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"The Nightmare, 2nd. version" (1790), Henry Fuseli |
4
Una
vez que hubo transcurrido aquella tercera noche que pasó cercano a la presencia
de Lea, aquella noche en que hizo penetrar en sus oídos, en sus sentidos, en su
alma el eco perenne de sus propias palabras, aquélla en que a él mismo lo
penetraron una mueca y una dolorosa y simple impresión de incredulidad que
obtuvo como única respuesta; una vez que hubo transcurrido, y una vez que la
madrugada comenzó a dominar, no aparecieron, ni en sus sueños ni en los ella,
ni el cardenal ni la figura de negro. Lo que sí se presentó, al menos en los
suyos, fue el espejo ovalado de siempre, colgado de la pared informe de esa misma
habitación, en ese mismo universo de vapor rojizo de todas sus noches. Sobre su
cristal notó un reflejo nuevo que llegaba para suplantar a los antiguos: un
pequeño arroyo de agua turbia, pequeño al principio, que cada segundo se volvía
más imponente, más amplio y profundo, más vago. Su tonalidad de a poco se
investía de un rojo escarlata (¿no es pleonasmo decir rojo escarlata?), del mismo rojo que pigmentaba a la pequeña pluma
que encontraría a la mañana siguiente, extendida, casi con languidez, sobre el
piso de su habitación, frente a la base de su cama.
Al despertar, y al encontrar frente a sí esa pluma
vagabunda; al abstraerse de aquellas fantasías compuestas por la angustia y el
desespero, del rojizo, de la visión siniestra del agua turbia, del escarlata;
al despertar, despertaba en él la emergencia, la alarma, despertaban ante el
duro escenario —la incredulidad de Lea, que él creía sentir, que él percibía—,
y le aseguraban que ella no actuaría, y lo llevaban a la frenética necesidad de
encontrarla de nuevo, ya para advertirle, ya para verla una vez más, ya para
sumergirse de nuevo en ella, en su mirada triste… ya para convencerla del
peligro al que se enfrentaba.
Al igual que el día anterior, dejó correr los minutos, dejó
pasar el día, sólo para hallarla a la misma hora y en las mismas calles en que
la había visto por vez primera; en las mismas calles en que la había acechado
la segunda noche; en las mismas calles en que le había advertido. A pesar de la
fascinación que esa joven le provocaba, que hacía nacer en él, y de la
inquietud y la preocupación que por su bienestar de verdad tenía, no se había
tomado el inocente atrevimiento de seguirla hasta su hogar.
Esa
música tenue de la soledad —de esa soledad que acompañaba fiel a Lea—, esa
música, esas notas cubiertas por velos negros sabor a vacío, a eternidad, a una
eternidad fundida en el vacío, lo atraían de una manera sobrenatural; llegar a
ellas, llegar a esa música, era llegar a ella. Sus movimientos eran los
movimientos de un león mulato, calmos, pasos sigilosos, letales. El hambre del
gran felino podría ser comparable a la necesidad insensata de acariciarla,
comparable a la sed de ella que lo consumía. El extranjero se deslizaba en su
ambiente natural —la noche—, y ella, como su presa, si bien desconociendo su
papel en esta cacería, recorría las calles rumbo a su hogar, destilando una
aprensión que poco o nada hacía por auxiliarla. Sin embargo, y a diferencia del
diestro gato, a él lo acechaba a su vez el miedo, el miedo de perder a la joven
enfermera antes de haberla encontrado por completo, pues, además, la amenaza
que a ella oprimía, cerca se encontraba de oprimirlo a él.
En las mismas calles, a la misma hora, como si Lea esperase
el encuentro, como si lo desease, Ruy la abordó. Le volvió a advertir, aunque
más inquieto, menos agitado. Esta vez, él no llegó a ella. Esta vez, al
avistarla a lo lejos, tras el metódico acecho que llevó a cabo, caminó por
entre las calles, cruzando un atajo que había encontrado, y se adelantó para
esperarla. Esta vez fue ella quien se aproximó a él. Esperó en la esquina de
una de estas calles, de pie, recargado en la pared exterior del muro de una
casa cuyas luces habían muerto unos pocos minutos atrás, bajo la tenue
iluminación de una farola amarillenta. Notó su presencia unos metros antes de
llegar a esta esquina y, aunque se vio sorprendida —una sorpresa fingida, pues
estaba segura desde que dejó la clínica de que lo vería en algún momento, en
alguna calle o en algún cruce, sentado, de pie o caminando—, no dejó de andar,
por el contrario, aceleró su paso, casi deseando que, al llegar, éste la
abrazara, pues el temor ante su presencia se convertía en deseo, pero el temor
era también precaución. Aceleró su paso y se detuvo ante el extranjero. Él se
levantó lentamente al verla arribar.
