
Eulalio, manoteando como siempre hacía cuando estaba
enojado, se quejó de que él siempre pagaba la manutención con puntualidad, por
lo que consideraba incorrecto que Eloísa no lo dejara visitar a sus hijos hasta
que Arnulfo, su actual pareja y a quien ella había admitido en la que ahora era
su casa, llegara de su trabajo.
—De las cuatro horas que tengo permitidas en cada
visita, siempre pierdo una y media, a veces hasta dos —refunfuñó Eulalio, haciendo sus respectivos ademanes con los puños cerrados.
—Y acabas de perder veinte minutos más, por lo que
te quedan apenas una hora con cuarenta y tres minutos —recalcó Eloísa con
mordacidad, señalando el reloj de pared (que estaba al lado de las escaleras) a
Eulalio—. Es tu tiempo el que corre, y yo soy más puntual que el Alcaide de la
prisión.
Arnulfo, recluido en la cocina, aprovechaba la
distracción de Eloísa para servirse un poco de ron en su café, mientras
preparaba la cena de su hijo Arnulfo y de los otros niños. Yolanda, una
adolescente que hacía poco apenas había experimentado su primer dolor menstrual, demasiado
hormonal como para estar de buen humor, y harta de todas las personas en su
casa, se encerraba en su cuarto; esperaba a que la llamaran a cenar. Arnulfo hijo
y Ernesto, compañeros en la escuela primaria y casi hermanastros, estaban
sentados en un sofá, cada uno chateando en su respectivo celular. Parecerían un
par de decorativas gárgolas en una iglesia gótica, de no ser porque movían los
pulgares para escribir en las pantallas.
—Se me está acabando la batería, préstame tu
cargador —le pedía Arnulfo hijo a Ernesto sin ni siquiera mirarlo.
—No —respondió Ernesto airado— tú siempre pierdes
las cosas—. Los niños empezaron a pelear cuando el hijo de Arnulfo le dio un
golpe repentino.
Arnulfo, no pudiendo contener más su sed ansiosa,
arriesgándose a ser sorprendido por su novia y anfitriona, o por el ex esposo de
ésta que no le guardaba ni un poco de simpatía, puso sus labios por unos
segundos en el pico de la botella de ron. «Un día a la vez» se repetía
mentalmente como un mantra, que a duras penas le ayudó a separar su boca de la
botella, pero que no le impidió tirar en el fregadero el café que se había
preparado con anterioridad. De pronto
escuchó la voz de su hijo riñendo con Ernesto, salió apresurado de la cocina: —Niños, mejor vayan por unos carritos y pónganse a jugar —les dijo en un tono
fuerte pero con la suficiente serenidad para no llamar la atención a la
supervisora de la corte. Si fuera por él, dejaría que Eulalio se llevara a
Ernesto y Yolanda, pero si Eloísa cedía se arriesgaba a perder la potestad de
la casa y lo que menos deseaban era pagar renta.
Ernesto siguió sentado en el sofá. El otro niño fue
por sus carritos y se puso a jugar cerca de las escaleras.
Yolanda, descalza, salió de su habitación de manera
silenciosa. Caminó hasta el borde de las escaleras para cerciorarse de que
todos estuvieran en la planta baja, y vio a su “hermanastro” jugando con los
carritos. Entonces, al notar que nadie iba a subir al segundo piso, con la
rapidez de una rata corrió al cuarto de su mamá y buscó los somníferos en donde
sabía que estaban escondidos, dentro de una gaveta, detrás de un libro. Del
frasco tomó una pastilla y la escondió debajo de la almohada en su propia cama,
justo cuando Arnulfo anunciaba en voz alta que ya estaban listos los huevos.
