no la perturbaba, esa mezcla de sangre y agua le era tan conocida como su propio olor, como su padre, durmiendo en la habitación contigua.
Miraba ese cauce, anárquico: miles de millones de partículas de agua, de sangre, de cientos de desechos distintos, danzando en una armonía aparente, corriendo hacia el caos de la nada, como su propia vida, pero, ¿qué importancia tendría esto? Ha despertado ya y tiene trabajo en la clínica. Ha despertado, bien, pero, ¿en qué momento cayó dormida?

Sigue mirando el río. Una gran masa flota en él, y corre al ritmo de esa armonía atraída por el caos, por el absurdo. Ruy es real, o lo era. Esa masa es el cuerpo del extranjero, de ese hombre alto y fornido de acento extraño. Su piel morena es ya pálida y es ya púrpura, y sobre cada parte de su carne se pueden avistar rasgaduras violentas. El dolor comienza a extenderse desde los dedos y las uñas de Lea. El frío del exterior se aleja, pues el frío que nace desde ella lo ahuyenta y aminora, invadiendo cada esquina de su habitación, su piso, al río mismo. Lleva sus manos, tras un reflejo de sorpresa, a su boca; siente en sus labios la costra rugosa de sangre, y la sensación dolorosa en sus dedos se incrementa. Cada una de las uñas de sus manos está fracturada, rota, quebrada, fragmentada. La sangre en sus dedos es sangre de Ruy y sangre de Lea. Retrocede, retrocede aterrada, pues el sueño fue real, el sueño está presente, el sueño flota en el río y mancha sus manos. Camina hacia atrás, empujada por el miedo y golpea con algo: es el armario, su gran armario. Gira despavorida tras el contacto y lo observa: en su puerta, colgado de un gancho para ropa, hay un traje negro, las mangas del saco están manchadas también por ese sueño, y sobre el traje, inmanente, fijo, se asienta un gran sombrero de copa.

Ciudad de México, 16 de julio de 2014.

Literatura: El Miedo a la Poesía (reseña)

Por: Matheus Kar



Los Infrarrealistas en México, 1975


Una novela corta, un poema novela, o una novela río. Para Roberto Bolaño no hay diferencia, si es que Bolaño es el mismo Belano de Los Detectives Salvajes que cargaba, según García Madero, los libros de Sophie Podolski, de Alain Jouffroy y el Cent mille millards de poémes de Raymond Queneau (este último fotocopiado y desgastado, como escribiría Bolaño).

En alguna entrevista, allá por el limítrofe año 2000, Bolaño dijo «si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio». Frase que toma, sin dejar de citar, de su amigo Mario Santiago Papasquiario, mejor conocido e inmortalizado míticamente como Ulises Lima. Mario Santiago era una apuesta total, «un ser extrañísimo», como diría el propio Bolaño. Ambos, fundadores del Infrarrealismo, amigos y compinches. Vivieron la poesía, la poesía más honesta. Porque de eso se trata la poesía; la poesía es el único género literario que no necesita de más artificios que la verdad.

«…lo que molestaba mucho al status de la literatura mexicana era que no estábamos con ninguna mafia, con ningún grupo de poder», respondió Bolaño cuando se le preguntó por el cariño que les profesaban en México. Cariño que se afianzó con la muerte de Mario Santiago: «Mario se fue de México, estuvo viviendo en Europa y Medio Oriente, pero volvió, y a él se lo hicieron pagar caro, pero muy caro. Ahora, después de su muerte, han salido como zetas todo el mundo diciendo que era un gran poeta y que Mario Santiago tiene una obra maravillosa, pero han esperado a que muriera».

La poesía te lleva a lugares insospechados, a carreteras llenas de frío donde duermes a la orilla de un perro que utilizas como almohada, a desiertos polvorosos donde acaban los caminos, a cementerios inauditos donde solo crece la muerte. La verdadera poesía no crece en el recato o en la Facultad de Filosofía y Letras. La verdadera poesía no imita a la realidad: se funde con ella. Por eso Ulises Lima y Arturo Belano reviven al Realismo Visceral, la corriente a la que Rimbaud y Baudelaire hubieran aceptado pertenecer, la corriente que habla sobre la miseria de escribir, sobre la lucidez del sueño y la abstracción de mantenerse despierto.

