lunes, 14 de noviembre de 2016

Literatura: Caricaturalandia (Cuento)

Por José Contreras.


—Señor Eulalio. Le recuerdo que viene a visitar a sus hijos, no a pelear con su ex esposa —dijo Norma, la supervisora que la corte enviaba siempre a vigilar las visitas de Eulalio a su antigua casa—. Si sigue discutiendo con la señora Eloísa, tendré que dar por terminada esta visita, y no verá ni a Yolanda ni a Ernesto hasta el otro mes.

Eulalio, manoteando como siempre hacía cuando estaba enojado, se quejó de que él siempre pagaba la manutención con puntualidad, por lo que consideraba incorrecto que Eloísa no lo dejara visitar a sus hijos hasta que Arnulfo, su actual pareja y a quien ella había admitido en la que ahora era su casa, llegara de su trabajo.

—De las cuatro horas que tengo permitidas en cada visita, siempre pierdo una y media, a veces hasta dos —refunfuñó Eulalio, haciendo sus respectivos ademanes con los puños cerrados.

—Y acabas de perder veinte minutos más, por lo que te quedan apenas una hora con cuarenta y tres minutos —recalcó Eloísa con mordacidad, señalando el reloj de pared (que estaba al lado de las escaleras) a Eulalio—. Es tu tiempo el que corre, y yo soy más puntual que el Alcaide de la prisión.

Arnulfo, recluido en la cocina, aprovechaba la distracción de Eloísa para servirse un poco de ron en su café, mientras preparaba la cena de su hijo Arnulfo y de los otros niños. Yolanda, una adolescente que hacía poco apenas había experimentado su primer dolor menstrual, demasiado hormonal como para estar de buen humor, y harta de todas las personas en su casa, se encerraba en su cuarto; esperaba a que la llamaran a cenar. Arnulfo hijo y Ernesto, compañeros en la escuela primaria y casi hermanastros, estaban sentados en un sofá, cada uno chateando en su respectivo celular. Parecerían un par de decorativas gárgolas en una iglesia gótica, de no ser porque movían los pulgares para escribir en las pantallas.

—Se me está acabando la batería, préstame tu cargador —le pedía Arnulfo hijo a Ernesto sin ni siquiera mirarlo.

—No —respondió Ernesto airado— tú siempre pierdes las cosas—. Los niños empezaron a pelear cuando el hijo de Arnulfo le dio un golpe repentino.

Arnulfo, no pudiendo contener más su sed ansiosa, arriesgándose a ser sorprendido por su novia y anfitriona, o por el ex esposo de ésta que no le guardaba ni un poco de simpatía, puso sus labios por unos segundos en el pico de la botella de ron. «Un día a la vez» se repetía mentalmente como un mantra, que a duras penas le ayudó a separar su boca de la botella, pero que no le impidió tirar en el fregadero el café que se había preparado con anterioridad.  De pronto escuchó la voz de su hijo riñendo con Ernesto, salió apresurado de la cocina: —Niños, mejor vayan por unos carritos y pónganse a jugar —les dijo en un tono fuerte pero con la suficiente serenidad para no llamar la atención a la supervisora de la corte. Si fuera por él, dejaría que Eulalio se llevara a Ernesto y Yolanda, pero si Eloísa cedía se arriesgaba a perder la potestad de la casa y lo que menos deseaban era pagar renta.

Ernesto siguió sentado en el sofá. El otro niño fue por sus carritos y se puso a jugar cerca de las escaleras.

Yolanda, descalza, salió de su habitación de manera silenciosa. Caminó hasta el borde de las escaleras para cerciorarse de que todos estuvieran en la planta baja, y vio a su “hermanastro” jugando con los carritos. Entonces, al notar que nadie iba a subir al segundo piso, con la rapidez de una rata corrió al cuarto de su mamá y buscó los somníferos en donde sabía que estaban escondidos, dentro de una gaveta, detrás de un libro. Del frasco tomó una pastilla y la escondió debajo de la almohada en su propia cama, justo cuando Arnulfo anunciaba en voz alta que ya estaban listos los huevos.