—Te esperaba —dijo Ruy, intentando disimular su acento, o al
menos disminuir el color de su estridencia.
Ella no contestó nada, no con palabras, pues no apartó ni
por un segundo su mirada de esos ojos profundos, negros, si bien llameantes
—era ya ésta una respuesta suficientemente penetrante. Tampoco se movió un
centímetro, permaneció allí, de pie, rígida frente a la figura recia de ese
extranjero, de ese hombre enigmático, de ese ser difícil y fascinante, esperando,
un abrazo, un beso, un puñetazo, unas cuantas palabras, esperando como él la
había esperado, desde hacía años, y desde hacía algunos minutos.
—El pajarillo —continuó, disimulando menos la curiosa
acentuación que imprimía a sus palabras—, sé que lo has visto, al igual que yo,
puedo ayudarte, porque seguirá apareciendo. Y el tipo del sombrero, lo he visto
también. Confía en mí —ella dio un ligero paso hacia atrás al escuchar esto
último—, cree en mí.
Para Lea, la situación era un poco más que desconcertante.
Algo en él le atraía, le atraía como nunca nadie ni nada lo había hecho. De
alguna forma, un deseo, un apetito, una sed, un ansia, algo la incitaba a
acercarse, a unir su pequeño cuerpo, blanco de piel y de ropas, a la figura
alta, fuerte y misteriosa de ese hombre inusual. Pero, al mismo tiempo, y
fusionado con el temor proveniente de sus sueños y de las noches turbias en su
habitación, había algo más, algo más allá del miedo mismo, tal vez potenciado justo
por ese deseo. Y es que, ¿cómo podía él saber todo eso: el avecilla, el
sombrero, y, por supuesto, la figura negra que lo portaba?
Al escuchar sus palabras, la mueca que antes había sido de
desprecio e incredulidad, nacía ahora recubierta de confusión, de recelo, de
sospecha, de una mayor turbación. En ella danzaban anárquicos sentimientos,
emociones, dudas, sensaciones nuevas que la aterraban y a la vez la seducían.
Todo su universo se derrumbaba, pero uno nuevo se erigía. La ciencia, el
método, nada. Lo desconocido, la fantasía, el sueño. ¿Qué era lo real: él, el
deseo?
Un impulso extraño casi lo lleva a dar un paso hacia ella.
Lo contuvo. De un bolsillo interior de su chaqueta tomó un bolígrafo y una
pequeña libreta. En ésta escribió algo.
—Toma —dijo finalmente, dirigiéndole la hoja de papel
arrancada—, llámame, es el número de la casa de mi hermano. Me llamo Ruy. Si
ves al pájaro de nuevo, o al del
sombrero alto, cierra fuerte los ojos, o huye, y me llamas. Estoy cerca.
Lea tomó la hoja, llevando su mano con lentitud a ella. Un
choque eléctrico nació en el fondo de su estómago y se esparció a cada parte de
su cuerpo en el momento en que rozó ligeramente con sus dedos los de Ruy.
Apartó con violencia su mano al tomar el papel, y aún sin decir una sola
palabra, se alejó, rodeándolo y siguiendo su camino.
—¡Mi nombre es Lea! —exclamó, a unos cuantos metros.
Ruy giró al escucharla, sólo para ver su espalda, para verla
andar, sólo para verla alejarse. Tras ella se extendió una inmensa estela de
soledad. Era Lea una brillante estrella fugaz, dirigida hacia la nada (lo
desconocido), aunque brillante finalmente, pues resplandecía, y su resplandor
irradiaba aún más de noche, y esa noche, por unos minutos, le perteneció a
ellos, así como ellos le pertenecerían por siempre.