A la poesía se le teme porque es honesta, porque habla de sentimientos, porque es el vacío intacto que rodea a la nada de los momentos imperdibles del hombre. Un poema honesto no habla de cualquier cosa, siempre habla de algo importante, de algo que puede encajar en lo simple y cotidiano, en lo mundano, en lo patético y en lo trivial, y que trasciende todas las cosas. Un poema es experiencia viva, la sangre de la memoria. Un poema es el centro de todas las cosas, la rosa que se deshace y permanece en nuestras manos. La brisa que se hace pájaro y hace un nido en nosotros.

Mario Santiago ardió en su propia luz, padeció la literatura y se ahogó en su cauce el 10 de enero de 1998, el mismo año en que se publicó Los Detectives Salvajes, novela de la cual no vio nada.  «Estoy escribiendo una novela donde tú te llamas Ulises Lima», fue lo que Bolaño alcanzó a decirle en una carta al bueno de Mario, que ya empezaba a repartirse por toda la memoria literaria que tiende al olvido.

La vida de Mario Santiago, como su poesía, tenía una salida: la muerte. Una vida sin caminos, sin horizontes, sin puertas; a la orilla de todo y al alcance de nada. Una poesía que latía en facturas, en boletos de bus, en servilletas, en libros mojados. Una vida que merecía ser vivida y padecida. «Yo soy el que se ha grabado en la espalda de la chamarra de mezclilla la frase:/ el núcleo de mi Sistema Solar es la Aventura», escribió en uno de sus poemas. Mario, un poeta que vio a la muerte mucho antes de nacer y que dedicó su vida a homenajearla.

Tal vez Mario es eternamente uno de esos libros fotocopiados, manoseados y arrugados que Arturo Belano pasea por toda la Ciudad de México. Tal vez Mario fue uno de esos buenos poemas que se echó la historia. Un poema novela o una novela río. Un poema que desborda honestidad.





Sobre el autor:


Matheus Kar (Guatemala, 1994), ha sido nombrado mención honorifica en el certamen Mi ciudad en 100 palabras, que organizó la municipalidad de Guatemala en 2014. Colabora en el evento literario Poetry Slam Guatemala. Formó parte del evento multidisciplinario Off Virtual Test.  Ganó el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015. Mención honorifica en el certamen Cantos de Trova (2015). Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala. Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Ha formado parte de las antologías Frente al Silencio (Palo de Hormigo, 2014), Si la sangre fuera Ambrosía (Los Zopilotes, 2016), Cuentos Bien Trulis (Chuleta de Cerdo, 2016). Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016). 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Literatura: El sueño ajeno a la razón también produce monstruos: Segunda entrega (cuento)