Cuando todos los presentes se sentaban en la mesa a
cenar, los ánimos tensos solían disiparse, como si la comida actuara como
catalizador para el paroxismo a la serenidad. La mesa era rectangular y tenía
cupo para seis comensales que comerían como reclusos sujetos a una hora
específica antes de volver a sus celdas. Para evitar cualquier mirada incómoda
entre los adultos: Arnulfo se sentaba en el extremo izquierdo, enfrente de
Eloísa y con su hijo a su derecha. Ernesto acostumbraba a sentarse al lado del
otro niño, quien miraba frontalmente a su hermana Yolanda, que siempre se sentaba
al lado de su padre. Tan agradable estaba siendo el momento que Eloísa aprovechó para dar
una noticia inesperada: estaba embarazada. Eulalio no supo interpretar por qué
tenía que estar presente para escuchar algo que no le importaba, los dos
Arnulfos y los otros niños también se sorprendieron, cada uno experimentando un
nivel distinto de alegría, pero todos por debajo del de Arnulfo hijo que desde
hace tiempo quería “un hermano de verdad”.
Cuando la
visita concluyó, Eulalio y Norma (que nunca se iba hasta asegurarse que él se
fuera) salieron de la casa. Dentro, cada quien ocupó su dormitorio después
de ducharse y lavarse los dientes.
Como todos estaban en sus respectivos cuartos, y
siempre cerraban las puertas, Yolanda, que había traído un vaso con agua desde
la cocina, tragó el contrabando que estaba oculto debajo de su almohada.
El narcótico, como siempre, era lo suficientemente fuerte
para dominar las ansias de la niña por visitar su lugar favorito:
Caricaturalandia.
Entonces Yolanda apareció en un mundo alegre, en el que sólo ella conservaba los colores que acostumbraba a ver antes de visitar
aquel lugar que la integraba en un dibujo animado. Siempre que llegaba allí, aparecía
recostada en un lecho de flores, en los cuales alegres colibríes y abejas
entonaban una canción mientras ayudaban con la polinización de las plantas. Sus
amigos no la estaban esperando en esta ocasión, lo cual era bastante raro
porque siempre estaban allí cada vez que ella llegaba, pero podía escucharlos,
sabía que se encontraban todos reunidos en la casa de caramelo que estaba al lado del
jardín que solía recibirla con su aromática cama. Yolanda se levantó y fue
para allá.
Al entrar pudo notar que había un nuevo integrante
en la pandilla, Dorky el puerquito tartamudo, la pata Stacy y el mono Roots
eran los orgullosos padres. Alrededor de la cuna, el gato John perseguía al
ratón Terry, que traía en las manos un juguete de John. A un lado de la pared,
contemplando la escena, estaba el conejo Bucks y la perra Hollie, que siempre
estaba al lado del conejo.
Al parecer nadie había notado la presencia de
Yolanda. Cuando por fin la vieron, formaron un círculo con sus brazos y todos
se abrazaron al mismo tiempo. Entonces salieron juntos del cuarto y fueron a la
sala.
Después de un rato la pata Stacy se llevó al
puerquito Dorky con el pretexto de cambiarle el pañal. Dejó a Dorky en la cuna.
Entonces, sacó unos objetos de abajo de a cama, pero el televidente no los lograría ver, hasta que los colocara sobre ella, porque Stacy estaba de espaldas. Luego,
con sus manos moviéndose a la velocidad del aleteo de un colibrí, tomó una
bomba y unos cartuchos de dinamita e hizo un muñeco al que envolvió en una
manta; luego fue a la sala con el conejo Bucks y le pidió que cuidara un rato
del puerquito Dorky, ante la sorpresa del mono Roots que quería cargarlo. Apenas el conejo Bucks agarró al muñeco, la pata Stacy se
alejó corriendo a las escaleras y se puso a espiar desde arriba en espera de la
explosión.
—Duérmase el niño, duérmase ya —cantaba el conejo
Bucks arrullando al muñeco —porque viene el coco y te comerá.
La pata Stacy miraba con impaciencia al muñeco que
sostenía el conejo Bucks. Pasaron unos segundos y el muñeco seguía sin estallar.
Bucks seguía arrullando al muñeco, la perra Hollie no hacía más que mirarlo.