Ruy había abierto los ojos ante el eclipse y, cuando la
corona de ese sol que era Lea apareció, el iris de sus ojos se difuminó en el
blanco de la niebla, de esa niebla,
de aquella niebla, de toda niebla —la de La Habana, la de sus
sueños, la de esa noche, la de la próxima tarde. Caminó de regreso a casa de su
hermano, intentando mantener el paso, sosteniéndose de las paredes, los postes,
los árboles ante él, pues una catarata momentánea se había propagado sobre el
cristal de su mirada. Mientras, ella, como la estrella, como el astro que era,
voló alto para caer así con mayor fuerza. En pocos minutos se encontraba ya en
su habitación, y de nuevo el palpitar de su corazón alcanzaba un ritmo
frenético. Mantuvo durante todo el trayecto la vista dirigida al suelo. Si el
cardenal anduvo por ahí, ella no se enteró.
*
* *
Unas horas más tarde…
El papel, la hoja arrancada de la libreta de Ruy, con el
número telefónico de la casa de su hermano escrito en ella, sobre la mesa de
noche de la habitación de Lea. Ella dormía a escasos centímetros de la tinta
dejada por el bolígrafo aquél que, en esos momentos, permanecía guardado en la
chaqueta del extranjero. Ella dormía: su rostro dirigido al techo, sus brazos extendidos
en un ángulo de veinticinco grados con relación a su tronco, las manos abiertas
con las palmas dirigidas también al techo, sus piernas largas, desnudas,
cubiertas por la sábana blanca, así como su vientre, su abdomen y la parte baja
de su pecho. Ella dormía. Entonces, entonces la parálisis.
Las sensaciones que se acumulaban y a la vez revoloteaban en
su interior, después de aquel último encuentro con Ruy, eran cada vez más
confusas, caóticas. Éstas fueron incrementándose con cada paso rumbo a su casa,
hasta que, en el momento de cruzar la puerta de entrada, el golpe violento que
se había ido formando desde que notó la figura de aquel hombre en la esquina de
esa calle, estalló, estalló en dos lagrimillas, ambas desde su ojo izquierdo,
ambas dulces, ambas agrias. Estalló también en un suspiro, y en un
debilitamiento extremo de sus miembros. Por un segundo, había perdido la
conciencia, sólo para recobrarla de inmediato.
Lea de pie. Caminó un poco más, abrió la puerta de su
habitación.
El tiempo…
Las manecillas plásticas del reloj de pared marcaban la 1:17
de la madrugada cuando encendió la bombilla, cuyo interruptor se hallaba junto
a la puerta de entrada. El reloj despertador en su mesa de noche marcaba la
1:19. ¿Dos minutos?, nunca había advertido esta diferencia. En otras
circunstancias, tal suceso habría pasado desapercibido para ella, como una cosa
sin importancia, algo superfluo, un simple algo
que no terminaría por afectarla. Ahora, por alguna razón, sabía que era
necesario sincronizar las horas, pero, ¿sincronizar?, ¿modificar, qué reloj?
Cambiar la posición de las manecillas del reloj de pared significaba adelantar
el tiempo, adelantar el momento en que arribaría la parálisis, las diminutas
pisadas del avecilla, del cardenal, o tal vez el encuentro con la sombra, la
figura de negro, ese hombre de traje oscuro y sombrero de copa; pero significaba
también adelantar el despertar, el momento de la luz, la jaqueca por la mañana,
y el nuevo encuentro con Ruy, escuchar su voz tras el teléfono (pues había
determinado llamarlo). Por otro lado, modificar el reloj despertador era
atrasarlo todo, un par de minutos más de esta madrugada, antes de la madrugada
misma. Y el tiempo corría, las manecillas marcaban ahora la 1:19 y la 1:21.
Decidió adelantar el reloj de pared, gastar dos minutos, aproximar el momento
de la opresión sobre su pecho, y el encuentro, la jaqueca y el despertar,
adelantar el tiempo para acercarse al instante en que escucharía la voz de
aquel extraño hombre.
Nada la dejaba de aterrar.
La parálisis…
La angustia, la terrible angustia, la profundidad de la
sombra, sus ojos abiertos por completo. El reloj despertador, el reloj de
pared. Antes de dormir, había pasado el cerrojo de su ventana y extendido, cuan
largas eran, las cortinas color vino que cubrían su cristal. La hora, el
momento de la madrugada en que se hallaba sumergida la angustia nebulosa que a
su vez la sumergía a ella, le era desconocida. Dos relojes y la imposibilidad
de conocerla; dos relojes y la imposibilidad de asir el tiempo.