Por: Karim Yaver




"The Nightmare, 2nd. version" (1790), Henry Fuseli


4
Una vez que hubo transcurrido aquella tercera noche que pasó cercano a la presencia de Lea, aquella noche en que hizo penetrar en sus oídos, en sus sentidos, en su alma el eco perenne de sus propias palabras, aquélla en que a él mismo lo penetraron una mueca y una dolorosa y simple impresión de incredulidad que obtuvo como única respuesta; una vez que hubo transcurrido, y una vez que la madrugada comenzó a dominar, no aparecieron, ni en sus sueños ni en los ella, ni el cardenal ni la figura de negro. Lo que sí se presentó, al menos en los suyos, fue el espejo ovalado de siempre, colgado de la pared informe de esa misma habitación, en ese mismo universo de vapor rojizo de todas sus noches. Sobre su cristal notó un reflejo nuevo que llegaba para suplantar a los antiguos: un pequeño arroyo de agua turbia, pequeño al principio, que cada segundo se volvía más imponente, más amplio y profundo, más vago. Su tonalidad de a poco se investía de un rojo escarlata (¿no es pleonasmo decir rojo escarlata?), del mismo rojo que pigmentaba a la pequeña pluma que encontraría a la mañana siguiente, extendida, casi con languidez, sobre el piso de su habitación, frente a la base de su cama.
Al despertar, y al encontrar frente a sí esa pluma vagabunda; al abstraerse de aquellas fantasías compuestas por la angustia y el desespero, del rojizo, de la visión siniestra del agua turbia, del escarlata; al despertar, despertaba en él la emergencia, la alarma, despertaban ante el duro escenario —la incredulidad de Lea, que él creía sentir, que él percibía—, y le aseguraban que ella no actuaría, y lo llevaban a la frenética necesidad de encontrarla de nuevo, ya para advertirle, ya para verla una vez más, ya para sumergirse de nuevo en ella, en su mirada triste… ya para convencerla del peligro al que se enfrentaba.
Al igual que el día anterior, dejó correr los minutos, dejó pasar el día, sólo para hallarla a la misma hora y en las mismas calles en que la había visto por vez primera; en las mismas calles en que la había acechado la segunda noche; en las mismas calles en que le había advertido. A pesar de la fascinación que esa joven le provocaba, que hacía nacer en él, y de la inquietud y la preocupación que por su bienestar de verdad tenía, no se había tomado el inocente atrevimiento de seguirla hasta su hogar.