Cuando todos los presentes se sentaban en la mesa a cenar, los ánimos tensos solían disiparse, como si la comida actuara como catalizador para el paroxismo a la serenidad. La mesa era rectangular y tenía cupo para seis comensales que comerían como reclusos sujetos a una hora específica antes de volver a sus celdas. Para evitar cualquier mirada incómoda entre los adultos: Arnulfo se sentaba en el extremo izquierdo, enfrente de Eloísa y con su hijo a su derecha. Ernesto acostumbraba a sentarse al lado del otro niño, quien miraba frontalmente a su hermana Yolanda, que siempre se sentaba al lado de su padre. Tan agradable estaba siendo el momento que Eloísa aprovechó para dar una noticia inesperada: estaba embarazada. Eulalio no supo interpretar por qué tenía que estar presente para escuchar algo que no le importaba, los dos Arnulfos y los otros niños también se sorprendieron, cada uno experimentando un nivel distinto de alegría, pero todos por debajo del de Arnulfo hijo que desde hace tiempo quería “un hermano de verdad”.

Cuando la visita concluyó, Eulalio y Norma (que nunca se iba hasta asegurarse que él se fuera) salieron de la casa. Dentro, cada quien ocupó su dormitorio después de ducharse y lavarse los dientes.

Como todos estaban en sus respectivos cuartos, y siempre cerraban las puertas, Yolanda, que había traído un vaso con agua desde la cocina, tragó el contrabando que estaba oculto debajo de su almohada.
El narcótico, como siempre, era lo suficientemente fuerte para dominar las ansias de la niña por visitar su lugar favorito: Caricaturalandia.

Entonces Yolanda apareció en un mundo alegre, en el que sólo ella conservaba los colores que acostumbraba a ver antes de visitar aquel lugar que la integraba en un dibujo animado. Siempre que llegaba allí, aparecía recostada en un lecho de flores, en los cuales alegres colibríes y abejas entonaban una canción mientras ayudaban con la polinización de las plantas. Sus amigos no la estaban esperando en esta ocasión, lo cual era bastante raro porque siempre estaban allí cada vez que ella llegaba, pero podía escucharlos, sabía que se encontraban todos reunidos en la casa de caramelo que estaba al lado del jardín que solía recibirla con su aromática cama. Yolanda se levantó y fue para allá.

Al entrar pudo notar que había un nuevo integrante en la pandilla, Dorky el puerquito tartamudo, la pata Stacy y el mono Roots eran los orgullosos padres. Alrededor de la cuna, el gato John perseguía al ratón Terry, que traía en las manos un juguete de John. A un lado de la pared, contemplando la escena, estaba el conejo Bucks y la perra Hollie, que siempre estaba al lado del conejo.

Al parecer nadie había notado la presencia de Yolanda. Cuando por fin la vieron, formaron un círculo con sus brazos y todos se abrazaron al mismo tiempo. Entonces salieron juntos del cuarto y fueron a la sala.
Después de un rato la pata Stacy se llevó al puerquito Dorky con el pretexto de cambiarle el pañal. Dejó a Dorky en la cuna. Entonces, sacó unos objetos de abajo de a cama, pero el televidente no los lograría ver, hasta que los colocara sobre ella, porque Stacy estaba de espaldas. Luego, con sus manos moviéndose a la velocidad del aleteo de un colibrí, tomó una bomba y unos cartuchos de dinamita e hizo un muñeco al que envolvió en una manta; luego fue a la sala con el conejo Bucks y le pidió que cuidara un rato del puerquito Dorky, ante la sorpresa del mono Roots que quería cargarlo. Apenas el conejo Bucks agarró al muñeco, la pata Stacy se alejó corriendo a las escaleras y se puso a espiar desde arriba en espera de la explosión.

—Duérmase el niño, duérmase ya —cantaba el conejo Bucks arrullando al muñeco —porque viene el coco y te comerá.