Un sudor helado recorría su frente, recorría también su
pecho. Los poros de su piel se elevaban, se endurecían. Las pequeñas pisadas
heladas, dadas a brincos sobre ella, desde sus pies, se aproximaban. Su peso se
volvía más real y la transpiración más abundante. El cardenal, su presencia era
más vívida. Ya de pie sobre su pecho, la observó directamente a los ojos, pero
ella no podía cerrarlos, no podía clausurar su mirada. Ya de pie, fijo sobre su
seno, la máscara negra era más negra, y el rojo de su plumaje era como sangre.
Acercó el pico a la boca de Lea. Algo se movía sobre sus labios, ella pensaba
en gusanos, en gusanos o en lombrices que el avecilla le regalaba; ella era su
cría, Lea, y ella era una niña, y ella temía, ella lloraba sin poderse mover,
sin poder gemir, y sobre sus labios danzaban esos bichos y sobre su pecho se
posaba el cardenal.
De golpe, todo se volvió más negro, y luego todo fue rojo.
El cardenal aleteó violentamente sobre su pecho, sin separarse de ella,
alzándose tan sólo sobre las puntas de sus patas. Ella entonces recuperó la
movilidad. Algo de luz atravesaba su ventana, había amanecido. Algo de viento
levantaba sus cortinas, la ventana estaba abierta. El viento era más fuerte, y
Lea miraba en esa dirección: el ave la observó a través del danzar de la
cortina, una sola vez.
Aunque la danza continuó, el ave había desaparecido ya.
*
* *
—En-fer-me-ra
—vociferó el pobre anciano con voz enronquecida, enfatizando con gran esfuerzo
cada sílaba.
Un hombre que aparentaba al menos ochenta años yacía sobre
una vieja cama de hospital en la habitación 315. El anciano en realidad tenía
tan sólo sesenta y dos años, pero el enfisema pulmonar había curtido tanto su
voz como su apariencia. Lea era su enfermera, y el viejo acababa de defecar.
—Le-a —contestó ella dulcemente, imitando el modo de
enfatizar las sílabas del anciano—, ya le he dicho que me llame Lea.
—Le-a —murmuró él, la mirada perdida, resaltando, como nunca
había hecho, esa le.
En la sangre de Lea corría la vocación de enfermera. Su
madre lo había sido, lo fue su abuela paterna, y ahora ella lo era, y llevaba a
cabo incluso las más desagradables labores de su profesión —como limpiar el
trasero embarrado de mierda del viejo con enfisema pulmonar— con el gusto que
sólo le brindaría la pasión por su trabajo.
Entonces, le limpió el trasero.
Las ropas sucias debían depositarse en un contenedor
destinado para ellas, así que, una vez aseado el anciano, cargó con las ropas,
abandonó la habitación, caminó por el pasillo, llegó a la que correspondía y
las depositó en el contenedor.
En el camino de regreso a la 315, cinco o seis habitaciones
antes en el mismo corredor, una niebla poco densa pero abundante comenzó a
fluir por debajo de la puerta de una de éstas. Podía notarse a través del
cristal de la puerta que el interior estaba desocupado y con las luces
apagadas, así que la extrañeza le resultó mayor. Lea miró en derredor, en busca
de alguien más, de alguien que pudiese auxiliarla en caso de tratarse de algo
peligroso, pero no encontró a nadie. La niebla ―o el humo― abandonaba de a poco
el interior. Abrió la puerta, llevada por una sensación magnetizada que sabía
tanto a miedo como cada una de las últimas noches. Apenas giró la perilla la
puerta fue absorbida por el interior, la niebla se despejó lentamente y en el
centro de ésta, de pie y de frente, vio erigida a la figura de negro y su sombrero
de copa, más clara que nunca, pues la oscuridad no era realmente profunda. Lea
se detuvo, como se detuvo su aliento, y como casi se detiene su corazón. La
figura, la sombra, alzó ligeramente el rostro, y sus ojos la estremecieron. Ese
rostro —pálido, ojeroso, demasiado familiar—, ante el espejo, entre la niebla.
—¡Lea! —gritó Liz, la jefa de enfermeras, en ese instante,
al otro lado del pasillo—. Tu paciente —dijo señalando en dirección a la
habitación del viejo moribundo.
Con el rostro pálido y su labio inferior temblando
imperceptiblemente, despertó del trance (¿trance?) y llevó la mirada en esa
misma dirección. Después volvió a observar el interior de la habitación de la
que había escapado aquel denso vapor. No había nada en ella, ni la niebla, ni
la sombra, sólo una habitación de hospital vacía.
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