Esa música tenue de la soledad —de esa soledad que acompañaba fiel a Lea—, esa música, esas notas cubiertas por velos negros sabor a vacío, a eternidad, a una eternidad fundida en el vacío, lo atraían de una manera sobrenatural; llegar a ellas, llegar a esa música, era llegar a ella. Sus movimientos eran los movimientos de un león mulato, calmos, pasos sigilosos, letales. El hambre del gran felino podría ser comparable a la necesidad insensata de acariciarla, comparable a la sed de ella que lo consumía. El extranjero se deslizaba en su ambiente natural —la noche—, y ella, como su presa, si bien desconociendo su papel en esta cacería, recorría las calles rumbo a su hogar, destilando una aprensión que poco o nada hacía por auxiliarla. Sin embargo, y a diferencia del diestro gato, a él lo acechaba a su vez el miedo, el miedo de perder a la joven enfermera antes de haberla encontrado por completo, pues, además, la amenaza que a ella oprimía, cerca se encontraba de oprimirlo a él.
En las mismas calles, a la misma hora, como si Lea esperase el encuentro, como si lo desease, Ruy la abordó. Le volvió a advertir, aunque más inquieto, menos agitado. Esta vez, él no llegó a ella. Esta vez, al avistarla a lo lejos, tras el metódico acecho que llevó a cabo, caminó por entre las calles, cruzando un atajo que había encontrado, y se adelantó para esperarla. Esta vez fue ella quien se aproximó a él. Esperó en la esquina de una de estas calles, de pie, recargado en la pared exterior del muro de una casa cuyas luces habían muerto unos pocos minutos atrás, bajo la tenue iluminación de una farola amarillenta. Notó su presencia unos metros antes de llegar a esta esquina y, aunque se vio sorprendida —una sorpresa fingida, pues estaba segura desde que dejó la clínica de que lo vería en algún momento, en alguna calle o en algún cruce, sentado, de pie o caminando—, no dejó de andar, por el contrario, aceleró su paso, casi deseando que, al llegar, éste la abrazara, pues el temor ante su presencia se convertía en deseo, pero el temor era también precaución. Aceleró su paso y se detuvo ante el extranjero. Él se levantó lentamente al verla arribar.
—Te esperaba —dijo Ruy, intentando disimular su acento, o al menos disminuir el color de su estridencia.
Ella no contestó nada, no con palabras, pues no apartó ni por un segundo su mirada de esos ojos profundos, negros, si bien llameantes —era ya ésta una respuesta suficientemente penetrante. Tampoco se movió un centímetro, permaneció allí, de pie, rígida frente a la figura recia de ese extranjero, de ese hombre enigmático, de ese ser difícil y fascinante, esperando, un abrazo, un beso, un puñetazo, unas cuantas palabras, esperando como él la había esperado, desde hacía años, y desde hacía algunos minutos.
—El pajarillo —continuó, disimulando menos la curiosa acentuación que imprimía a sus palabras—, sé que lo has visto, al igual que yo, puedo ayudarte, porque seguirá apareciendo. Y el tipo del sombrero, lo he visto también. Confía en mí —ella dio un ligero paso hacia atrás al escuchar esto último—, cree en mí.
Para Lea, la situación era un poco más que desconcertante. Algo en él le atraía, le atraía como nunca nadie ni nada lo había hecho. De alguna forma, un deseo, un apetito, una sed, un ansia, algo la incitaba a acercarse, a unir su pequeño cuerpo, blanco de piel y de ropas, a la figura alta, fuerte y misteriosa de ese hombre inusual. Pero, al mismo tiempo, y fusionado con el temor proveniente de sus sueños y de las noches turbias en su habitación, había algo más, algo más allá del miedo mismo, tal vez potenciado justo por ese deseo. Y es que, ¿cómo podía él saber todo eso: el avecilla, el sombrero, y, por supuesto, la figura negra que lo portaba?
Al escuchar sus palabras, la mueca que antes había sido de desprecio e incredulidad, nacía ahora recubierta de confusión, de recelo, de sospecha, de una mayor turbación. En ella danzaban anárquicos sentimientos, emociones, dudas, sensaciones nuevas que la aterraban y a la vez la seducían. Todo su universo se derrumbaba, pero uno nuevo se erigía. La ciencia, el método, nada. Lo desconocido, la fantasía, el sueño. ¿Qué era lo real: él, el deseo?
Un impulso extraño casi lo lleva a dar un paso hacia ella. Lo contuvo. De un bolsillo interior de su chaqueta tomó un bolígrafo y una pequeña libreta. En ésta escribió algo.
—Toma —dijo finalmente, dirigiéndole la hoja de papel arrancada—, llámame, es el número de la casa de mi hermano. Me llamo Ruy. Si ves al pájaro de nuevo, o al del sombrero alto, cierra fuerte los ojos, o huye, y me llamas. Estoy cerca.
Lea tomó la hoja, llevando su mano con lentitud a ella. Un choque eléctrico nació en el fondo de su estómago y se esparció a cada parte de su cuerpo en el momento en que rozó ligeramente con sus dedos los de Ruy. Apartó con violencia su mano al tomar el papel, y aún sin decir una sola palabra, se alejó, rodeándolo y siguiendo su camino.
—¡Mi nombre es Lea! —exclamó, a unos cuantos metros.
Ruy giró al escucharla, sólo para ver su espalda, para verla andar, sólo para verla alejarse. Tras ella se extendió una inmensa estela de soledad. Era Lea una brillante estrella fugaz, dirigida hacia la nada (lo desconocido), aunque brillante finalmente, pues resplandecía, y su resplandor irradiaba aún más de noche, y esa noche, por unos minutos, le perteneció a ellos, así como ellos le pertenecerían por siempre.
Ruy había abierto los ojos ante el eclipse y, cuando la corona de ese sol que era Lea apareció, el iris de sus ojos se difuminó en el blanco de la niebla, de esa niebla, de aquella niebla, de toda niebla —la de La Habana, la de sus sueños, la de esa noche, la de la próxima tarde. Caminó de regreso a casa de su hermano, intentando mantener el paso, sosteniéndose de las paredes, los postes, los árboles ante él, pues una catarata momentánea se había propagado sobre el cristal de su mirada. Mientras, ella, como la estrella, como el astro que era, voló alto para caer así con mayor fuerza. En pocos minutos se encontraba ya en su habitación, y de nuevo el palpitar de su corazón alcanzaba un ritmo frenético. Mantuvo durante todo el trayecto la vista dirigida al suelo. Si el cardenal anduvo por ahí, ella no se enteró.