Yolanda estaba corriendo detrás del gato John que no dejaba de perseguir al
ratón Terry por toda la casa.
El mono Roots estaba en la cocina haciendo la
cena.
De pronto, la pata Stacy bajó corriendo las
escaleras, levantando polvo de tan veloz que iba, y le arrebató el muñeco al
conejo Bucks. Desenvolvió al muñeco y éste le explotó en la cara, dejándosela
negra.
—Eres detestable —le dijo enojada al conejo Bucks.
—¿Qué novedad? —preguntó el conejo Bucks en tono
irónico, sin poderle decir algo más porque la perra Hollie le gruñía, ya que no
le gustaba que hiciera enojar a la pata Stacy.
—Ya está la cena —gritó el mono Roots mientras
llevaba un pavo al centro de la mesa.
Todos corrieron a sentarse, incluso el
puerquito Dorky; menos la perra Hollie,
que acostumbraba a sentarse en la sala y ver comer a los demás.
El mono Roots agarró una jarra y llenó todos los
vasos con sus famosas aguas locas, que sólo él sabía qué contenían, pero a todos
les encantaban. La charla se ponía más alegre cuando todos las bebían.
Apenas terminaron todos de cenar, el gato John y el
ratón Terry comenzaron a jugar a “la papa caliente” con un cartucho de dinamita
encendido. Yolanda les dijo que también quería jugar, así que todos se pasaban
la dinamita tan rápido como les era posible; ya que quien recibiera la
explosión estaría obligado a recoger la mesa y lavar los platos.
El cartucho estalló, dejándole la cara negra a
Yolanda. Pero la pata Stacy, el mono Roots y el conejo Bucks tomaron la
iniciativa y, girando como si fueran tornados, en un santiamén limpiaron la
mesa.
El reloj Cucú, que estaba a un lado de la escalera,
anunció que ya era la hora de los dulces de la tristeza, las golosinas que
ayudaban a Yolanda a volver al mundo real.
A medida que el sonido de Cucú disminuía, la alarma
de su despertador sonaba cada vez más fuerte. Así sucedía siempre que Yolanda
comía un dulce de la tristeza y despertaba en su cama, enrollada en sus
sábanas. Después de vestirse para ir al colegio, debía bajar al comedor a
desayunar.
Apenas salió del cuarto y puso un pie en el borde
del escalón, cuando se resbaló con un carrito de juguete que no había visto. Se
golpeó en la nuca y cayó como una piedra rodando por la colina.
Como si de nuevo hubiese tomado uno de los
somníferos de su madre, al abrir los ojos, Yolanda estaba otra vez en
Caricaturalandia. Todos sus amigos, hasta el puerquito Dorky, estaban allí
esperándola gustosamente.
El reloj Cucú, desde la distancia, empezó a gritar
como demente que ya era la hora de tomar el dulce de la tristeza.
—Ahora vas a estar con nosotros para siempre — dijo
la pata Stacy a Yolanda.
—Ya no tienes que comer los dulces de la tristeza
—secundó el mono Roots.
El conejo Bucks susurró algo a la perra Hollie quien, a la velocidad de un rayo, corrió a la casa y trajo al reloj Cucú hasta
donde estaba Yolanda.
El conejo, amoroso como siempre, puso una mano en el
hombro de Yolanda y con la otra le dio un mazo gigante de madera que apareció
en su mano.
—Cucú no volverá a molestarte jamás —le dijo a la
niña, alentándola a aplastar el reloj de pared.
Yolanda, reuniendo todas sus fuerzas, dio un
martillazo tan poderoso que las tuercas, tornillos, engranajes y el Cucú salieron
expulsados en todas las direcciones. El gato John y el ratón Terry le aplaudieron.
—Esto es el fin, camaradas —dijo el puerquito Dorky,
desde los brazos de la pata Stacy, tartamudeando.
Un disco negro apareció en medio de todos y fue
ensanchándose hasta cubrir todo Caricaturalandia, sepultando el colorido lugar
en la completa oscuridad. Todos los ruidos callaron.
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