La pata Stacy miraba con impaciencia al muñeco que sostenía el conejo Bucks. Pasaron unos segundos y el muñeco seguía sin estallar. Bucks seguía arrullando al muñeco, la perra Hollie no hacía más que mirarlo. Yolanda estaba corriendo detrás del gato John que no dejaba de perseguir al ratón Terry por toda la casa. 

El mono Roots estaba en la cocina haciendo la cena.

De pronto, la pata Stacy bajó corriendo las escaleras, levantando polvo de tan veloz que iba, y le arrebató el muñeco al conejo Bucks. Desenvolvió al muñeco y éste le explotó en la cara, dejándosela negra.

—Eres detestable —le dijo enojada al conejo Bucks.

—¿Qué novedad? —preguntó el conejo Bucks en tono irónico, sin poderle decir algo más porque la perra Hollie le gruñía, ya que no le gustaba que hiciera enojar a la pata Stacy.

—Ya está la cena —gritó el mono Roots mientras llevaba un pavo al centro de la mesa. 

Todos corrieron a sentarse, incluso el puerquito Dorky;  menos la perra Hollie, que acostumbraba a sentarse en la sala y ver comer a los demás.

El mono Roots agarró una jarra y llenó todos los vasos con sus famosas aguas locas, que sólo él sabía qué contenían, pero a todos les encantaban. La charla se ponía más alegre cuando todos las bebían.

Apenas terminaron todos de cenar, el gato John y el ratón Terry comenzaron a jugar a “la papa caliente” con un cartucho de dinamita encendido. Yolanda les dijo que también quería jugar, así que todos se pasaban la dinamita tan rápido como les era posible; ya que quien recibiera la explosión estaría obligado a recoger la mesa y lavar los platos.

El cartucho estalló, dejándole la cara negra a Yolanda. Pero la pata Stacy, el mono Roots y el conejo Bucks tomaron la iniciativa y, girando como si fueran tornados, en un santiamén limpiaron la mesa.
El reloj Cucú, que estaba a un lado de la escalera, anunció que ya era la hora de los dulces de la tristeza, las golosinas que ayudaban a Yolanda a volver al mundo real.

A medida que el sonido de Cucú disminuía, la alarma de su despertador sonaba cada vez más fuerte. Así sucedía siempre que Yolanda comía un dulce de la tristeza y despertaba en su cama, enrollada en sus sábanas. Después de vestirse para ir al colegio, debía bajar al comedor a desayunar.

Apenas salió del cuarto y puso un pie en el borde del escalón, cuando se resbaló con un carrito de juguete que no había visto. Se golpeó en la nuca y cayó como una piedra rodando por la colina.

Como si de nuevo hubiese tomado uno de los somníferos de su madre, al abrir los ojos, Yolanda estaba otra vez en Caricaturalandia. Todos sus amigos, hasta el puerquito Dorky, estaban allí esperándola gustosamente.
El reloj Cucú, desde la distancia, empezó a gritar como demente que ya era la hora de tomar el dulce de la tristeza.

—Ahora vas a estar con nosotros para siempre — dijo la pata Stacy a Yolanda.

—Ya no tienes que comer los dulces de la tristeza —secundó el mono Roots.

El conejo Bucks susurró algo a la perra Hollie quien, a la velocidad de un rayo, corrió a la casa y trajo al reloj Cucú hasta donde estaba Yolanda.

El conejo, amoroso como siempre, puso una mano en el hombro de Yolanda y con la otra le dio un mazo gigante de madera que apareció en su mano.

—Cucú no volverá a molestarte jamás —le dijo a la niña, alentándola a aplastar el reloj de pared.

Yolanda, reuniendo todas sus fuerzas, dio un martillazo tan poderoso que las tuercas, tornillos, engranajes y el Cucú salieron expulsados en todas las direcciones. El gato John y el ratón Terry le aplaudieron.

—Esto es el fin, camaradas —dijo el puerquito Dorky, desde los brazos de la pata Stacy, tartamudeando.

Un disco negro apareció en medio de todos y fue ensanchándose hasta cubrir todo Caricaturalandia, sepultando el colorido lugar en la completa oscuridad. Todos los ruidos callaron.

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