* * *

Unas horas más tarde…
El papel, la hoja arrancada de la libreta de Ruy, con el número telefónico de la casa de su hermano escrito en ella, sobre la mesa de noche de la habitación de Lea. Ella dormía a escasos centímetros de la tinta dejada por el bolígrafo aquél que, en esos momentos, permanecía guardado en la chaqueta del extranjero. Ella dormía: su rostro dirigido al techo, sus brazos extendidos en un ángulo de veinticinco grados con relación a su tronco, las manos abiertas con las palmas dirigidas también al techo, sus piernas largas, desnudas, cubiertas por la sábana blanca, así como su vientre, su abdomen y la parte baja de su pecho. Ella dormía. Entonces, entonces la parálisis.
Las sensaciones que se acumulaban y a la vez revoloteaban en su interior, después de aquel último encuentro con Ruy, eran cada vez más confusas, caóticas. Éstas fueron incrementándose con cada paso rumbo a su casa, hasta que, en el momento de cruzar la puerta de entrada, el golpe violento que se había ido formando desde que notó la figura de aquel hombre en la esquina de esa calle, estalló, estalló en dos lagrimillas, ambas desde su ojo izquierdo, ambas dulces, ambas agrias. Estalló también en un suspiro, y en un debilitamiento extremo de sus miembros. Por un segundo, había perdido la conciencia, sólo para recobrarla de inmediato.
Lea de pie. Caminó un poco más, abrió la puerta de su habitación.

El tiempo…
Las manecillas plásticas del reloj de pared marcaban la 1:17 de la madrugada cuando encendió la bombilla, cuyo interruptor se hallaba junto a la puerta de entrada. El reloj despertador en su mesa de noche marcaba la 1:19. ¿Dos minutos?, nunca había advertido esta diferencia. En otras circunstancias, tal suceso habría pasado desapercibido para ella, como una cosa sin importancia, algo superfluo, un simple algo que no terminaría por afectarla. Ahora, por alguna razón, sabía que era necesario sincronizar las horas, pero, ¿sincronizar?, ¿modificar, qué reloj? Cambiar la posición de las manecillas del reloj de pared significaba adelantar el tiempo, adelantar el momento en que arribaría la parálisis, las diminutas pisadas del avecilla, del cardenal, o tal vez el encuentro con la sombra, la figura de negro, ese hombre de traje oscuro y sombrero de copa; pero significaba también adelantar el despertar, el momento de la luz, la jaqueca por la mañana, y el nuevo encuentro con Ruy, escuchar su voz tras el teléfono (pues había determinado llamarlo). Por otro lado, modificar el reloj despertador era atrasarlo todo, un par de minutos más de esta madrugada, antes de la madrugada misma. Y el tiempo corría, las manecillas marcaban ahora la 1:19 y la 1:21. Decidió adelantar el reloj de pared, gastar dos minutos, aproximar el momento de la opresión sobre su pecho, y el encuentro, la jaqueca y el despertar, adelantar el tiempo para acercarse al instante en que escucharía la voz de aquel extraño hombre.
Nada la dejaba de aterrar.

La parálisis…
La angustia, la terrible angustia, la profundidad de la sombra, sus ojos abiertos por completo. El reloj despertador, el reloj de pared. Antes de dormir, había pasado el cerrojo de su ventana y extendido, cuan largas eran, las cortinas color vino que cubrían su cristal. La hora, el momento de la madrugada en que se hallaba sumergida la angustia nebulosa que a su vez la sumergía a ella, le era desconocida. Dos relojes y la imposibilidad de conocerla; dos relojes y la imposibilidad de asir el tiempo.
Un sudor helado recorría su frente, recorría también su pecho. Los poros de su piel se elevaban, se endurecían. Las pequeñas pisadas heladas, dadas a brincos sobre ella, desde sus pies, se aproximaban. Su peso se volvía más real y la transpiración más abundante. El cardenal, su presencia era más vívida. Ya de pie sobre su pecho, la observó directamente a los ojos, pero ella no podía cerrarlos, no podía clausurar su mirada. Ya de pie, fijo sobre su seno, la máscara negra era más negra, y el rojo de su plumaje era como sangre. Acercó el pico a la boca de Lea. Algo se movía sobre sus labios, ella pensaba en gusanos, en gusanos o en lombrices que el avecilla le regalaba; ella era su cría, Lea, y ella era una niña, y ella temía, ella lloraba sin poderse mover, sin poder gemir, y sobre sus labios danzaban esos bichos y sobre su pecho se posaba el cardenal.
De golpe, todo se volvió más negro, y luego todo fue rojo. El cardenal aleteó violentamente sobre su pecho, sin separarse de ella, alzándose tan sólo sobre las puntas de sus patas. Ella entonces recuperó la movilidad. Algo de luz atravesaba su ventana, había amanecido. Algo de viento levantaba sus cortinas, la ventana estaba abierta. El viento era más fuerte, y Lea miraba en esa dirección: el ave la observó a través del danzar de la cortina, una sola vez.
Aunque la danza continuó, el ave había desaparecido ya.

* * *

—En-fer-me-ra —vociferó el pobre anciano con voz enronquecida, enfatizando con gran esfuerzo cada sílaba.
Un hombre que aparentaba al menos ochenta años yacía sobre una vieja cama de hospital en la habitación 315. El anciano en realidad tenía tan sólo sesenta y dos años, pero el enfisema pulmonar había curtido tanto su voz como su apariencia. Lea era su enfermera, y el viejo acababa de defecar.
—Le-a —contestó ella dulcemente, imitando el modo de enfatizar las sílabas del anciano—, ya le he dicho que me llame Lea.
—Le-a —murmuró él, la mirada perdida, resaltando, como nunca había hecho, esa le.
En la sangre de Lea corría la vocación de enfermera. Su madre lo había sido, lo fue su abuela paterna, y ahora ella lo era, y llevaba a cabo incluso las más desagradables labores de su profesión —como limpiar el trasero embarrado de mierda del viejo con enfisema pulmonar— con el gusto que sólo le brindaría la pasión por su trabajo.
Entonces, le limpió el trasero.
Las ropas sucias debían depositarse en un contenedor destinado para ellas, así que, una vez aseado el anciano, cargó con las ropas, abandonó la habitación, caminó por el pasillo, llegó a la que correspondía y las depositó en el contenedor.
En el camino de regreso a la 315, cinco o seis habitaciones antes en el mismo corredor, una niebla poco densa pero abundante comenzó a fluir por debajo de la puerta de una de éstas. Podía notarse a través del cristal de la puerta que el interior estaba desocupado y con las luces apagadas, así que la extrañeza le resultó mayor. Lea miró en derredor, en busca de alguien más, de alguien que pudiese auxiliarla en caso de tratarse de algo peligroso, pero no encontró a nadie. La niebla ―o el humo― abandonaba de a poco el interior. Abrió la puerta, llevada por una sensación magnetizada que sabía tanto a miedo como cada una de las últimas noches. Apenas giró la perilla la puerta fue absorbida por el interior, la niebla se despejó lentamente y en el centro de ésta, de pie y de frente, vio erigida a la figura de negro y su sombrero de copa, más clara que nunca, pues la oscuridad no era realmente profunda. Lea se detuvo, como se detuvo su aliento, y como casi se detiene su corazón. La figura, la sombra, alzó ligeramente el rostro, y sus ojos la estremecieron. Ese rostro —pálido, ojeroso, demasiado familiar—, ante el espejo, entre la niebla.
—¡Lea! —gritó Liz, la jefa de enfermeras, en ese instante, al otro lado del pasillo—. Tu paciente —dijo señalando en dirección a la habitación del viejo moribundo.
Con el rostro pálido y su labio inferior temblando imperceptiblemente, despertó del trance (¿trance?) y llevó la mirada en esa misma dirección. Después volvió a observar el interior de la habitación de la que había escapado aquel denso vapor. No había nada en ella, ni la niebla, ni la sombra, sólo una habitación de hospital vacía.